Anatomía de un desdoblamiento mental no resuelto en el “pueblo elegido”

Gilad Atzmon
Palestine Think Tank
Introducción y traducción de Manuel Talens para Cubadebate, Rebelión y Tlaxcala
15/05/08

Introducción

Sin prisa, pero sin pausa, Gilad Atzmon prosigue aquí su implacable deconstrucción de la ideología sionista imperante en el Estado “sólo para judíos” que es Israel.

Como suele ser habitual en sus escritos, Atzmon elude cualquier lenguaje panfletario que pudiera centrarse en la enumeración de la larga lista de atrocidades israelíes y echa mano, una vez más, de la filosofía hegeliana para diseccionar con su afilado escalpelo las razones psicológicas inconscientes que han llevado al sionismo –y a quienes lo practican– a un desdoblamiento de la personalidad en el que conviven sin problema el victimismo y la arrogancia.

El gran mérito de este músico y activista, que cuenta con la ventaja añadida de haber sido involuntariamente israelí antes de convertirse voluntariamente en palestino de lengua hebrea, es el de hacer comprensibles para cualquier lector algunas nociones filosóficas oscuras y, a continuación, el utilizarlas como arma dialéctica de combate.

De entrada, los lectores no deberían darse por vencidos ante conceptos hegelianos poco habituales en la literatura activista como la “conciencia de sí mismo”, el “otro” o la “dialéctica del amo y el esclavo”, pues una vez leídos con atención y asimilados, les abrirán las puertas de un demoledor análisis atzmoniano y podrán comprender, si es que aún no lo habían hecho, el cómo y el porqué del comportamiento supremacista israelí, fruto de su condición “superior” de pueblo bíblico elegido.-

Manuel Talens


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Según Hegel, para alcanzar la “conciencia de sí mismo” es necesaria la participación del “otro”. ¿Cómo soy consciente de mí mismo? Pues, por ejemplo, mediante el deseo o la cólera. A diferencia de los animales, que resuelven sus necesidades biológicas destruyendo otra entidad orgánica, el deseo humano es un ansia de reconocimiento.

En términos hegelianos, el reconocimiento se alcanza cuando uno mismo se dirige hacia un no ser, esto es, hacia otro deseo, otra vaciedad, otro “yo”, lo cual es algo que nunca puede lograrse por completo. “El hombre que desea humanamente una cosa no actúa tanto para poseer la cosa como para lograr que otro reconozca su derecho. Lo que fundamenta, realiza y revela un “yo” humano, un “yo” no biológico, es únicamente el deseo de dicho reconocimiento, únicamente la acción que fluye de tal deseo (Kojeve A., Introduction to the reading of Hegel, 1947, Cornell University Press, 1993, pág. 40). Si seguimos esta línea hegeliana de pensamiento, podremos deducir que, para alcanzar la “conciencia de sí mismo”, uno debe considerar a los demás. Mientras que una entidad biológica lucha por su continuidad biológica, un ser humano lucha por el reconocimiento.

Para comprender las implicancias prácticas de esta idea, veamos ahora la “dialéctica del amo y el esclavo”. El amo lo es porque lucha por demostrar su superioridad sobre la naturaleza y sobre el esclavo, el cual se ve obligado a reconocerlo como amo.

A primera vista, parece como si el amo hubiese llegado a la cima de la existencia humana pero, tal como se verá, no es así. Acabo de decir que los seres humanos luchan por el reconocimiento. El esclavo reconoce al amo como tal, pero el reconocimiento del esclavo tiene poco valor. El amo quiere que lo reconozca otro hombre, pero un esclavo no es un hombre. El amo quiere que lo reconozca un amo, pero otro amo no puede admitir en su mundo a otro ser humano superior. “En pocas palabras, el amo nunca consigue su objetivo, el objetivo por el que arriesga su propia vida”. De manera que el amo está en un callejón sin salida. Pero ¿y el esclavo? El esclavo se encuentra en un proceso de transformación, pues a diferencia del amo, que no puede ir más allá, él sí puede aspirar a todo. El esclavo está en la vanguardia de la transformación de las condiciones sociales en que vive. El esclavo es la encarnación de la historia, la esencia del progreso.

