Comunicación y control, rastros de vigilancia

Giuliano Battiston
Il Manifesto
Traducido para Rebelión por Liliana Piastra
06/04/09

Según el teórico belga, autor de la "Historia de la utopía planetaria", sólo negándole a las tecnologías el privilegio de ser el factor exclusivo de cambio será posible una sociedad de la información distinta.

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"Ninguna apropiación del medium tecnológico por parte del ciudadano puede sustraerse a la crítica de las palabras que, teóricamente apátridas, se insinúan constantemente en el lenguaje corriente", afirma Armand Mattelart. Coherentemente con esta convicción suya, el autor de Historia de la utopía planetaria, se niega a adoptar fórmulas como "aldea global" o "sociedad global de la información” y prefiere una “arqueología de los conceptos” que ponga de relieve los significados y los usos político-sociales sedimentados en cada término. Si “aldea global” remite a la “representación "igualitaria" del planeta”, a la “visión fideística de una sociedad planetaria” horizontal y flexible, “comunicación-mundo” es en cambio un término que, según las intenciones de Mattelart, permite mirar la globalización en curso sin mitificarla, porque nace de la conciencia de que “la desigualdad de los intercambios sigue marcando la universalización del sistema productivo y técnico-científico”.

De hecho, para Mattelart “entre los discursos utópicos sobre las promesas de un mundo mejor por medio de la técnica y la realidad de las luchas por el control de los medios de comunicación hay un conflicto impresionante”. Un conflicto que conviene tener en cuenta si queremos crear una sociedad de la información distinta, que se podrá realizar siempre que le neguemos a la tecnología “el privilegio de ser el factor exclusivo del cambio”, y hagamos de forma que sean los ciudadanos, y no las lógicas securitarias estatales, los que establezcan los usos macrosociales de las nuevas tecnologías. Hemos hablado con Armand Mattelart en Roma, donde se le ha invitado a presentar un libro, Democrazia e concentrazione dei media (coordinado por Maurizio Torrealta, Edup, 15 €).

Hace algunos días se ha publicado el informe anual sobre el estado del periodismo americano (State of the News Media, coordinado por Pew Project for Excellence in Journalism), en el que, entre otras cosas, se analizan las repercusiones de la crisis económica sobre el sistema mediático. ¿Cree que la crisis podría comprometer aún más el pluralismo de la información?

Lo único que ha hecho la crisis económica es acelerar algunas lógicas que ya estaban presentes en las sociedades capitalistas, y se ha conjugado con otro importante elemento de aceleración, la guerra contra el terrorismo. Los medios de comunicación han sido de hecho instrumentos indispensables para legitimar la idea de la guerra y para justificar la tesis de que en Irak había armas de destrucción masiva. Por consiguiente, el problema del pluralismo de la información se volvió alarmante ya con la guerra contra el terrorismo, a partir de 2001, y hoy se ha agravado con la crisis económica. Varios gobiernos han intentado aprovecharse de la situación para garantizarse un mayor “agarre” sobre los sistemas mediáticos, y con ello entiendo el sistema audiovisual y el de los nuevos medios, incluido internet. Me parece que hoy en día en las democracias liberales se tiende a legitimar la idea de que los estados han de tener más poder sobre los medios de comunicación. Un ejemplo concreto: en Francia Sarkozy ha decidido eliminar la publicidad de la televisión pública, pero tras esta decisión se oculta el intento de introducir un mecanismo con el que la presidencia quiere asegurarse el nombramiento de los responsables del servicio público, reforzando así el poder que ejerce sobre la televisión pública. Este ejemplo, y muchos otros, ponen de manifiesto que están apareciendo, de forma cada vez más evidente, lógicas autoritarias, y justamente a la luz de dichas lógicas habrá que analizar la cuestión del pluralismo de los medios de comunicación. Por eso es tan importante que intervengan los movimientos y las fuerzas sociales de la oposición, no tanto en los medios de comunicación en sí mismos, o a partir de ellos, sino a partir de la calle, de las manifestaciones. (está perfecto, sólo faltaba una “coma” después de “calle”) Sólo así podremos oponernos al intento de instaurar un control estatal rígido sobre los medios de comunicación.

En Historia de la utopía planetaria escribe usted que “la piedra angular del modelo tecnoglobal de reorganización de las sociedades”, según el modelo neoliberal es la seguridad, y ha dedicado uno de sus últimos libros, La globalisation de la surveillance. Aux origines de l'ordre sécuritaire (La Découverte 2007), precisamente a las sociedades de la vigilancia y a la divulgación de las lógicas securitarias. ¿Quiere explicarnos la tesis principal de su libro?

Divulgar las políticas securitarias es algo esencial, porque remite a la manera misma con que definimos las sociedades en las que vivimos. Antes se hablaba de sociedades industriales, luego de sociedades disciplinarias – pensemos en Foucault, o en Deleuze, que evocaba la “sociedad del control”, o también en la sociedades empresariales, esas sociedades en las que los principios de organización empresarial se extienden a toda institución de la sociedad. A partir de 2001, en cambio, me parece que la “necesidad” de actuar contra el terrorismo ha sido un pretexto para afirmar otro tipo de sociedad: la sociedad de la sospecha, de forma que en las democracias liberales el problema de la seguridad encuentra “solución” cada vez más a menudo recurriendo a la tecnología, desde la videovigilancia a las pruebas de ADN, pasando por los pasaportes electrónicos. Hemos entrado en una época en la que la forma de gobernar y el ejercicio del poder se basan en la trazabilidad de los individuos y de los grupos sociales. Al mismo tiempo, se está produciendo una profunda transformación de la propia idea de Estado y en las formas en que se ejerce su autoridad, mediante una revisión radical del derecho penal y gracias a la configuración de un nuevo “perfil jurídico estatal”. El Estado se reestructura cada vez más frecuentemente a partir de una noción, la de la seguridad nacional, que contradice la idea de la separación de los poderes y prima al poder ejecutivo sobre el legislativo y el judicial. Las nuevas formas de vigilancia sólo se pueden entender considerando esta reconfiguración. Intentare explicar este fenómeno, que es de índole general, con un ejemplo: hace un año se ha publicado en Francia el informe sobre la seguridad nacional; lo interesante del informe es que en él se hace referencia a la noción de seguridad nacional partiendo de la idea del riesgo internacional, en otras palabras, Al Qaeda. Así pues, en Francia, como en las demás democracias liberales, se está consolidando la idea de que la cuestión de la seguridad interior y la de la exterior están íntimamente relacionadas. Entre otras cosas, esto es como decir que la función del ejército se define cada vez más como una función de control del territorio, dando lugar a fenómenos como el que cuenta la película Tropa de elite, en el que, so pretexto de la lucha contra el narcotráfico, los cuerpos especiales del ejército brasileño intervienen en las favelas.

