Obama prisionero de los “halcones” - ¿Quién controla la política iraquí de Washington?
Gareth Porter
Le Monde Diplomatique/Rebelión
11/02/09
De aquí al próximo verano boreal, Estados Unidos enviará entre veinte y treinta mil soldados a Afganistán para reforzar el contingente de tropas extranjeras, que asciende ya a setenta mil hombres. Esta escalada ha sido deseada tanto por Barack Obama –considera a Afganistán la verdadera amenaza estratégica– como por George W. Bush, quien paralelamente intenta “eludir” el acuerdo que acaba de firmar sobre la retirada total del ejército estadounidense de Irak. Pretende así hacer imposibles las promesas electorales del nuevo Presidente.
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Inmediatamente después de la impresionante victoria electoral de Barack Obama, en noviembre de 2008, surgió una pregunta decisiva: ¿mantendría el Presidente electo la promesa que formuló durante su campaña de hacer evacuar de Irak las tropas de combate en un plazo de dieciséis meses a contar desde su asunción? La suerte de este plan de retirada era esperada justamente como un indicador de la orientación general de su política exterior y del papel que podría desempeñar en las estrategias de seguridad nacional y exterior (1).
Este tema provocó el conflicto más duro entre el Presidente electo y un comando militar estadounidense cuya oposición a su política de retirada no es un secreto para nadie. Entonces, ¿Obama iba a defender su opción o ceder a las presiones? El desafío de esa pulseada era nada menos que una elección fundamental entre una retirada estratégica de Irak y el intento de prolongar la presencia militar estadounidense en ese país más allá de 2011.
Lejos de ser una simple concesión hecha a su base militante anti-bélica, el plan de Obama reflejaba un análisis estratégico personal, fruto de una madura reflexión. En un discurso pronunciado el 15 de julio de 2008 enunció con claridad su razonamiento en favor de una retirada rápida de Irak, cuando declaró: el compromiso militar estadounidense en Irak “nos aparta de las amenazas que debemos afrontar y de las numerosas ocasiones que podríamos aprovechar”. Precisó que la guerra de Irak “debilita nuestra seguridad, nuestra posición en el mundo, nuestro ejército, nuestra economía y agota los recursos que necesitamos para enfrentar los desafíos del siglo XXI”.
El 14 de julio de 2008 Obama escribió que su plan implicaría “ajustes estratégicos” y que consultaría “a los jefes militares in situ así como al gobierno iraquí para asegurarse de que (las) tropas sean reorganizadas con total seguridad” (2). Pero dos días más tarde, durante una conferencia de prensa, explicaba que esas medidas de prudencia no tendrían incidencia sobre el plazo de dieciséis meses para la retirada y se referían sólo al ritmo de partida de las tropas en ciertos meses, para garantizar su seguridad.
Obama hizo hincapié en el hecho de que no ajustaría su calendario para plegarse a las recomendaciones del comando estadounidense en Irak. Dijo que “el rol del Presidente es notificar a los generales cuál es su misión”. Y, según el periodista Joe Klein, cuando finalmente se entrevistó en Bagdad con el general David Petraeus –un poco más tarde, ese mismo mes de julio– fue para rechazar el argumento del ex comandante en jefe de las fuerzas militares en Irak en favor de una retirada “condicional” (3). Obama insistió en que tomaría su decisión en base a su propia evaluación de los costos generados por el mantenimiento de la presencia militar estadounidense.
Ese plan encerraba una ambigüedad. En efecto, Obama dejó entender que mantendría en Irak “una fuerza residual” en condiciones de realizar “misiones limitadas”, que abarcarían, según definió, no sólo la protección y formación de las fuerzas de seguridad iraquíes, sino también la persecución a los residuos de Al-Qaeda en Mesopotamia. No obstante, antes había declarado que la base de los soldados con la misión de perseguir a Al-Qaeda estaría en otro lugar de Medio Oriente.
Al igual que todo el mundo en Washington, Obama esperaba el Acuerdo sobre el Estatuto de las Fuerzas (Status of Forces Agreement, SOFA) referido a la presencia militar estadounidense en ese país a largo plazo, que entonces estaban negociando Estados Unidos e Irak (4). A mediados de agosto de 2008, la administración de George W. Bush repetía todavía que las fechas de retirada de las fuerzas combatientes serían sólo orientativas y por tanto sujetas a “condiciones”. Sin embargo, contra toda previsión, el primer ministro iraquí Nuri Al-Maliki obligó a Bush a aceptar la retirada completa no solamente de todas las tropas de combate, sino también de las tropas de no combatientes antes de fines de 2011. También exigió la retirada de los militares estadounidenses de las ciudades de aquí a junio de 2009 y su reagrupamiento en bases cuyo emplazamiento se sometería a un acuerdo con Bagdad.