Una lección de dominio


Intentemos ahora aplicar la dialéctica original hegeliana del amo y el esclavo a la noción judía de “pueblo elegido” y de exclusividad. Mientras que el “amo” hegeliano arriesga su existencia biológica para convertirse en amo, lo único que arriesga el niño judío recién nacido es su prepucio: nace en el ámbito del dominio y la excelencia sin haber destacado (aún) en nada. El “otro” le otorga prestigio sin el requisito de ningún proceso de reconocimiento. De hecho, se supone que es Dios (no el “otro”) quien otorga el título de “elegido” a los judíos.

Si, por ejemplo, tratamos de analizar el conflicto israelo-palestino mediante el mecanismo hegeliano del reconocimiento, veremos la imposibilidad de cualquier diálogo entre ambas partes. Mientras que está muy claro que el pueblo palestino está luchando por el reconocimiento y lo declara a la menor oportunidad, los israelíes lo soslayan por completo, pues están convencidos de dicho reconocimiento, saben quiénes son: los amos que viven en su “tierra prometida”. Los israelíes se niegan a participar en el juego dialéctico de la “transformación del significado” y dedican todos sus esfuerzos intelectuales, políticos y militares a demoler cualquier sentido del reconocimiento palestino. La batalla de la sociedad israelí consiste en sofocar cualquier símbolo palestino que implique deseo, ya sea material, espiritual o cultural.

Lo sorprendente es que los palestinos se las estén arreglando tan bien en su lucha por el reconocimiento. Cada vez son más quienes empiezan a comprender la justicia de la causa palestina y el carácter inhumano del sionismo y de la política judía en general. Cada vez son más quienes establecen fácilmente lazos de empatía con el pueblo palestino y sus portavoces. Incluso la organización Hamás, despreciada por la mayoría de las instituciones políticas occidentales, se las está arreglando ahora para transmitir su mensaje. Por su parte, los israelíes se están quedando atrás en tales maniobras. Al ciudadano occidental de a pie le es casi imposible sentir simpatía por ellos. Mientras que un palestino le llega al corazón al pedirle que comparta su dolor y su sufrimiento, lo que le exige el portavoz israelí es que acepte su punto de vista, insistiendo en contarle un cuento histórico fantástico y repetitivo que se inicia en los tiempos bíblicos de Abraham, continúa con una serie de holocaustos y conduce en la actualidad a más derramamiento de sangre. Los israelíes –los amos– presentan siempre la misma historia despersonalizada. ¿Acaso pueden Abraham y el Holocausto justificar el comportamiento inhumano israelí en Gaza? La verdad es que no y la razón es muy sencilla: en general, ni Abraham ni el Holocausto ni los discursos históricos provocan sentimientos emocionales genuinos. Y, de hecho, el mundo político judío está tan desesperado por mantener sus argumentos que el último Holocausto se ha transformado ahora en un asunto que atañe al Código Penal. El mensaje es éste: “Ten cuidado, si pones en duda lo que afirmo terminarás entre rejas”. Es obvio que se trata de un acto de desesperación.

Según Hegel, el reconocimiento es un proceso dinámico, un saber que crece en el interior de uno mismo. Mientras que los palestinos utilizan los limitados recursos de que disponen para que los miren a la cara, a los ojos, para conducir a los demás a un proceso dinámico de reconocimiento mutuo, los israelíes esperan que los demás acepten ciegamente su discurso. Esperan que los demás cierren los ojos ante el hecho evidente de que, en Oriente Próximo, Israel es un agresor como ningún otro; un superpoder regional de ocupación; un Estado diminuto que utiliza armas nucleares, biológicas y químicas; un Estado de apartheid racialmente orientado que intimida y abusa de sus minorías a diario. Sí, los israelíes y sus grupos de presión que lo apoyan en todo el mundo quieren que los demás hagan caso omiso de estos hechos. Insisten en que son las víctimas, quieren que los demás aprueben sus políticas inhumanas sobre la base del interminable sufrimiento de los judíos.

¿Por qué razón la política judía se ha vuelto más agresiva que cualquier otra? Pues sencillamente porque desde la perspectiva política judía el “otro” no existe. Para el sionismo, el denominado “otro” es un objeto de uso, no un prójimo. Las relaciones internacionales israelíes y la actividad política judía sólo se entienden si se tiene en cuenta una grave ausencia del “mecanismo de reconocimiento”. La política israelí y judía, ya sea de izquierda, de centro o de derecha, se basa en un bloqueo y en una fijación del significado. Se niegan a considerar la historia como un flujo continuo, como un proceso dinámico, como un viaje hacia “uno mismo” o hacia la autorrealización. Israel y los israelíes se consideran a sí mismos ajenos a la historia. No progresan hacia la autorrealización porque tienen una identidad fija que mantener. En cuanto tropiezan con una situación complicada frente el mundo que los rodea, crean un modelo que adapta el mundo exterior a su chovinista y autocomplaciente sistema de valores. Ésa es la esencia del neoconservadurismo y del fantasmático y repugnante discurso judeocristiano imperante.