Usted siempre ha sido crítico con quienes atribuyen virtudes taumatúrgicas a las tecnologías y creen que las redes de información pueden por sí mismas revolucionar las relaciones sociales y derrotar a las lógicas de marginación social y política. Según su análisis, el peligro es que la difusión de las redes de información pueda transformar la marginación en un apartheid. ¿Podría explicarnos mejor su idea?

A partir del telégrafo, todas las tecnologías han contribuido a “abrir” el mundo. Si analizamos la historia de la comunicación, vemos que los sistemas de comunicación han hecho posibles los flujos de mercancías, de personas y de ideas, y en ese sentido la comunicación tiene sin duda un valor positivo. Las sociedades liberales, sin embargo, se basan en la idea de orden, que implica un control de esos flujos: estamos hablando tanto de libertad de comunicación como de información, pero en las democracias liberales no se puede realizar una elección realmente libre, si esta contradice los fundamentos del liberalismo, la razón de Estado y la del mercado. Volviendo a su pregunta, desde el principio de la historia de la comunicación ha habido una “ideología de la comunicación”, según la cual los desarrollos de la tecnología favorecen automáticamente a la democracia. Personalmente creo que se trata de una ideología redentora, que yo defino como “tecno-determinismo”. No me convence la idea de que las redes informativas puedan garantizar por sí mismas una mayor democracia: por otra parte, la aportación de Internet a la revitalización del espacio público tiene un alcance muy reducido, si se compara con los demás usos de ese mismo instrumento, mientras que en los diez últimos años poco o nada se ha hecho para resolver la cuestión del brecha digital. En cuanto al potencial democrático de la red, creo que la red descentra, pero también estoy convencido de que a partir de la descentralización se pueden producir nuevas formas de poder y de marginación. Esa es la razón de que piense que hoy es importante oponerse a la ideología de la comunicación que respaldan quienes ponen todas sus esperanzas en la tecnología por sí misma, y que al mismo tiempo sea fundamental hacer un trabajo de reapropiación social de las tecnologías. La posibilidad de apropiarse y gestionar socialmente la tecnología es una cuestión de carácter estratégico, fundamental.

Usted es uno de los más importantes estudiosos de la globalización de los sistemas de comunicación, pero, a diferencia de otros expertos en la materia, siempre ha rechazado polémicamente lo que usted llama “el mito tecnoliberal del Estado-nación”. En Historia de la sociedad de la información le reprocha, por ejemplo, a Nicholas Negroponte que “no deje de insistir sobre el final de ese mediador colectivo que es el Estado-nación”. “Cuál es su postura?

El del post-nacional es un mito que ha impedido comprender las fuerzas geopolíticas que han obrado, y siguen haciéndolo, en las sociedades contemporáneas. Es una noción muy vaga, que encontramos en los documentos oficiales de la Unesco, en los escritos de los teóricos de izquierdas y en los de los “doctrinarios tecnócratas” como Negroponte. Es, sobre todo, una idea que implica el riesgo de que se nieguen los recientes procesos de reconfiguración de las funciones del Estado, que han permanecido por mucho tiempo fuera del horizonte crítico. Según ese mito, hoy por un lado tendríamos la sociedad civil y por otro los actores económicos transnacionales, mientras que el futuro sólo nos reservaría el choque entre esas dos fuerzas. Lo que falta es el papel que desarrolla y seguirá desarrollando el Estado, que intenta redefinirse partiendo justamente de la diferencia entre esos dos actores. Como hemos visto, en la medida en que el Estado refuerza las funciones del ejército, recupera el derecho al uso de la fuerza y de la violencia y se sitúa de nuevo como regulador del sistema internacional, el mito del final del Estado-nación choca con la evidencia de los hechos. Pero sigue habiendo un peligro: que en el nuevo intervencionismo del Estado o en las nacionalizaciones de los bancos se reconozca un elemento necesariamente positivo. El Estado regulador, en cambio, es un avance falso: es cierto, necesitamos reglas y hace falta regular el funcionamiento de los circuitos bancarios, pero para que la regulación sirva realmente para revitalizar la democracia, es necesaria asociarla a nuevos actores sociopolíticos, los que hasta ahora han permanecido excluidos. Hay que volver a encontrar las raíces de la soberanía popular, porque, de lo contrario, las nuevas formas de regulación tenderán inevitablemente a reforzar el poder del Estado sobre los ciudadanos. Tenemos que encontrar nuevas formas de participación en la sociedad: si no las encontramos, la solución de las grandes cuestiones que plantean la crisis climática, la crisis financiera (que es una auténtica crisis de civilización), la crisis alimentaria, nos llevará a sociedades aún más autoritarias.

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