Odio y gangrena en Oriente Medio

Higinio Polo
Mundo obrero / Rebelión
08/01/10

En las primeras semanas desde su elección como presidente norteamericano, Barack Obama definió el gran Oriente Medio como una de sus prioridades en política exterior, consciente de que en esa zona del planeta se juega buena parte del futuro de su país. Obama, opuesto en su origen a la guerra de Iraq, hizo durante la campaña electoral una absurda distinción entre el conflicto iraquí y la guerra afgana, si atendemos a la circunstancia de que, si bien ambos enfrentamientos obedecen a orígenes diversos y estallan en años distintos, la decisión de atacar esos y ocupar militarmente su territorio forma parte de los mismos planes de dominación norteamericana sobre el conjunto del gran Oriente Medio y, más allá, del Asia central. Esos objetivos fueron diseñados por los sectores más conservadores del Pentágono y del pensamiento estadounidense y aplicados durante los ocho años de gobierno de George W. Bush, en la seguridad de que Washington, consolidado en apariencia su dominio unipolar del planeta tras la desaparición de la Unión Soviética, iba a convertir el siglo XXI en un “siglo americano”. Hoy sabemos que los atentados del 11-S de 2001 no fueron el detonante de la intervención militar norteamericana en Oriente Medio, puesto que antes de esa fecha Bush ya había decidido atacar Iraq. Por fortuna para el mundo, esa ambición imperial de dominio norteamericano se ha revelado un espejismo.

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Seis años de guerra en Iraq no han traído ni la libertad, ni la paz ni el desarrollo para los iraquíes. El balance, más allá de la aparente pacificación de algunas regiones, es desolador: centenares de miles de muertos y la destrucción del que había sido uno de los países más desarrollados de Oriente Medio. Frente a esa evidencia, Obama no parece dispuesto a cambiar la política que impulsó Bush. La supuesta retirada de las tropas norteamericanas de Iraq (Estados Unidos cuenta hoy en la antigua Mesopotamia con más de ciento cincuenta mil soldados, además de miles de mercenarios) anunciada por Obama para 2011, esconde en realidad el traspaso al gobierno cliente iraquí de la responsabilidad del combate a los insurgentes y el repliegue estadounidense a las zonas más seguras, manteniendo decenas de miles de soldados de forma permanente después de esa fecha: altos mandos militares norteamericanos han declarado que Washington continuará ocupando el país durante, al menos, veinte años más. Washington dispone de centenares de bases militares en Iraq, que obedecen a un despliegue estratégico que busca el control permanente de ese gran Oriente Medio, una sólida retaguardia en la pugna por la influencia en Asia central, y, al mismo tiempo, la consolidación de sus mecanismos de vigilancia y contención de China y Rusia.

En Iraq, donde se celebrarán elecciones el próximo mes de marzo, (comicios bajo la ocupación militar: un despropósito a la luz del derecho internacional), no se ha visto aún una nueva orientación en la política exterior norteamericana, y muchos analistas temen que Obama va a ser el continuador y avalista de la guerra iniciada por Bush. El primer ministro iraquí, Nuri al-Maliki, que se ha revelado impotente para pacificar el país, es acusado por algunos sectores sunníes de dictar una política dictatorial y es criticado por Muqtada al-Sadr (que sigue manteniendo gran influencia entre sectores chiítas), y todo indica que las bases de su poder están siendo minadas, aunque las luchas de banderías, el recurso a la compra de voluntades y al soborno que utiliza el alto mando norteamericano para dividir a la insurgencia, junto a la acción de la resistencia hace que Washington lo considere útil por el momento.

En Afganistán, donde Obama ha decidido enviar más de treinta mil nuevos soldados, exigidos previamente por el general McChrystal, (fuentes del Senado norteamericano indican que entre militares y “contratistas” o mercenarios, Estados Unidos tiene en el país a más de 180.000 hombres armados), su apuesta por la profundización de la guerra, augura más sufrimiento a la población. El presidente-dictador Karzai, impuesto por Washington, es cómplice de los señores de la guerra y de los beneficiarios del tráfico de estupefacientes (el país produce casi el noventa por ciento de la heroína que se distribuye en el mundo, y debe recordarse que el hermano de Karzai, Wali, es uno de los principales traficantes de droga y de armas de Afganistán), y se ha mostrado incapaz de controlar el país, y, mucho menos, de impulsar una política que luche contra la corrupción y limite el poder de los señores de la guerra. Pekín y Moscú (así como países de la zona, como Uzbekistán) están interesados en la pacificación de Afganistán, puesto que la existencia de una guerra abierta en sus fronteras del sur les crea problemas estratégicos e impide el desarrollo de Asia central.

