El complejo industrial militar 2.0
Frida Berrigan
Tomdispatch.com
Traducido para Rebelión por Sinfo Fernández
17/09/08
En los más de siete años que dura ya la Guerra Global contra el Terror de George W. Bush, el Pentágono se ha visto envuelto en dos grandes guerras, en una guerra de palabras potencialmente explosiva con Teherán y en numerosos conflictos menores, y cada vez se siente más inclinado a que sean los contratistas privados del sector militar los que se las arreglen con todo.
Érase una vez en que los soldados hacían algo más que empuñar un arma. Recogían la basura. Cortaban el pelo y entregaban el correo. Reparaban aviones e inflaban neumáticos de camiones.
Eso se acabó ya. Todas esas tareas son ahora responsabilidad de las corporaciones de la defensa privada. Al servicio del Pentágono, sus empleados manejan también ordenadores, escriben códigos de software, crean sistemas de integración, forman a técnicos, fabrican y se ocupan del manejo de armas de última tecnología, de comercializar municiones y de interpretar imágenes por satélite.
Gente de corbata y tacones, sin boinas ni fatigas, traducen hoy documentos, recogen información de inteligencia, hacen de intérpretes para soldados e interrogadores, aprueban contractos, elaboran informes para el Congreso y proporcionan supervisión para otros contratistas privados. También rellenan recetas, colocan prótesis y organizan terapias físicas y cuidados psiquiátricos. De arriba a abajo, la maquinaria de guerra del Pentágono no sólo está dirigida por esas corporaciones sino que también le proporcionan personal para cualquier tipo de servicio.
Consideren lo siguiente: En el año fiscal de 2005 (el último año del que se disponen datos), el Pentágono gastó más dinero en contratar servicios con las compañías privadas que en los suministros y equipamientos en sí, incluidos los sistemas más importantes de armamento. Esta cifra ha ido aumentando a toda velocidad a lo largo de los últimos diez años. Durante la última década, según un reciente informe de la Oficina de Contabilidad del Gobierno, la suma que el Pentágono ha pagado a las compañías privadas por sus servicios se ha incrementado en un 78% en términos reales. En el año fiscal de 2006, estos contratos de servicios totalizaron más de 151.000 millones de dólares.
Cada vez con mayor frecuencia escuchamos cómo generales y políticos al alimón se lamentan de la situación del ejército. Su conclusión: el desgaste natural de la Guerra Global contra el Terror del Presidente ha puesto al ejército al borde del precipicio. Pero los contratistas privados están tocando una melodía diferente. Piénsenlo de esta manera: Mientras el ejército no puede suministrarse adecuadamente, sus proveedores se están anotando contratos por valor multimilmillonario. Para ellos, es cuestión de dejar que rueden los buenos tiempos.
Las diferencias que marca una guerra
Como nos preparamos ya para concluir el libro sobre la presidencia Bush, merece la pena explorar y ver, justo ahora, cómo en los últimos siete años la larga Guerra contra el Terror ha ayudado a construir una nueva y privatizada versión del Pentágono. Llámenlo Complejo Militar Industrial 2.0.
Consideren el año fiscal 2001, que terminó convenientemente en septiembre de ese año. Sirve para captar, como buen horizonte de fondo anterior a la Guerra contra el Terror, cómo el Pentágono ha venido ampliando desde entonces sus relaciones con los contratistas privados y cuánto les está pagando ahora.
Retrocedamos a aquella época, los diez proveedores más importantes del Pentágono se repartían unos 58.700 millones de dólares en contratos del Departamento de Defensa (DoD), además de un total de 144.000 millones de dólares que iban a parar a los 100 contratistas más importantes del Pentágono. El número 100 en la lista lo ocupaba el Grupo Carlyle, con 145 millones de dólares en contratos. No olviden tener en mente que ese era el precio de la “defensa” de una nación sin ninguna superpotencia rival.
Rebobinando hasta el 2007, las diez compañías más importantes en la lista de contratistas privados del Pentágono compartían 125.000 millones de dólares en contratos del DoD, de un total de 239.000 millones compartidos entre los 100 contratistas más importantes. El menor de los contratos, de entre esos 100 principales, se concedió a ARINC y alcanzó la cifra de 495 millones de dólares.
