Carta de un refugiado palestino del Nakba, después de 60 años
Suhail Hani Daher Akel
www.suhailakeljerusalem.com
15/05/08
El exilio y el desarraigo violento es horrible. Es la mayor degradación que sufre un ser humano. Pasaron 60 años, y al parecer, el mundo aún no percibió en su magnitud la profunda tragedia sufrida por nuestro pueblo palestino, por los míos, en la que me incluyo.
El peso de la historia se volvió en pesadilla. La fuerza del dolor caló nuestros cuerpos. Fuimos convidados de piedra y simples observadores. La muerte y la destrucción formó parte de la fotografía familiar diaria, sellada en la mente durante las ultimas seis décadas.
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Éramos un pueblo con precarios documentos de identidad firmados por extranjeros. Un pueblo simple de agricultores, ganaderos, hombres de manos curtidas y mujeres generadoras de vida. Nuestros antepasados, por generaciones sembraron nuestras raíces durante estos miles de años y nos conservaron en la memoria las veintisiete invasiones sufridas desde 1515 aC., en las que no pudieron arrodillarnos.
En los albores del siglo veinte, muy lejos de nuestra tierra se escucharon sonar los incesantes tambores de guerra del mundo. No había porque preocuparse. Era ajeno a nosotros. Los ocupantes nos aseguraron resguardarnos. Confiamos. ¿Debíamos haber confiado? No.
Los poderes fluctuantes y las guerras europeas compartieron sus ambiciones sobre el holocausto de su gente. A partir de ese escenario de violencia, se proyectaron los objetivos. Muchos de los nuestros lo minimizaron y lo vieron como agua en el espejismo. Desde Europa, sobre las retóricas de la victimización, los sionistas con sus secretos a voces nos empezaron a colonizar.
Nuestros abuelos osaron soñar con la libertad. Ni aquellos otomanos enquistados desde 1517, ni los británicos enclavados a partir de 1917, lograron días adecuados para nuestra gente. Sus pactos espurios disolvieron las promesas. Los violentos europeos judíos ajenos a nuestra tierra ya estaban entre nosotros. Y hay quien dijo que llegaron para quedarse.
Momentos hostiles, cargados de conspiraciones y boicot. Humillaciones, muertes y destrucción pusieron fuego a nuestra dignidad. Mi familia, al igual que el resto de nuestro pueblo los coronó el desconcierto. En el crepúsculo de la realidad estábamos solos y desprotegidos. Las bandas del terror sionistas nos hicieron sentir el inhumano sabor de su fanatismo.
Nadie nos echó una mirada. Occidente impuso un nuevo orden internacional. En nombre de la comunidad mundial, Nüremberg erigió sobre las 21 sillas de sus criminales de guerra el altar de la ética. Entretanto, la crispación de la violencia se desprendió de su seno recalando en nuestra vapuleada tierra. Otro holocausto más silencioso se concibió. Comenzamos a ser victimas de las victimas.
Todo ardió cerca nuestro. Desde Safad a Beersheba y de Jericó al Mar Mediterráneo. Nuestros lugares sagrados para la humanidad, como Jerusalem, Haifa, Jaffa, Galilea, Safad, Nazareth, Belén y Gaza, estallaron en sus cimientos al igual que casi medio millar de nuestras aldeas. Las persecuciones y las masacres se multiplicaron. Ninguno se interesó por nuestras desesperadas voces. Comprendimos que los majestuosos sillones de las capitales del mundo no estaban de nuestro lado. Nos disgregaron.
Las turbias aguas de ese espejismo se desbordó y nos ahogó en su marea. Nuestra tierra llamada Palestina fue llevada al atril de una nueva organización mundial. La partieron al igual que nuestras esperanzas, nuestras vidas, nuestras ilusiones y nuestros sueños.
Les concedieron derecho y legitimidad a robarnos las aldeas, las ciudades, nuestras casas, los campos, el ganado, nuestras riquezas naturales y nuestros frutales. Violaron nuestros derechos humanos y se quedaron hasta con nuestros muertos, enterrados a lo largo de nuestra milenaria historia. El mayor latrocinio sufrido por toda una nación, que no guarda registros similares.
Al girar la mirada durante nuestro forzado exilio, nuestras retinas enardecieron al ver descender de los abarrotados viejos barcos a miles de judíos portadores de distintos idiomas, costumbres e idiosincrasias. Con nuestra tristeza, los vimos por las callejuelas de nuestra ocupada Jerusalem, festejando con saltos, cantos y bailes la creación de su Estado en la negra madrugada del 15 de mayo del ’48 sobre nuestra patria y nuestra tragedia. Europa, Estados Unidos y buena parte del mundo suspiraron satisfechos y aliviados por su atrevimiento de crear una nueva nación muy lejos de ellos. No hubo sudario para nuestras lagrimas.
