Llegó el colapso financiero, ¿ya nada será igual?
Isidro López
Observatorio Metropolitano/Diagonal Periódico
02/10/08
Los estados acuden al rescate del gran capital
Rara vez se concentra en tan poco tiempo una avalancha sucesiva de quiebras y amenazas de quiebra de las mayores instituciones financieras seguida de una colosal intervención estatal, pero ¿vivimos realmente un cambio?
Durante las últimas semanas, la catarata de acontecimientos ha tenido una apariencia reconfortante (¿a quién no le gusta que se vaya al cuerno un banco de inversión ?), unida a un fondo trágico (cada inyección de dinero público implica más dificultades para los que menos tienen). Pero más allá de las sensaciones conviene mirar el efecto de estas medidas.
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La toma del Estado
La evidente excepcionalidad de estas medidas ha sido amplificada por muchas interpretaciones grandilocuentes, a derecha y a izquierda, que dan por terminada una época de no intervención de los Estados en los procesos económicos. En su mayor parte, estas interpretaciones de “gran calado”, antes que fundamentar en qué consiste la importancia histórica del momento, transmiten una sensación de sorpresa al comprobar que el mundo no es como lo ha contado la retórica neoliberal. En efecto, si algo quedó claro durante estas semanas es que los mercados financieros no generan más que riqueza ficticia, que se desmorona a la misma velocidad que se crea, y que el Estado es una pieza clave para que los mercados financieros dominen la actividad económica y, a través de ella, la vida social. Que este proceso se haga más visible, agónico y desproporcionado no lo convierte en una ruptura histórica.
Como ha venido explicando el historiador económico Robert Brenner, lo sustantivo de la época neoliberal desde mediados de los ‘90 no ha sido la no intervención del Estado en los mercados, sino la puesta de las políticas de Estado al servicio de las necesidades del capital financiero. La decidida apuesta de los sucesivos gobiernos españoles por las políticas orientadas a inflar hasta lo indecible la burbuja inmobiliaria, en muchos casos con subvenciones directas, ha situado al Estado español al frente de este proceso, junto a EE UU o el Reino Unido. Esta rendición del Estado a los intereses del sector financiero se ha consolidado sobre la base de un intercambio que ahora se revela en toda su demencialidad : el Estado garantiza los beneficios al sector financiero desregulando ciertos ámbitos y regulando muy estrictamente otros y, cada vez más, promoviendo una extensión de las finanzas en el cuerpo social a través de instrumentos financieros privilegiados, como fondos de pensiones o hipotecas. Como contrapartida, las instituciones financieras han utilizado la varita mágica de sus complejísimos productos para convertir la deuda personal y familiar en riqueza y, aún más importante, en niveles de demanda, la fuerza motriz del crecimiento económico, que unos salarios archidegradados en su poder adquisitivo no pueden ni soñar con mantener. Este intercambio ha producido simultáneamente un fuerte crecimiento a corto plazo y un amplio consenso social acerca de la idoneidad de estas políticas, sólo roto por aquellos que percibían sus enormes costes económicos, sociales y ecológicos.
El fin del espejismo
En estos días asistimos a la transformación acelerada de la riqueza ficticia que generan los activos financieros en deudas bien reales. Las instituciones estatales intervienen en esta situación mediante un reparto en el que la gran mayoría de la sociedad asume esta deuda, bien directamente a través del tipo de interés incrementado, bien indirectamente a través del gasto público necesario para mantener a flote el sistema financiero o, en el caso español, al sector inmobiliario.
La otra cara de la moneda es la aceleración de la transferencia de riqueza real, el producto social, a los mercados financieros para que la formación de beneficios y rentas de capital no registre grandes caídas. Es decir, como bien anticipó el economista George Dumenil, eso que se ha venido identificando con el neoliberalismo (privatizaciones, desregulación, control salarial, etc.) no es un conjunto de prácticas económicas coherentes, sino un orden político que se vale, con una notable eficacia, de una política económica que se subordina a un salvaje dominio de clase. Por lo visto hasta ahora, las últimas intervenciones, aunque erosionen visiblemente algunos de los dogmas neoliberales, refuerzan más que debilitan este sometimiento de la mayoría de la sociedad al poder del sistema financiero y a las minoritarias clases sociales que lo controlan.
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