Las guerras se heredan
23/06/10
IPSNoticias
Luego de un año y medio de gobierno, cualquier esperanza de que la administración de Barack Obama lograra un cambio en la política exterior de Estados Unidos se ha desvanecido.
...Siga leyendo, haciendo click en el título...El mandatario hasta ahora ha mostrado tener poca inclinación a romper con el pasado cuando se trata de relaciones internacionales.
El gobierno de George W. Bush (2001-2009) hizo conocer al público estadounidense nombres como Guantánamo (por las torturas a sospechosos de terrorismo en esa base militar), Faluya (por la sangrienta ofensiva en 2004 contra esa central ciudad iraquí) y Blackwater (por la participación de mercenarios de esa compañía de seguridad privada en acciones bélicas).
Pero, durante la administración de Obama, se habló de Bagram (la cárcel en esa base militar estadounidense en Afganistán), Waziristán (zona pakistaní donde las fuerzas de Washington pelean contra insurgentes), y Predator (el tipo de avión no tripulado que organizaciones de derechos humanos acusan de asesinar a civiles en acciones de la CIA).
Para que quede claro, esto no significa, como han sugerido algunos desilusionados partidarios de Obama, que el jefe de Estado "no es diferente a Bush", sobre todo si hablamos del obstinado primer periodo de gobierno de este último que ellos tienen en mente.
Aunque la diplomacia de Obama con Irán, por ejemplo, ha carecido de inspiración --con una gran energía dedicada a aprobar sanciones internacionales que son a la vez provocativas e inútiles--, también es cierto que ha trabajado activamente para evitar una guerra abierta con la República Islámica.
Eso es mucho más de lo que se podría decir, por supuesto, si el presidente hubiera sido John McCain o Sarah Palin, ambos del opositor Partido Republicano y de una postura mucho más belicista en materia internacional.
Obama también se ha empantanado en confrontaciones con el primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, pero al menos ha demostrado una conciencia de que el cheque en blanco que le ofrecía Bush al Estado judío es ahora insostenible, a diferencia de los republicanos, que dan pleno respaldo a la ideología del Gran Israel (ocupando las tierras árabes) de los colonos judíos.
No obstante, aunque Obama no ha cometido los más graves excesos de su predecesor, ha permanecido sólidamente fiel a lo que el analista internacional Andrew Bacevich define como la "ideología de seguridad nacional", que ha reinado en Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).
Poco importa si esta filosofía es resultado de una convicción personal en Obama o de presiones políticas.
La verdadera pregunta es: ¿Se debería sorprender alguien? ¿Había alguna razón para creer que un gobierno de Obama marcaría un cambio importante en la política exterior estadounidense, o los partidarios progresistas del ahora presidente pusieron su esperanza en él sin contar con evidencia que lo justificara?
En algunos temas, como la política con los sospechosos de terrorismo detenidos, el presidente Obama claramente incumplió las promesas del candidato Obama, pero en muchos otros, particularmente en la escalada de la guerra en Afganistán, simplemente siguió los objetivos que había declarado.
El libro "The American Way of War: How Bush's Wars Became Obama's" ("La guerra a la manera estadounidense: cómo las guerras de Bush se convirtieron en las de Obama", Haymarket Books, 2010), Tom Engelhardt realiza un profundo examen de la política exterior de Washington desde 2001, y detalla cómo Obama ha heredado, y en algunos casos exacerbado, los males de la era Bush.
Engelhardt no da explícitamente su opinión personal sobre el curso de los hechos, y se niega a caer en análisis simplificados y personalistas, como contrastar al "cruzado" Obama que cabalga hacia Washington para cambiarlo todo con el Obama cínico que sacrifica sus principios por conveniencia política.
En cambio, enfrenta al lector a la posibilidad de que las fuerzas que han hecho que la política exterior de Estados Unidos sea lo que es hoy trascienden los personalismos, y sugiere que para cambiar la postura de Washington en el mundo se necesitará más que votar a "los buenos".
Engelhardt es mejor conocido como el hombre detrás del sitio TomDispatch.com, que desde los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington ha lanzado las más mordaces críticas a la política exterior estadounidense.
En el sitio colaboran analistas que abarcan todo el espectro ideológico, desde Bacevich, en la derecha, hasta Noam Chomsky, en la izquierda.
El libro de Engelhardt reúne algunos de sus mejores ensayos escritos para TomDispatch entre 2004 y 2010.
Una característica asombrosa del texto es cómo fluye su redacción, sin costuras, a pesar de que la primera parte fue escrita durante la primera administración de Bush y el resto hace apenas unos meses. Esto es de por sí un indicio de cuán poco han cambiado las cosas.
El anterior libro de Engelhardt, "The End of Victory Culture" ("El fin de la cultura de la victoria"), era un perspicaz análisis de cómo la cultura popular estadounidense dio forma al discurso triunfalista de la Guerra Fría.
El autor demuestra que la cultura y los medios masivos influencian lo que comúnmente se piensa es dominio de los políticos.
El primer capítulo examina cómo los ataques del 11 de septiembre de 2001 dieron forma al panorama político estadounidense en la última década de manera tanto obvia como sutil, y también cómo encontraron particular resonancia en una población que desde hace tiempo se preparaba psicológicamente para un Apocalipsis de estilo cinematográfico.
¿Cuán diferente –se pregunta Engelhardt— habría sido el curso de la historia si no hubiera caído el World Trade Center? Sin el horror visual del derrumbamiento de las torres, quizás los políticos se habrían sentido menos proclives a lanzar a todo motor una "guerra mundial contra el terrorismo".
O, quizás, se habría saciado la sed de venganza del público estadounidense tan sólo con el derrocamiento del movimiento islamista Talibán en Afganistán, y acaso Washington no habría invadido Iraq por la percibida necesidad de "ir justo al corazón del mundo árabe para aplastar algo" en respuesta, al decir del periodista Thomas Friedman, columnista de The New York Times.
(FIN/2010)
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