Es decir, que en estos siete años los contratos que han ido a parar a las 10 empresas de contratistas más importantes se han más que doblado, el tamaño del pastel de los desembolsos se incrementó en dos terceras partes y el contrato más pequeño entre las 100 más importantes se cuadruplicó.
Igual de revelador es que en 2007, casi la mitad de las compañías de la lista de las 100 más importantes del Pentágono no estaban siquiera en esa lista siete años antes, incluida McKesson, que se llevó la considerable cifra de 4.600 millones de dólares en contratos, y MacAndrews and Forbes que cosechó 3.300 millones de dólares.
Aquí hay un hecho que da sentido a todo lo anterior: Teniendo en cuenta el espectro de servicios ofrecidos y el nivel de integración que se ha producido ya entre el Pentágono y esas compañías privadas, Estados Unidos ya no puede emprender una guerra, ni siquiera pagar nóminas, sin ellas.
Estos han sido buenos tiempos para los contratistas de la defensa aunque no tanto para el ejército mismo. Desde septiembre de 2001, muchas compañías han dado un salto espectacular desde no recibir contratos del Pentágono, o sólo contratos por unos pocos millones, a asignaciones en el ámbito de los miles de millones de dólares. Aquí van unos cuantos retratos de las compañías que están viviendo un boom mientras el ejército se va al garete.
URS Corporation: Esta firma de servicios técnicos, ingeniería y construcción tiene su sede en San Francisco y emplea a más de 50.000 personas en 34 países. Es una firma que se mantiene del sector público, que fue recientemente adquirida por el Washington Group International y que obtuvo numerosos contratos de reconstrucción en Iraq. Más del 40% de los ingresos de la compañía (5.400 millones de dólares en 2007) provenían del gobierno federal. Entre 2001 y 2007, sus contratos con el Pentágono se incrementaron más de mil veces (en un 1.400%), desde 169 millones a 2.600 millones de dólares.
URS empezó la Guerra contra el Terror con el número 91 en la lista de los 100 mejores del Pentágono. Ahora tiene el número 15
Electronic Data Systems Corporation: Fundada por el disidente Ross Perot, EDS es una compañía de servicios tecnológicos globales con sede en Plano, Texas. En marzo, el Pentágono le concedió un contrato por 179 millones para proporcionar servicios de apoyo tecnológico e información al Defense Manpower Data Center del Pentágono, su archivo central de todo tipo de datos sobre personal, mano de obra y víctimas, pagos y tramitaciones, así como toda la gama de información financiera. La compañía –que emplea a 139.000 personas en 65 países- alardeó de 22.100 millones de dólares de ingresos en 2007. El gigante de ordenadores HP compró EDS en agosto pasado.
En 2001, la compañía ocupó el puesto 71 en la lista de los mejores del DoD, con 222 millones en contratos. En 2007, había subido al número 16 con 2.400 millones de dólares en contratos, un aumento de casi el 1.000%.
Harris Corporation: Esta compañía tecnológica de comunicaciones e información tiene su sede en Melbourne, Florida, y da empleo a 16.000 personas. Harris alardeó de haber tenido ingresos por 4.200 millones de dólares en 2007, con más de la cuarta parte de los mismos (1.600 millones) procedentes de las compras del Pentágono de instalaciones y capacidades electrónicas, como los sistemas de radio de alta frecuencia Falcon II.
Cuando empezó la Guerra contra el Terror, Harris tenía una modesta cifra de 380 millones de dólares en contratos con el Pentágono (y era la número 43 en la lista de las 100 principales); pero durante los últimos años ha mejorado su rango a toda velocidad y ahora ocupa el número 30.
KBR: Aprovechando el sistema
La primera vez que en EEUU se escuchó la frase “complejo industrial militar” fue durante el discurso de despedida del Presidente Dwight David Eisenhower el 17 de enero de 1961. Cuando dejó su puesto, nuestro último general convertido en presidente advirtió que la “conjunción de un inmenso establishment militar y una gran industria de armamento es algo nuevo en la experiencia estadounidense” y su influencia “económica, política, incluso espiritual”- se siente en cada ciudad, en cada capitolio, en cada oficina del gobierno federal….
“Debemos protegernos en los consejos de gobierno de la adquisición de influencias indeseables, ya sean buscadas o no, del complejo industrial militar. El potencial para que se produzca un aumento desastroso e inapropiado de poder existe y seguirá existiendo”.