“Interpretaciones” divergentes
En su versión final, el SOFA, que la administración Bush aceptó el 6 de noviembre, exige que Washington establezca un calendario detallado para una retirada total y crea incluso “los mecanismos y acuerdos” encaminados a “reducir el personal militar estadounidense en el período en cuestión” (5)... El acuerdo prohíbe a las tropas de Estados Unidos operar en el país sin la plena aprobación y coordinación iraquí, así como encarcelar a iraquíes sin orden de un tribunal local. Prohíbe de manera absoluta utilizar el territorio o el espacio aéreo de Irak “para lanzar ataques contra otros países”.
Cuando Obama fue elegido, su calendario de retirada en dieciséis meses acordaba plenamente con la carta de acuerdo estadounidense-iraquí. Pero el comando militar estadounidense estaba lejos de concordar con su plan –o con las condiciones que imponía el SOFA–. Rápidamente la burocracia militar y la del Pentágono demostraron que iban a maniobrar para eludir el acuerdo.
El 7 de noviembre, Time magazine citaba al nuevo comandante de las fuerzas estadounidenses en Irak, el general Raymond Odierno, quien afirmaba que la retirada debía hacerse “lentamente, de forma deliberada, de manera que no perdiéramos lo que habíamos ganado”. Time informaba que los “altos responsables militares estadounidenses” probablemente iban a aconsejar a Obama “rever su promesa de campaña de retirar todas las tropas de combate estadounidenses de Irak de aquí a mediados de 2010”.
Tres días más tarde, el 10 de noviembre, The Washington Post escribía que el almirante Michael Mullen, jefe de Estado Mayor Conjunto, se oponía al plan de retirada de Obama al que consideraba “peligroso” y apoyaba la opinión del ejército según la cual “las reducciones de efectivos deben depender de la situación sobre el terreno”. Citando a “expertos de Defensa”, The Washington Post opinaba que el conflicto entre Obama y estos jefes militares sería “inevitable” si el Presidente presionaba para que se efectuara la retirada de dos brigadas al mes, tal como lo había reafirmado en su propio sitio internet poco después de la elección.
Dirigiéndose a periodistas el 16 de noviembre, el almirante Mullen declaró públicamente su intención de aconsejar a Obama para que programara la retirada en función de los acontecimientos en la región. Este anuncio representaba un verdadero desafío lanzado al Presidente electo.
El mismo día de la firma del acuerdo, el 18 de noviembre, The Washington Post señalaba que los responsables del Pentágono habían confirmado que el calendario previsto en el acuerdo les dejaba el tiempo suficiente para evacuar de Irak todo el equipamiento y unos ciento cincuenta mil soldados con total seguridad, pero que también habían repetido: “Tal retirada sólo debería tener lugar si las condiciones lo justifican”. Estos altos responsables, que habían comprendido que el acuerdo rechazaba la opción condicional en favor de un calendario en firme, reafirmaban así que Estados Unidos no debía ser obligado por la fecha de vencimiento que figuraba en el acuerdo que acababan de firmar.
Resultó evidente de inmediato que la insistencia de los militares en privilegiar un enfoque condicional formaba parte de un plan más extenso de Washington y de los altos responsables militares para sustraerse de las principales disposiciones del SOFA. El 25 de noviembre, McClatchy newspapers (Washington) revelaba que la administración Bush había adoptado en secreto “interpretaciones” relativas a la prohibición de utilizar las bases iraquíes para lanzar ataques hacia otros países y la obligación de informar de antemano a Bagdad para cualquier operación militar del ejército estadounidense. Estas interpretaciones permitirían a Estados Unidos “eludir” estas dificultades legales. Se había previsto alegar la “legítima defensa” mencionada en el acuerdo para justificar todo golpe contra objetivos situados en Siria e Irán y ya no tener la obligación de informar a los responsables iraquíes de las operaciones planeadas en una región dada en un momento dado.
La administración Bush no comunicó estas “interpretaciones” al gobierno iraquí, que las hubiera rechazado de inmediato. De hecho, no se trataba de “interpretaciones” del acuerdo sino de propuestas destinadas a subvertirlo. La disposición que rige las operaciones militares estadounidenses no prevé la simple notificación sino que exige “la aprobación del gobierno iraquí” y una “verdadera coordinación con las autoridades iraquíes”. En cuanto a la prohibición de los “ataques contra otros países”, en el acuerdo es absoluta e incondicional.
