Paraísos fiscales

Rebelión
04/03/08
Michael R. Krätke

Desde hace años se le vienen imponiendo al pueblo elector alemán una serie de reformas de todo punto unilaterales en su orientación favorable a las grandes empresas y a los grandes patrimonios. El argumento una y otra vez avanzado: sin esos obsequios fiscales, el capital y “quienes lo hacen rendir” se fugarían en masa al extranjero. Regalos y obsequios no lograron impedir, empero, que las grandes fortunas y los primeros ingresos, que los bancos y las grandes empresas depositaran dinero a manos llenas en los oasis fiscales. Tal vez eso explique la indignación de los dirigentes socialdemócratas y verdes: nos hemos sometido a vuestra voluntad y aun al menor de vuestros caprichos, y tampoco eso os ha bastado.

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Hace tiempo que el escándalo ha llegado a nuestros vecinos europeos; y los inspectores fiscales norteamericanos y británicos van igualmente detrás de los ricos evasores de impuestos en Liechtenstein y Mónaco. No es para asombrarse: la evasión fiscal organizada es un fenómeno tan cotidiano como planetario, y va con esas maravillas del capitalismo global sobre las que se prefiere callar. Los oasis fiscales constituyen un fenómeno tan poco novedoso como la impía competición fiscal entre las naciones. Algunos países –señaladamente, Suiza y Liechtenstein, Mónaco, Andorra y las Bermudas— empezaron con eso hace ya décadas y con eso se han hecho ricos. Primero con unos bajos impuestos a los ingresos y al patrimonio: la neutral Suiza, en su calidad de beneficiario de la I Guerra Mundial, se lo podía permitir. Durante la crisis económica mundial de los años treinta, Suiza y Liechtenstein instituyeron su sistema de secreto bancario para facilitar la fuga de capitales. Varios países vecinos consideraron eso como un acto hostil y reaccionaron con la consiguiente acritud.

Pero sólo durante el largo boom de posguerra, después de 1945, y con el ascenso de las corporaciones empresariales transnacionales, empezó a ser la competición fiscal entre las naciones un negocio lucrativo en el que un número cada vez mayor de pequeños países quería participar. Los otrora tan orgullosos Estados nacionales aprendieron enseguida que estaban en condiciones de atraer mucho capital, si, dividiendo artificialmente su soberanía, creaban para los patrimonios extranjeros zonas especiales regidas por leyes especiales. Eso no era bueno ni para el Estado de Derecho ni para la soberanía, porque los ponía en almoneda a favor de quienes más poseen. Muchos países se creyeron suficientemente protegidos por convenios de doble tributación, y lo estuvieron mientras el número de las corporaciones transnacionales resultaba abarcable y mientras los controles de los movimientos de divisas y de capitales estuvieron regularmente en vigor.

El boom propiamente dicho de los oasis fiscales empezó con los mercados financieros desregulados y con la desmantelación de los controles de divisas a partir de mediados de los años 70. Más rápidamente aún que el número de oasis fiscales, creció el número de las empresas transnacionales y de sus filiales, éstas últimas fundadas cada vez más adrede en centros financieros offshore en el exterior. Esos oasis fiscales son hoy parte del sistema de los mercados financieros internacionales, ofrecen ayuda y consejo a quienes buscan ahorro fiscal y a otros, y por lo regular, servicios financieros altamente especializados. Para los bancos que operan internacionalmente y para el capital financiero moderno –fondos de inversiones, fondos hedge y otros tipos de sociedades exclusivamente dedicadas a la financiación— son, de modo eminente, sostenes de la economía financiera mundial. Y para los grandes mercados monetarios como Londres, Nueva York o Tokio no constituyen la menor amenaza; al contrario.

Lo que Liechtenstein es a la plaza financiera de Suiza, eso son los oasis fiscales y los centros offshore británicos en relación a la City financiera de Londres: un mundo paralelo de mercados financieros grises y negros creados por Estados nacionales y pensados para el Reino Unido: Anguilla, las Bahamas, las Islas Caimán, Gibraltar o las Islas del Canal de la Mancha.

Los Zumwinkels (1) y los politicastros de los partidos burgueses (2) con cuentas bancarias de dinero negro no están particularmente interesados en los negocios de los oasis fiscales. Pertenecen más bien al género tonto. Los ejecutivos realmente listos proceden de forma totalmente legal, dejándose contratar y pagar por distintas sociedades filiales de su empresa en distintos países. Con este noble fin, entre otros, se sirven de esta opción para fundar con creciente entusiasmo más y más pseudoempresas filiales (a menudo, meras direcciones postales). Sobre todo los ejecutivos de los grandes bancos internacionales y de las grandes corporaciones financieras. Son ellos quienes se benefician de la concurrencia sin merced entre los distintos oasis fiscales y de una extraterritorialidad intencionalmente creada y artificialmente manipulada.

Las corporaciones transnacionales de alcance planetario tienen centenares de empresas filiales, y los oasis fiscales establecidos acogen a decenas de millares de pseudoempresas que gozan de un derecho particular (cada año surgen miles). En las Islas Vírgenes británicas, el número de empresas fundadas cada año es de decenas de miles.