Por muy triste que pueda parecer, quienes no reconocen a los demás son incapaces de permitir que los demás los reconozcan a ellos. El tribalismo mental sionista de izquierda, centro y derecha sitúa a los judíos fuera de la humanidad, no equipa a sus seguidores tribales con el mecanismo mental necesario para reconocer al “otro”. ¿Por qué lo haría, si le ha ido tan bien así a lo largo de los años? La ausencia de la noción del “otro” trasciende cualquier forma reconocida de pensamiento humanista y sitúa a quien la padece fuera de la ética o la moral: desprovisto de moral, cualquier debate sionista se reduce a una simple lucha política con objetivos materiales y prácticos concretos por los que luchar.

Hegel puede iluminar todavía más esta saga. Si uno es consciente de sí mismo a través del “otro”, el “sujeto elegido” es entonces autoconsciente. Pero los israelíes ya eran amos al nacer. Por eso, como nacieron siendo amos, no practican ninguna forma de diálogo con el entorno humano que los rodea. Si he de ser justo con ellos, admitiré que su ausencia de mecanismo de reconocimiento no tiene nada que ver con sus sentimientos antipalestinos. En realidad, los israelíes ni siquiera se reconocen entre sí, como lo demuestra su larga historia de discriminación en el interior de su propio pueblo (los sefarditas, originarios de la península Ibérica y del norte de África, sufren discriminación a manos de la elite judía, de origen centroeuropeo). ¿Acaso son distintos los judíos progresistas? No. Al igual que los israelíes y, como suele suceder en cualquier otra forma de ideología tribal chovinista, los judíos progresistas se encierran en un discurso autoaislacionista que tiene poco o nada que ver con el “otro”. Por ello, de la misma manera que los israelíes se rodean de muros, las células judías progresistas viven en ciberguetos cada vez más hostiles frente al resto de la humanidad y de aquellos que, supuestamente, deberían ser sus camaradas.

Materialismo histórico

Cuando alguien no es capaz de establecer relaciones con su vecino sobre la base del reconocimiento del “otro”, debe buscar otra manera de iniciar el diálogo. Si no es capaz de iniciar un diálogo sobre la base de la empatía con el “otro” y de los derechos del “otro”, deberá buscar alguna manera de comunicar. Parece como si el método alternativo de diálogo “elegido” redujese cualquier forma de comunicación a un lenguaje materialista. Casi cualquier forma de actividad humana, incluido el amor y el placer estético, se puede reducir a valor material. Los activistas políticos “elegidos” tienen mucha práctica en este método de comunicación.

En fechas recientes, el escritor ultrasionista israelí A. B. Yehoshua se las arregló para encolerizar a muchos jefes étnicos judíos en la conferencia del Comité Judío Usamericano cuando afirmó: “Ustedes [se refería a los judíos de la diáspora] se están cambiando de chaqueta... Ustedes cambian de países como si fueran chaquetas.” Yehoshua fue objeto de muchas presiones tras su comentario y lamentó muy pronto su salida de tono. Sin embargo, lo que dijo no es ninguna originalidad, sino algo dolorosamente cierto.

Es evidente que algunos judíos políticamente orientados de la diáspora están inmersos en un diálogo muy productivo con cualquier núcleo hegemónico que surja. La crítica de Yehoshua dio en el blanco, pues cada vez que un país se convierte en superpoder global no pasa mucho tiempo antes de que una oleada de judíos integrados trate de infiltrarse en la elite que lo gobierna. “Si China llegase a convertirse en el superpoder del mundo”, advirtió Yehoshua, “los judíos usamericanos emigrarían a China para asimilarse allí en vez de en USA”. (http://www.amin.org/eng/uncat/2006/june/june30-1.html).