Para subvertir el espíritu del SOFA se concibió una estratagema aún más temible. El 4 de diciembre The New York Times reveló que los “planificadores del Pentágono” proponían “rebautizar unidades”, de manera que las que actualmente se consideran tropas de combate pudiesen “considerarse en nueva misión” y “sus operaciones redefinidas como acciones de formación y apoyo a los iraquíes”. The New York Times sugirió, con la mayor seriedad del mundo, que el método así propuesto permitiría al “objetivo de Obama ser cumplido al menos en parte”. En realidad, era muy evidente todo el contrario: el artículo precisaba que el Pentágono proyectaba mantener en Irak no menos de setenta mil soldados estadounidenses “por un largo período, incluso hasta después de 2011”.
De la naturaleza del poder
Lo que tenían en común el plan para conservar indefinidamente unidades de combate en Irak so pretexto de “entrenamiento” y de “refuerzo”, la insistencia del almirante Mullen y de otros jefes militares sobre una “retirada bajo condiciones” y las justificaciones bosquejadas para ir más allá de las restricciones impuestas a las operaciones militares estadounidenses, era la intención del ejército de Estados Unidos y sus aliados políticos de eludir al mismo tiempo el plan de retirada de Obama y el acuerdo estadounidense-iraquí.
Así, Obama se enfrentó a una burocracia del Pentágono que exhibía su determinación de mantener en Irak un rumbo en total contradicción con su política y la voluntad claramente expresada del gobierno iraquí. La presión casi irresistible que se ejerció sobre Obama para que conservara en el Pentágono al secretario de Defensa Robert M. Gates debe comprenderse a la luz de ese abierto desafío a su liderazgo en una cuestión de política exterior de capital importancia. Esta presión empezó dentro de las veinticuatro horas que siguieron a su elección, cuando The New York Times se hizo eco de la noticia informando que el mantenimiento de Gates en el Pentágono “era pedido públicamente por periodistas y comentaristas, y con más calma por miembros del partido de Obama con influencia en el Congreso...”.
La justificación pública de esta demanda de reconducción sin precedentes fue la continuidad y estabilidad de la defensa en tiempos en que Estados Unidos estaba implicado en dos guerras. En realidad, según una fuente cercana al equipo de transición de Obama, el razonamiento era abiertamente político: como siempre, los demócratas estaban preocupados por su supuesta fragilidad en cuestiones de seguridad nacional, y para cubrirse preferían ver a Gates, un republicano, dirigir la política iraquí.
Es evidente la implicancia de la elección de Gates. Se lo conoce por haberse opuesto al plan de retirada de Obama y estar del lado del comando militar. Y es inconcebible que no esté plenamente comprometido con la puesta en práctica en el Pentágono de una política que busque hacer obsoleto el acuerdo estadounidense-iraquí y prolongar indefinidamente la presencia militar estadounidense en Irak. Dada la amplitud y multiplicidad de sus competencias y poderes, es probable que haya desempeñado un papel central en ese montaje.
Obama puede seguir haciendo declaraciones sobre la política iraquí, pero el nombramiento de Gates significa que el control de ese dossier ya pasó de la Casa Blanca al Pentágono. Aunque le disguste el accionar de Gates en Irak, Obama no puede amenazar con despedirlo. A la luz de hechos comprobados, puede esperarse que el Pentágono siga por todos los medios subvirtiendo no sólo el acuerdo sino también el régimen iraquí para intentar garantizar una presencia militar de larga duración.
El relato de la forma en que Obama perdió todo control efectivo sobre la política iraquí constituye una lección magistral acerca de la naturaleza del poder en lo que concierne a un expediente tan sensible para el Estado Mayor militar y sus aliados civiles. Se demostró la fragilidad del sistema democrático de defensa frente a la influencia dominante de los militares estadounidenses y sus aliados cuando se unen y deciden imponer su visión. ♦
REFERENCIAS
(1) Michel Klare, “El mundo y la (futura) Casa Blanca”, Le Monde diplomatique, ed. Cono Sur, Buenos Aires, octubre de 2008.
(2) Páginas de opinión de The New York Times, 14-7-08.
(3) Time magazine, Nueva York, 22-10-08.
(4) Alain Gresh, “¿Ganará la guerra Estados Unidos?”, Le Monde diplomatique, ed. Cono Sur, marzo de 2008.
(5) www.whitehouse.gov/infocus/iraq/SE_SOFA.pdf
*PERIODISTA E HISTORIADOR, AUTOR, ENTRE OTROS, DE PERILS OF DOMINANCE: IMBALANCE OF POWER AND THE ROAD TO WAR IN VIETNAM, UNIVERSITY OF CALIFORNIA PRESS, BERKELEY, 2005.
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