Sí, el comentario de Ike sigue siendo aplicable en los últimos 47 años en muchos sentidos, el Complejo Industrial Militar (MIC, en sus siglas en inglés) que describió ha evolucionado de forma alarmante y masiva. Actualmente, hace algo más que ejercer influencia; ha creado una dependencia sin parangón y unos beneficios sin comparación.
KBR puede muy bien ilustrar lo que esto significa en la práctica; KBR es una compañía privada que no publica informes trimestrales. Sin embargo, su reciente historia proporciona una lección objetiva de lo que el MIC 2.0 puede hacer por la rentabilidad de un contratista privado.
KBR ha seguido de cerca cada paso del caminar del ejército militar estadounidense durante la invasión y ocupación de Iraq: primero como Kellogg Brown and Root, una filial de Halliburton (de la cual Dick Cheney había sido director ejecutivo), y después como KBR, una compañía independiente. Ha hecho, en efecto, su fortuna corporativa a partir de los nefastos “contratos con reembolso de costes” y “sin licitación” del Pentágono. Desde diciembre de 2001, KBR ha estado trabajando para el Pentágono bajo el Logistics Civil Augmentation Program (LOGCAP, en sus siglas en inglés), un acuerdo multimilmillonario en dólares que garantiza a la compañía beneficios mediante el reembolso de costes, sin acordar previamente precio alguno, por el cumplimiento de las tareas contratadas.
Ese enorme contrato se concedió sin tener en cuenta las exigencias del mercado competitivo. Su naturaleza, “sin licitación”, fue una señal de que KBR no era precisamente un contratista corriente del Pentágono. Una segunda señal fue que el Pentágono aceptase el acuerdo de reembolso de costes. Una rareza en el mundo de los negocios, “reembolso de costes” significa que cuanto más cueste un trabajo, más beneficios van a parar a los bolsillos de la compañía. El profesor Steve Schooner, un experto en contratos de la Facultad de Derecho de las Universidad George Washington, comentó: “Nadie, en su sano juicio, se metería en un contrato que básicamente dice: “Piensa en todas las formas creativas que quieras para gastar mi dinero, y cuanto más gastes, más feliz estaré”. Bajo este contrato, el Pentágono ha repartido 20.000 millones de dólares entre KBR para que construya y gestione instalaciones para el personal militar en Iraq y proporcione alimentos y otras necesidades a las tropas estadounidenses que allí están.
Irónicamente, el Pentágono no está obteniendo aquello por lo que pagó… ni por lo más remoto. Las actividades fraudulentas de KBR han supuesto, según la Oficina de Contabilidad del Gobierno: un fracaso total a la hora de dar cuentas de forma adecuada sobre los más de mil millones de dólares en fondos contratados; el arrendamiento de vehículos para uso del personal de la compañía por un monto de hasta 125.000 dólares al año (a pesar del hecho de que esos vehículos se podían haber claramente comprado por 40.000 dólares o menos); la compra de objetos lujosos innecesarios tales como toallas con monogramas para su uso en las instalaciones de recreo de la compañía destinadas al personal militar; sobrecargar el precio del fuel comprado en Kuwait y llevado a Iraq para uso militar; cargar a la cuenta del Pentágono el valor, aumentado tres o cuatro veces, de las comidas consumidas por el personal militar estadounidense; y suministrar agua contaminada a las tropas estadounidenses.
Todos estos abusos salieron a la luz gracias a las investigaciones del Congresista Henry Waxman (D-CA), de la propia Oficina del Inspector General del Pentágono, y de otros, pero Halliburton y su anterior filial se escaparon con poco más que un tirón de orejas, como fue la revocación del contrato de suministro de fuel y del contrato exclusivo LOGCAP de KBR para Iraq. Este contrato fue recientemente dividido en tres partes y sacado a licitación. Sin embargo, a KBR se le permitió presentarse a la misma, y ahora está compartiendo el contrato con Dyncorp y Fluor Corporation. Cada compañía ha recibido un contrato por 5.000 millones de dólares que incluye nueve posibilidades de renovación al año, lo que podría representar, en total, hasta 150.000 millones de dólares, según Dana Hedgpeth, del Washington Post.