Hace unos diez años, en el momento álgido de la lucha legal entre instituciones judías muy importantes y el Switzer Bank, Norman Finkelstein dijo que lo único que quedaba del Holocausto judío eran diversas formas industriales de negociación económica para obtener compensaciones. Según Finkelstein, todo era cuestión de beneficios. Lejos de mí el criticar las compensaciones, pero según parece hay gente que convierte rápidamente en oro su dolor (vale la pena señalar que el dolor, además de en oro, puede también transformarse en otros valores, morales o estéticos). Sin embargo, la posibilidad de transformar el dolor y la sangre en dinero es el eje en torno al cual gira el falso sueño israelí de que el conflicto con los palestinos, en especial en lo que respecta al problema de los refugiados, se puede resolver. Ahora ya sabemos dónde se origina esta suposición: los israelíes, así como las principales instituciones judías, están convencidos de que si alcanzaron felizmente un acuerdo económico con los alemanes (o con los suizos, tanto da), los palestinos serían igualmente felices vendiendo sus tierras y su dignidad. ¿Por qué han llegado a tan extraña convicción? Pues porque saben mejor que los palestinos lo que éstos quieren de verdad. ¿Y por qué lo saben? Porque los israelíes son brillantes, son el pueblo elegido. Además, el sujeto elegido ni siquiera trata de acercarse al ser humano que hay en el “otro”. Sesenta años después de la Nakba –la expulsión masiva de los palestinos autóctonos– la mayor parte de los israelíes y judíos del mundo no han empezado a reconocer la causa palestina ni, mucho menos, a mostrar la menor empatía hacia ella.

Cuando uno habla con israelíes sobre el conflicto, uno de los argumentos que esgrimen con mayor frecuencia es éste: “Cuando nosotros (los judíos) vinimos aquí (a Palestina), ellos (los árabes) no tenían nada. Ahora tienen electricidad, trabajo, automóviles, servicios médicos, etc.” Se trata, obviamente, de una incapacidad de reconocer a los demás. La imposición del propio sistema de valores al “otro” es algo típico del colonialismo chovinista. En otras palabras, los israelíes esperan que los palestinos compartan la importancia que ellos dan a la adquisición de riqueza material. “¿Por qué el otro debe compartir mis valores? Pues porque yo sé que eso es bueno. ¿Y por qué sé que es bueno? Porque soy el mejor.” Este enfoque arrogante y totalmente materialista es la piedra angular de la posición israelí sobre la paz. Los ejércitos israelíes lo llaman “el palo y la zanahoria”. Todo hace suponer que, cuando se refieren a los palestinos, en realidad piensan en conejos. Pero por muy raro o trágico que parezca, el movimiento ultraizquierdista israelí Mazpen no era categóricamente distinto. Por supuesto, tenían sueños revolucionarios de laicidad para el mundo árabe. Por supuesto, sabían lo que era bueno para los árabes. ¿Y por qué lo sabían? ¿Lo adivinan ustedes? Pues porque eran exclusiva y chovinísticamente inteligentes. Eran los marxistas del pueblo elegido. Por eso nadie se extrañó cuando, con el tiempo, el legendario movimiento “revolucionario” Mazpen y los neoconservadores se unieron en un único y catastrófico mensaje: “Sabemos mejor que vosotros mismos lo que os conviene”.

Tanto los sionistas como los judíos izquierdistas tienen un “nuevo sueño de Oriente Próximo”. En la vieja fantasía de Simón Peres, la región habría debido convertirse en un paraíso económico cuyo centro sería Israel. Los palestinos (y los demás Estados árabes) proporcionarían la mano de obra barata que necesitan las industrias israelíes (las cuales representan a Occidente). A su vez ellos, los árabes, ganarían dinero y se lo gastarían comprando artículos israelíes (occidentales). En el sueño judeoprogresista, los árabes abandonan el islam, se vuelven marxistas cosmopolitas (judíos de la Europa del Este) y se suben al carro de la revolución mundial. El sueño de Peres es penoso, pero la versión judeomarxista es casi un chiste.

Todo hace suponer que, en el sueño sionista, Israel establecería una doble coexistencia en la región, donde los palestinos serían los eternos esclavos y los israelíes sus amos. En el sueño judeoprogresista cosmopolita, una Palestina roja establecería una doble coexistencia en la región, donde los palestinos serían los eternos esclavos de una remota ideología eurocéntrica. Desde luego, si es que existe una diferencia categórica entre ambas ideologías judeocéntricas, yo no la veo.