Junto a Afganistán, el ataque de las fuerzas norteamericanas a las comunidades pashtunes en nombre de una supuesta “lucha contra el terrorismo” está causando también estragos en Pakistán. La decisión de bombardear a las poblaciones civiles que viven a ambos lados de la artificial frontera entre los dos países está creando un nuevo foco de conflicto que es potencialmente muy peligroso, a la vista del estatuto atómico que tiene Pakistán.

El drama palestino, y el persistente expolio que Israel aplica desde hace décadas robando la tierra palestina mientras se niega a negociar para abrir el camino a la creación de un Estado palestino, es el conflicto que continúa emponzoñando toda la zona, y que afecta también al Líbano, Siria, Irán y al resto de los países con peso político en la región. Obama, pese a algunos tímidos gestos orientados a arrancar algunas concesiones de Tel-Aviv (¡apenas ha conseguido que Netanyahu acepte la congelación provisional de la construcción de nuevos asentamientos de colonos en territorio palestino!, ilegales incluso desde la perspectiva de las leyes israelíes), ha sido hasta ahora incapaz de forzar a Israel a poner en marcha la casi olvidada “hoja de ruta”. Y la última matanza israelí en Gaza ha añadido más muerte y destrucción a los palestinos, cuyo sufrimiento sigue ignorando el gobierno norteamericano. La cuestión de fondo sigue siendo la necesidad de que los palestinos dispongan de un Estado propio sobre las fronteras de 1967, la capitalidad compartida de Jerusalén, y el retorno de los cinco millones de refugiados palestinos a sus tierras de origen, algo que todos los gobiernos israelíes, incluido el actual gabinete sionista de extrema derecha, se han negado siempre a considerar. Mientras no se resuelva satisfactoriamente la tragedia palestina, e Israel renuncie a su política expansionista, todo Oriente Medio será un polvorín.

Junto a esos tres conflictos abiertos, el papel de Irán y la no proliferación nuclear en la zona atizan nuevos enfrentamientos en Oriente Medio. Washington presiona a Teherán, decidido a limitar su programa nuclear, y, con Obama, la apuesta por la negociación va de la mano de las tácitas amenazas de recurrir a la intervención militar para evitar que Irán se convierta en una nueva potencia atómica, al tiempo que Washington acepta (y considera razonable) el monopolio nuclear israelí en Oriente Medio. Esa doble vara de medir encona aún más el escenario, puesto que, pese a la propaganda norteamericana, los riesgos para la paz no proceden de Irán, por mucho que su régimen sea una dictadura teocrática, sino de Israel, que, por su parte, es la otra cara de la moneda iraní: la llamada “democracia israelí” disfraza en realidad un régimen teocrático judío, racista y expansionista, que, todavía hoy, sigue ocupando no sólo territorios palestinos sino también de sus países vecinos.

La inercia imperial norteamericana, arraigada en sus instituciones y en sus centros de poder y de pensamiento, ha arrastrado a Obama, aunque su programa no fuese un ejemplo de ambición política: de hecho, sus propuestas serían consideradas en Europa como propias de una derecha civilizada, si ese eufemismo es posible. Con Obama, la política exterior norteamericana sigue insistiendo en la llamada “doctrina Blair”, que se concreta en intervenciones militares por supuestas “razones humanitarias”, en la utilización del terrorismo (cuyos inspiradores últimos son muy oscuros y se pierden en la maraña de organizaciones creadas por los servicios secretos norteamericanos, israelíes, pakistaníes, saudíes, y por otros actores de menor relevancia) para justificar una política de expansión militar de alcance planetario, y en el recurso a las empresas de mercenarios (no debe olvidarse que, en algunas regiones, quienes son denominados con el hipócrita eufemismo de “contratistas”, superan en número a los militares norteamericanos), en un marco mucho más complejo que a inicios de la actual década, con un creciente protagonismo de China, y una mayor autonomía de otros países (como India, Brasil, e incluso Japón), y un paulatino fortalecimiento de Rusia.

Así, la conjunción de las guerras de Iraq y Afganistán, el agresivo papel de Israel como potencia ocupante y Estado-cliente de los Estados Unidos en Oriente Medio, la presión sobre Irán y la inercia de la política imperial desarrollada por Estados Unidos en las últimas décadas, unido a su voluntad de seguir pugnando con Moscú y Pekín por la influencia en Asia central y por la disputa de los yacimientos de hidrocarburos y del espacio estratégico del Mar Caspio, definen una situación gangrenada, en la que se acumula el odio, y cuyas consecuencias se han apoderado por completo de las ambiciones reformistas de Obama, si es que alguna vez las tuvo.

Rebelión ha publicado este artículo con permiso del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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