El más reciente de los muchos puntos en contra de KBR se produjo cuando varios miembros del Congreso e investigadores la acusaron de que el poco cualificado trabajo de electricidad efectuado por los empleados de la compañía en las duchas de las bases militares habían provocado la muerte por electrocución de 16 soldados estadounidenses.
Para entender lo que significa para el Pentágono la privatización en marcha, consideren sólo un modesto ejemplo de la corrupción que infecta KBR y de cómo se ha abordado el mismo. En 2004, la compañía presentó una serie de solicitudes de reembolso por más de mil millones de dólares en cargos que los auditores del Ejército calificaron de “cuestionables”, en parte porque no estaban respaldados por documentación fiable. Charles Smith, el oficial del ejército que se encargaba de los contratos del Pentágono, se negó a aprobar los pagos y amenazó con imponer multas a la compañía si no conseguía controlar mejor sus gastos. Posteriormente, declaró a James Risen, del New York Times, que KBR tenía “una cantidad gigantesca de pagos que no podía justificar. En última instancia, el dinero que estaba yendo a parar a manos de KBR era dinero que se le estaba quitando a las tropas”.
A pesar de sus 31 años en el Ejército, y sin que casi se diera cuenta, Smith fue trasladado de su puesto, mientras que los pagos requeridos eran posteriormente enviados a KBR. Según el New York Times, el Ejército argumentó que “bloquear los pagos a KBR habría dañado los servicios básicos prestados a las tropas. Dijeron que KBR había advertido que si no se le pagaba, reduciría sus pagos a los subcontratistas, lo que a su vez provocaría un recorte en los servicios”.
Es decir, el Pentágono –a cargo de cientos de miles de millones de dólares y más de un millón de personas con o sin uniforme- era básicamente prisionero de una compañía que amenazaba con negar servicios que (para ser sinceros) habían sido de muy mala calidad desde el principio.
El senador Robert Byrd (D-WV) vio claro el problema: “Hemos pasado a depender de compañías que sólo buscan su beneficio para satisfacer las necesidades diarias de alimentar y albergar a nuestras tropas, [y] para desempeñar una miríada de otras funciones de la misión, incluyendo la seguridad. Esta clase contratos han abierto la puerta para que cada gestor se sirva del sistema para maximizar beneficios”.
Y ya lo creo que se sirven del sistema. Por ejemplo, la clase de corrupción que parece ser endémica en KBR ha creado a su vez un rentable nuevo mercado para otro tipo de corporaciones militares privadas, las especializadas en supervisión y contabilidad.
Después de que el ejército sustituyera a Smith, alquiló los servicios de la RCI Holding Corporation para que revisara los archivos de KBR. Smith dice que la compañía privada “funciona con estimaciones, utilizando los datos, muy poco consistentes, que le proporciona KBR”, mientras que ignora toda la información de auditoría reunida por el Pentágono. Pero a KBR se le concedieron posteriormente pluses de alto rendimiento y una parte de ese nuevo contrato por diez años con el Ejército, SERCO (la compañía originaria de RCI Holding) recibía también un nuevo contrato: para continuar supervisando los contratos de KBR.
Y así la dependencia engendra dependencias más profundas, mientras que la corrupción, la incompetencia y la más insensible de las indiferencias se va arraigando cada vez más en la vida militar.
Durante su primera campaña presidencial, George W. Bush identificó a Cristo como su filósofo político favorito. Pero como primer Presidente estadounidense con un master en Administración de Empresas (y nada menos que de Harvard), ha hecho un trabajo mucho mejor al aplicar el principio de ante todo el beneficio de Donald Trump y Jack Welch en vez de tomar el ejemplo del hombre de Galilea que prometió riquezas a los hombres ricos en el cielo una vez que hubieran vendido todas sus propiedades y las hubieran repartido entre los pobres en la tierra. Como presidente, Bush ha llevado al Despacho Oval la visión de que las corporaciones no pueden equivocarse y le ha dado al sector privado, con toda rapidez, un reino de grandes libertades en vez de ocuparse del conjunto de servicios y obras públicas. Actualmente, el sector militar se apoya enormemente en las corporaciones privadas para llevar a cabo lo que solían ser sus funciones básicas, desde la guerra a la ayuda en caso de desastre, hasta a lavar los platos. KBR es sólo un ejemplo multimilmillonario en dólares del legado de la presidencia de George Bush.