Sin embargo, según Hegel, es el esclavo quien hace avanzar la historia, quien lucha por su libertad. Es el esclavo quien se transforma y el amo quien termina por desaparecer. Según la lógica hegeliana, tenemos buenas razones para creer que el futuro de la región pertenece a los palestinos, a los iraquíes y al islam en general. Una manera de explicar por qué Israel hace caso omiso de este conocimiento de la historia tiene que ver con la disociación mental existente en el pensamiento exclusivista del “pueblo elegido”.

Bienvenidos al mundo de los locos

El 22 de noviembre de 2000, durante un debate en la Cámara de los Comunes británica, el doctor Mustafa Barghouti, médico palestino que vive y trabaja en la Cisjordania ocupada, definió a Israel como una entidad que “trata de ser David y Goliat al mismo tiempo”, lo cual, según él, es algo imposible. También afirmó que “Israel es probablemente el único Estado que bombardea un territorio que está ocupando”. Barghouti encontraba esto muy extraño, incluso grotesco. ¿Es muy extraño ser David y Goliat al mismo tiempo? ¿Es muy extraño que uno destruya lo que posee? No lo es si uno está loco. La ausencia de imagen especular (es decir, de la capacidad de verse uno mismo a través de los demás) puede conducir a las personas, tanto como a las naciones, a realidades extrañas. La ausencia de un marco que permita distinguir la propia imagen y corregir sus deformaciones parece ser algo muy peligroso.

La primera generación de líderes israelíes (Ben Gurion, Eshkol, Meir, Peres, Begin) creció en la diáspora, principalmente en la Europa del Este. El hecho de ser judío y de vivir en un entorno que no lo es hace que la persona desarrolle un nítido conocimiento de sí misma e impone un cierto grado de especularización. Además el sionismo inicial estaba ligeramente más desarrollado que las otras formas de política tribal judía, y ello por la sencilla razón de que había surgido para transformar a los judíos en un “pueblo como los demás pueblos”, lo cual exige un mínimo de especularización. Sin embargo, eso no bastó para frenar los actos agresivos israelíes (por ejemplo, Deir-Yassin, la Nakba, Kafer Kasem, la guerra del 67, etc.), pero sí fue más que suficiente para enseñarles una lección de diplomacia. A partir de 1996, los líderes ya nacidos en Israel (Rabin, Netanyahu, Sharon, Barak, Olmert) lo han convertido en el Estado del “pueblo elegido”. Mientras que al principio estaban imbuidos de una intensa y tradicional ansiedad judía, conforme fueron creciendo ésta se vio suplantada por el legado del “milagro de 1967”, acontecimiento que convirtió algunas de las ideologías “elegidas” en una farsa mesiánica. Esta obsesión con el poder absoluto exacerbada por la ansiedad judía, junto con la ignorancia del “otro”, han dado lugar a una esquizofrenia colectiva epidémica, de pensamiento y de acto, a una grave pérdida del contacto con la realidad, que ha cedido el paso al uso excesivo de la fuerza. La reciente “segunda guerra de Líbano” fue un claro ejemplo de esto: Israel ahora responde con ametralladoras a niños que lanzan piedras; con artillería y misiles a objetivos civiles tras un alzamiento ocasional y con una guerra total a un incidente fronterizo menor. Para explicar este comportamiento no deberían utilizarse herramientas analíticas de naturaleza política, materialista o sociológica. Para entenderlo mucho mejor hay que situar el conflicto en un marco filosófico que permita esclarecer los orígenes de la paranoia y la esquizofrenia.

El primer ministro israelí, que representa “a David y a Goliat”, puede así hablar de la vulnerabilidad de Israel, del dolor y el sufrimiento de los judíos y, a renglón seguido, iniciar una monumental ofensiva contra toda la región. Un comportamiento de esta índole sólo tiene explicación si se analiza como una forma de enfermedad mental. Lo gracioso y al mismo tiempo triste del asunto es que la mayoría de los israelíes ni siquiera se dan cuenta de que algo terrible les está sucediendo. El hecho de nacer siendo un amo conduce a la ausencia de un “mecanismo de reconocimiento” e, inevitablemente, a la ceguera. Es dicha ausencia lo que produce el desdoblamiento psíquico de ser al mismo tiempo “David y Goliat”. Todo indica que Israel y los israelíes están ya incapacitados para cualquier forma de diálogo.

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