Que fue de nuestra tierra, de nuestros seres queridos, de nuestro mar y de nuestro cielo. Que fue de aquella estrella de Belén, que marcó el nacimiento de uno de los nuestros hace dos milenios. Como quedó mi casa de piedra en la vieja Jerusalem. En mano de quien quedaron los norteños campos con higos y cabras de mi padre en cercanías de las fronteras del Líbano. Somos un pueblo. ¿Que hicieron con nosotros?. Faltaron las respuestas. Lacónicamente me llamaron refugiado, al igual que la mayoría de mi pueblo. Luego, “terroristas” y cuantos apelativos generaron sus mentes difamatorias.
Tampoco los líderes de mis hermanos árabes hicieron lo suficiente. Varios de ellos acordaron con Israel antes que éste se retire -al menos- de la tierra del ’67. Otros, se embriagaron con sus propias palabras.
Desde el exilio repasé el libro de la vida para calmar mi gnosis de los 60 años de nuestra Nakba. Fue asaz. Cuan vendaval del infierno, me encontré que Palestina, ya no estaba en los mapamundi y la llamaron Cisjordania; Jerusalem, nuestra capital desde los años del rey Melquisedec, la refirieron capital de otro país, y nuestro nombre...no importó mucho. En la reversa, nuestros antiguos limites se lo tallaron a un poderoso nuevo Israel en expansión, donde nadie dudó en llamarlo Estado y darle identidad a su gente. Comprimí el libro sobre mi corazón para licuar mis lagrimas y reflexionar.
Sesenta años, fue la mayor parte de mi vida. Sesenta años para un pueblo extirpado de su nación, es demasiado. Sesenta años deambulando por los túneles de la promesa y la indiferencia, golpea nuestra dignidad.
Por estas horas, con fuerte carga de dolor y desde el paciente sillón del exilio, leí con estupor en los titulares de los diarios como Israel tendió las alfombras rojas –similar al color de nuestra sangre- para recibir a decenas de lideres mundiales encabezados por el estadounidense George Bush, en los festejos de sus seis décadas, con los mismos cantos y bailes en la ocupada Jerusalem. Me resistí aceptar aquel dicho popular, que reza: “el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra.”
Tampoco pude evitar el abismo de los interrogantes. ¿Celebrar con una potencia ocupante?. ¿Brindar sobre el tsunami que barrió a nuestro pueblo entre 1948 y 1967, y la actual limpieza étnica?. ¿Conmemorar con una nación que en la practica nació sobre la base del terrorismo y continúa con su terrorismo de Estado?…Por momentos recordé los bíblicos latigazos fariseos que sangraron la espalda del crucificado.
Fenecí en la congoja al reparar que algunos de estos lideres -que restaron importancia a las seis décadas de nuestra Nakba- luego de los brindis se trasladaron a nuestra microscópica tierra de sufrimientos, muros, ghettos y apartheid para dejarnos sus migajas de solidaridad y prometernos a voces vivas un Estado. ¿Dónde?, si en mi Estado hay otro.
Mis rebeldes entresijos se siguieron potenciando en estos 60 años. ¿Porqué adulteraron nuestra historia?. ¿Cuanto tiempo más y cuantas de nuestras generaciones deberán pasar esperando el retorno definitivo a nuestro Estado?. ¿Que derecho les asiste para hacer morir a mis padres en el exilio y nacer a mis hijos en la diáspora?. ¿Porqué me obligaron abandonar mis muertos, mi hogar, mi ciudad Jerusalem?. ¿Que ley y que moral me impidió retornar como palestino a mi tierra?. Acaso, fue el deseo de Dios, cuando ellos nos hablaron de la “tierra prometida”. O también a Dios le mintieron.
En el ejercicio de la autocrítica no lo puedo disimular. Con mayor fastidio me detuve en el presente bajo la ocupación israelí y el doloroso desencuentro en el actual frente interno que nos opacó. Nunca pensé que nos atreveríamos. Exponer afecto por quienes nos aborrecen y hostigarnos entre nosotros, son los pasos en la tiniebla que avergüenzan. Sentí un fuerte desencanto.
Cuando me dispuse recordar a mi pueblo en los 60 años de mi Nakba (Catástrofe), intenté trazar uno más de mis acostumbrados artículos. Con antecedentes, cargados de fechas, indecentes frases de los sionistas, números y textos de leyes jurídicas internacionales, ejemplos y mapas de nuestro dolor y de nuestras perdidas. Sin embargo, una fuerza interior me impulsó abandonar el estructurado proyecto e implementar el derecho a la memoria personal. Narrar con mi pluma de refugiado una muy exigua parte de mi experiencia.
En el conjunto de las evocaciones del doloroso pentagrama de vida, atesoré mi sangre palestina con la que comencé a escribir ésta, mi carta; conserve mi partida de nacimiento en Jerusalem, Palestina, asegurando mi identidad y mantuve la vieja llave de la puerta de mi casa en Jerusalem, a la espera del retorno. Esto lo heredé en mi exilio y lo dejaré en herencia.
(*) Ex Embajador del Estado de Palestina en la Argentina / Mayo 2008
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