Más allá de Blackwater: Acumulando mercenarios en el Pentágono [*]
El nuevo complejo 2.0 emplea habitualmente a compañías cuyo trabajo consiste en enviar mercenarios armados al campo de batalla junto a los soldados estadounidenses, o a proteger a los diplomáticos y altos oficiales del ejército de EEUU. Combatir en las guerras de alquiler se ha convertido, desde 2001, en parte esencial del modus operandi del Pentágono, y el empleado de Blackwater disparando por Bagdad con vestimenta Kevlar, kafiyah y amplias gafas de sol es el símbolo supremo del nuevo momento.
Pero hay otra dimensión del incremento de la era privatizadora de Bush en el Pentágono a la que se ha dedicado mucha menos atención: Las firmas militares privadas están también haciendo el trabajo administrativo de la guerra. Según un informe de la GAO de marzo de 2008: “Additional Personal Conflict of Interest Safeguards Needed for Certain DoD Contractor Employees”, en los despachos de todo el Departamento de Defensa se han instalado, en cifras alarmantes, cubículos de mercenarios que trabajan hombro con hombro con el personal militar uniformado y con los empleados federales.
La Oficina de Contabilidad del Gobierno (GAO, en sus siglas en inglés) miró en 21 despachos distintos del Pentágono y se encontró con que los contratistas privados superaban en más de la mitad a los empleados del DoD. En el departamento de ingeniería de la Missile Defense Agency, por ejemplo, los empleados de los contratistas privados representaban más del 80% de la fuerza laboral. La GAO se encontró con que los contratistas eran responsables del desarrollo de una amplia gama de tareas y que no estaban sujetos a las leyes y regulaciones federales diseñadas para impedir los conflictos de intereses, incluyendo las normas que conciernen al personal que quiere conseguir puestos como empleados federales en las compañías a las que se habían concedido contratos.
Otro informe de la GAO de 2008 aconsejaba al Centro de Excelencia de Contratación del Ejército que los contratistas privados no superaran el 20% de la fuerza de trabajo. Sin embargo, el coste medio de la hora de un empleado de un contratista privado estaba más de un 26% por encima de la de un empleado del gobierno. Pueden encontrarse similares disparidades en los pagos de forma aún más escandalosa en Iraq, donde a un soldado se le paga poco más del salario mínimo, mientras que un contratista militar privado puede muy bien ganar más de 100.000 dólares al año, libres de impuestos.
Para apreciar el contraste supremo en la privatización militar, obsérvese lo siguiente: Al testificar en una vista del Congreso en julio, el director ejecutivo de Blackwater Erik Prince ofreció una estimación aproximada de su salario anual: “más de un millón”. Y le aseguró al Congresista Peter Welch (D-VT) que “volvería” con una cifra más exacta. Welch señaló en aquel momento que el General David Petraeus –entonces responsable de más de 160.000 soldados estadounidenses en Iraq- ganaba 180.000 dólares al año.
Privatizando en lo más alto
Una vez que las compañías privadas asumen las tareas militares y las propias de una guerra, ¿dónde se detiene el asunto? No es común, por ejemplo, que una compañía alquilada para realizar un servicio para el Pentágono subcontrate una parte de sus tareas a otra compañía, que a su vez puede subcontratar parte de las mismas a una tercera. ¿Quién se ocupa de controlar todo eso? Cuando hacen algo mal, ¿quién es el culpable?
Una reciente investigación de Craig y Marck Kielburger, cofundadores canadienses de la ONG Free the Children, y del periodista Chris Mallinos, de Toronto, hallaron que KBR había subcontratado a más de 200 firmas diferentes –muchas de ellas con sede en Kuwait- para transportar materiales a Iraq.
