Venezuela: la estrategia de la tensión

Juan Agulló
Rebelión
14/9/08

"El petróleo es un arma geoolítica y estos imbéciles que nos gobiernan no se dan cuenta del poder de un país que produce petróleo". La frase, pronunciada por Hugo Chávez durante la campaña electoral que le aupó a la Presidencia en 1998, ilustra muy bien dónde estamos. La reciente decisión de Caracas de expulsar al embajador estadounidense, en solidaridad con los acontecimientos de Bolivia, podrá ser extemporánea pero no ilógica.

Necesita ser explicada en el marco de una visión estratégica: el petróleo como instrumento de transformación estructural de la realidad venezolana. Esa percepción está en la matriz del pensamiento chavista.

Los arabescos posteriores aparecen porque, para un país tan dependiente de los mercados internacionales de hidrocarburos (pero, sobre todo, de los estadounidenses) las líneas nunca son rectas: siempre hay otras variables a considerar.

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En este caso la unidad latinoamericana constituye un corolario indisociable de la reseñada voluntad de transformación: en el ideario chavista sólo una América Latina entrelazada por intereses comunes puede garantizar que las decisiones políticas que toman sus componentes frisen la irreversibilidad.

En coherencia con esa perspectiva -y por mucho que sorprenda- Chávez nunca actúa pensando en Londres o Nueva York sino en Buenos Aires o Sao Paulo.

La táctica corre paralela a este marco general. Una década de chavismo ha dado para mucho. Primer elemento a considerar: en Venezuela gobierna el que controla el petróleo, no el que se ciñe la banda presidencial. Por eso entre 1998 y 2003, Chávez y Washington jugaron una primera partida de ajedrez ("No se fijen en lo que dice Chávez, sino en lo que hace" solía decir John Maisto, ex embajador estadounidense).

El resultado, concatenado, fue curioso: golpe de Estado desbaratado por las masas (2002), radicalización política del chavismo, control gubernamental de la empresa petrolera (2003) y a partir de ahí, crecimiento exponencial de los precios del petróleo (545% entre 2003 y 2008) y consecuencia ineludible, súbita riada de ingresos para el Estado venezolano.

Coincidieron entonces necesidad y virtud: búsqueda de apoyo diplomático por doquier; de intereses políticos compartidos e imposibilidad, para una economía tan pequeña como la venezolana, de absorber tantos petrodólares en tan poco tiempo.

Invertir fuera vino muy bien: aumentó la influencia de Caracas en la región hasta el punto de que, ya en 2005, había más dinero venezolano que estadounidense en América Latina. Así, al tiempo que se evitaba que la inflación se desbocara en casa, se ponían a rentar los ahorros, se ganaba peso fuera y desde una óptica chavista, se asentaban, políticamente, las conquistas revolucionarias.

El margen de maniobra de EEUU en América Latina, mientras tanto, se veía reducido como consecuencia del desprestigio del neoliberalismo pero, sobre todo, de la guerra contra el terrorismo. Washington optó por el bajo perfil: intensificó sus relaciones con los países amigos y declaró guerras de baja intensidad a los enemigos. En la práctica: nueva partida de ajedrez contra Venezuela, de la que ahora en Bolivia sólo se vive un capítulo más.

Chávez, a pesar de su imprevisibilidad e histrionismo, sabe lo que hace: expulsando al embajador estadounidense alumbra maniobras subterráneas, se adelanta a las tentaciones intervencionistas del fin de mandato en Washington y gana prestigio sociopolítico en casa (donde habrá elecciones en noviembre) y en Suramérica (donde se trata de presionar). ¿Hasta dónde? No se sabe: lo que es un hecho es que Chávez no es el mismo de 2002 ¿y Bush?

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