El G-8 se atiene a una lista oficial de 42 oasis fiscales, la OCDE habla de 47; son cifras ridículamente minusvaloradas. Los especialistas fiscales suponen al menos 70 unidades políticas que viven primordialmente de atraer dinero y capital extranjero y prestarle refugio. Los costos corrientes de esos servicios son bajísimos, gracias a sus imponentes dimensiones. Si se tiene en cuenta que sólo en las Islas Vírgenes británicas, Hongkong y Panamá, tomados de consuno, hay más de un millón de direcciones postales de empresas, se comprende que ese ganado menor proporcione tan lucrativo estiércol.

Considerando las cosas a escala planetaria, y según las estimaciones, los ricos y los archirricos tienen más de un 30% de su patrimonio colocado en plazas financieras offshore. El grueso de esos depósitos e inversiones procede de Oriente Medio, de Asia y de Europa occidental (la parte del león la administran bancos suizos). Más de un quinto (23%) de todos los depósitos bancarios del mundo se halla en los paraísos fiscales, al menos 3 billones de dólares según cálculos conservadores. Entre 11 y 13 billones de dólares en capital extranjero y patrimonios de todo tipo están escondidos en centros financieros offshore. Casi el 50% de las transacciones financieras transfronterizas mundiales pasan por ellos (las Islas Caimán son el quinto centro bancario del mundo). De acuerdo con los exageradamente cautelosos análisis del Tax Justice Network, los países destinatarios de las fugas de capitales originan por esta vía pérdidas fiscales de entre 250 y 300 mil millones de dólares cada año. No es moco de pavo.

Pero no sólo las infinitas manipulaciones fiscales han terminado por resultar dañinas para esta floreciente rama de la “industria financiera” global. Idénticos daños produce su proximidad con el crimen organizado internacional, incluidas las redes terroristas que lavan allí, y por lo magnífico, su dinero. La Financial Action Task Force on Money Laundering (Agencia de lucha contra el lavado de dinero, FATF por sus siglas en inglés) –fundada en 1989 por iniciativa del G-7— desarrolla la lucha contra las instituciones blanqueadoras de dinero en los oasis fiscales; desde el 11 de septiembre de 2001, su modo de proceder se ha endurecido porque la financiación de actividades terroristas ha pasado a ser considerada central.

También la OCDE y la UE han lanzado campañas contra la “concurrencia fiscal injusta” y el lavado de dinero. No se hace limpia y diplomáticamente: se opera con listas negras y con amenazas harto explícitas de boicot. Liechtenstein, con su creciente lista de más de 1.000 solicitudes anuales de conglomerados empresariales y fundaciones, está también en la picota.

La Unión Europea ya no se arredra hoy ante respetables y tradicionales oasis fiscales como el Vaticano o Suiza. Entretanto, varios países oasis han ido cediendo a la presión, declarándose dispuestos a cooperar en la aclaración de delitos fiscales y de lavado de dinero, y a levantar oportunamente el secreto bancario. Liechtenstein es uno de los casos difíciles, pero las autoridades fiscales de los EEUU han logrado descubrir allí a los pecadores fiscales e imponerles la fiscalidad norteamericana sobre intereses y dividendos. Incluso el banco LGT de Liechtenstein, que está ahora en el foco del escándalo fiscal en Alemania, envía desde 2002 puntualmente cada año a las autoridades fiscales estadounidenses la oportuna información fiscal sobre los rendimientos de los títulos de sus clientes norteamericanos. Bastó la explícita amenaza de excluir de los mercados de capitales de EEUU a los bancos de Liechtenstein que no estuvieran dispuestos a cooperar. ¿No podrían Alemania y la UE hacer lo propio?

En principio, sí. Sí, si –el condicional es decisivo— el Reino Unido, el tutor de un sinnúmero de oasis fiscales, cooperara. Ese es el núcleo del problema: porque, a la hora de decidir acciones conjuntas contra la evasión fiscal y la fuga de capitales, hay que tener en cuenta que los Estados canallas están sentados en la mesa de la UE y de Europa. Luxemburgo, Austria, Holanda, Gran Bretaña, Francia como potencia protectora de Mónaco, todos juegan un feo juego, siendo, a un tiempo, perjudicados y beneficiarios. Y las elites europeas se han entregado a la superstición de la fuerza milagrera y benefactora de la concurrencia en todos los ámbitos. ¿Quién debería, quién querría atravesarse en el camino de una impía concurrencia fiscal que se desarrolla a costa de todas las comunidades políticas europeas (y mucho más allá)? ¿Quién, si no los ciudadanos de Europa, que ni deben ni pueden seguir tolerando la expropiación y la pauperización de sus comunidades y la puesta en almoneda de su soberanía?

NOTAS T.: (1) En referencia a Klaus Zumwinkel, el presidente de la privatizada empresa de Correos alemana, que ha confesado estos últimos días haber defraudado grandes cantidades al fisco alemán. (2) En Alemania, como en los países escandinavos, se mantiene comúnmente el uso lingüístico de dividir el campo de fuerzas políticas en “obreras” y “burguesas”, siendo los partidos socialdemócratas y pos- y filocomunistas parte de las primeras, y liberales y democristianos, parte de las segundas.

Michael Krätke, miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, estudió economía y ciencia política en Berlín y en París. Actualmente es profesor de ciencia política y de economía en varias universidades alemanas y en el extranjero, desde 1981 principalmente en Amsterdam. Coeditor de la revista alemana SPW (Revista de política socialista y economía) y de la nueva edición crítica de las Obras Completas de Marx y Engels (Marx-Engels Gesamtausgabe, nueva MEGA). Investigador asociado al Instituto Internacional de Historia Social en Amsterdam. Autor de numerosos libros sobre economía política internacional.

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