El resultado fue éste: Estados Unidos ha acabado pagando a compañías que se dedican a esclavizar a filipinos, a ciudadanos de Sri Lanza y a otros “nacionales de terceros países” para que lleven suministros a Iraq. En un reciente artículo de Epoch Times, el trío narró una serie de misiones de reconocimiento hasta Kuwait para entrevistar a docenas de hombres filipinos y surasiáticos “reclutados para Oriente Medio con la promesa de buenos trabajos, sólo para acabar siendo alquilados por las compañías de transporte kuwaitíes que van y vienen de Iraq”. Un filipino describió cómo Jassin Transport y Stevedoring Company –uno de los sub-subcontratistas de KBR- le quitó el pasaporte, anuló el contrato que había firmado en Filipinas y le entregó un nuevo contrato escrito en árabe. A los empleados se les “daba un ultimátum: o firmaban o se largaban”. Entonces les entregaban las llaves de camiones, tractores y trailer sin blindar y les decían que condujeran velozmente por carreteras famosas por su peligrosidad. Los autores concluían que esas compañías “violaban abiertamente las leyes laborales de EEUU al utilizar mano de obra barata importada, retener los pasaportes de los empleados y albergar a los trabajadores en condiciones infames”.
Oficialmente, se supone que nada de eso está ocurriendo. Filipinas, Nepal y otros países prohíben que sus ciudadanos acepten trabajos en Iraq. En 2006, el Departamento de Defensa emitió normativas más estrictas prohibiendo esos tráficos de trabajadores, y KBR y otras compañías prometieron que sus subcontratistas seguirían las leyes laborales locales. Pero con normativas o no, la verdad es que el Pentágono no controla realmente nada del proceso, y los sub-sub-subcontratos es una forma de hacer mucho dinero en lugares como Iraq.
Oh… y a pesar de las vistas, investigaciones y legislación, el Congreso tampoco controla nada. En un intento de enfrentarse a la privatización del ejército, por ejemplo, el Comité para la Política Democrática del Senado celebró un total de diecisiete vistas sobre despilfarro, fraude y corrupción en Iraq. El Representante del Comité para la Reforma y Supervisión Gubernamental, Henry Waxman, representó el papel de respetable mosca cojonera del Congreso. Las vistas celebradas tanto en el Congreso como en el Senado han sido fascinantes, algunas veces espeluznantes, dentro del teatro de Beltway, pero la posterior legislación creada para adecentar los informes y supervisiones del Pentágono, ajustar enormes lagunas jurídicas en la contabilidad, criminalizar el fraude y poner freno a algunos de los peores abusos de los contratistas privados ha probado ser bien intencionada pero desesperadamente débil e ineficaz en la práctica.
¿Está el MIC 3.0 en nuestro futuro?
El Presidente Bush dejará el poder vanagloriándose de que Estados Unidos tiene la maquinaria militar más profesional y poderosa del mundo. Hemos pagado muy caro por esa maquinaria en los últimos siete años y pico. Desde 2001, la factura por todo eso podría superar los 3.800 billones de dólares, más otros 900.000 millones en marcha hacia Iraq, Afganistán y algún lugar más.
Y si la maquinaria militar estadounidense es ahora descomunal y asombrosamente cara, es también tanto más propensa a descomponerse en un mundo más peligroso e inestable. Por eso piensen que el legado que nos deja George W. Bush con un Pentágono tan inflado que hace imposible que se le reconozca, e inutilizado por su dependencia de las corporaciones militares privadas.
Y en cuanto al legado de Bush a la Lockheed Martins, las KBR y toda la tropa de las “100 más importantes”, se ha ido tal cantidad de dinero hacia ellas que es imposible calcularlo, lo suficiente para dejarlas a todas trabajando duro en aras al Complejo Militar Industrial 3.0. Naturalmente, quieren asegurar que el dinero va a seguir derramándose en su siempre ascendente maquinaria de guerra, no importa quién asuma el poder en la Casa Blanca en 2009.
N. de la T.:
[*] Sobre el tema de la privatización de la guerra en Iraq, puede consultarse también información reflejada en su día en:
http://www.nodo50.org/csca/
http://www.nodo50.org/csca/
Frida Berrigan es Asociada del Programa de Investigación de la America Foundation’s Arms and Security Initiative. Es columnista de Foreign Policy in Focus y editora colaboradora de “In These Times”. Es autora de informes sobre tráfico de armamento y derechos humanos, la política de armas nucleares de EEUU yla política interior de defensa y misiles de EEUU y armas espaciales. La parte primera de su serie sobre el Legado de Bush al Pentágono se recoge en Tomdispatch.com “Entrenched, Embedded and Here to Stay” y puede leerse aquí. Puede contactarse con ella en: berrigan@newamerica.net
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