Obama, el imperialista
Richard Seymour
Sin Permiso
10/02/09
El primer presidente democrático de la era moderna elegido con un programa contrario a la guerra es asimismo, para alivio de los "neocon" y los beligerantes liberales, un halcón. Comprometido con la "escalada" en Afganistán, su selección en política exterior también indica belicosidad hacia Sudán e Irán.
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Durante su primera semana en el cargo, sancionó dos ataques con misiles en Pakistán que dejaron un saldo de 22 muertos, mujeres y niños entre ellos. Y su posición sobre Gaza es notablemente parecida a la de la administración saliente. La cuestión es ahora cómo convencerá Obama a quienes le apoyan de que respalden esa postura. Bush podía atenerse a una base electoral cuyo compromiso con la paz y los derechos humanos era, como mínimo, cuestionable. Obama no puede permitirse ese lujo. Para argumentar en su defensa, necesitará el respaldo de esos "halcones liberales" que prestaron a Bush un apoyo tan atronador.
Resulta tentador descalificar a la "izquierda pro-guerra" como una caterva de apóstatas desacreditados, otrora de izquierdas, y de liberales de la OTAN. Sus toscos eufemismos favorables a una conquista sangrienta parecen especialmente superfluos a la luz de más de un millón de muertos iraquíes. Pero sus argumentos, que van de la defensa paternalista de la "intervención humanitaria" a los paladines de los "valores occidentales", tienen sus orígenes en la tradición del imperialismo liberal, cuya perduración desaconseja desestimarla precipitadamente. En todos los países cuyos gobernantes han optado por el imperio se ha desarrollado un poderoso consenso proimperial, entre cuyos defensores más vociferantes se han contado liberales e izquierdistas.
Los imperialistas liberales siempre se han resistido de forma explícita a los argumentos racistas en favor de la dominación, justificando en cambio el imperio como una iniciativa humana que aportaba progreso. Aún así, implícita en esa postura se encontraba la creencia en la inferioridad de otros pueblos. Del mismo modo que John Stuart Mill argüía que el despotismo constituía "un modo legítimo de gobierno para tratar con los bárbaros", siempre y cuando "su finalidad fuera la mejora", igualmente sostenían los fabianos que el autogobierno de las "razas nativas" les resultaba "tan inútil como una dinamo a un caribeño". Intelectuales de la Segunda Internacional como Eduard Bernstein consideraban a los colonizados incapaces de auotogobernarse. Para muchos liberales y socialistas de aquella época, el único desacuerdo estribaba en saber si los nativos podrían alcanzar el estado de disciplina necesario para gestionar sus propios asuntos. La resistencia indígena, por ende, se interpretaba como un "fanatismo autóctono" que debía superarse con la instrucción proporcionada por los europeos.
Los actuales imperialistas liberales no son una réplica de sus antecesores del siglo XIX. Las prioridades de la guerra fría, entre las que se contaba la necesidad de incorporar elementos de la izquierda a un frente anticomunista, transformaron la cultura del imperio. Si la izquierda "antitotalitaria" apoyó el expansionismo norteamericano, lo hizo a menudo bajo el manto del anticolonialismo. La descolonización y la lucha por los derechos civiles entrañaban desechar el racismo explícito en los argumentos favorables a la intervención militar.
Fue éste un proceso lento. Tanto la administración de Eisenhower como la de Kennedy tenían pavor a la "prematura independencia" de las naciones colonizadas. El departamento de Estado afirmaba que las "sociedades atrasadas" requerían que el autoritasrismo las preparase para la modernidad. Irving Kristol, liberal de la Guerra Fría que se convirtió en "padrino del neoconservadurismo", justificaba la guerra del Vietnam en parte afirmando que el país "apenas sí era capaz de un autogobierno decente en las mejores condiciones", y precisaba por tanto de una dictadura impuesta por los Estados Unidos. No obstante, esos argumentos tienden hoy a emplearse sólo en los cuarteles más montaraces de la derecha neoconservadora.
Desde el derrumbe de la Unión Soviética, sin embargo, algunos pilares del imperialismo liberal se han reinventado con el marchamo de "intervención humanitaria". Al igual que los humanitaristas victorianos consideraban al imperio una herramienta apropiada para salvar a los oprimidos, asimismo la década de 1990 fue testigo de la exigencia al estamento militar norteamericano de librar a somalíes, bosnios y kosovares de sus torturadores, no obstante el hecho de que la intervención norteamericana desempeñara un papel destructivo en todos estos casos.
La acción de los oprimidos mismos se encuentra en buena medida ausente de esta perspectiva. Y como apuntaba Stephen Holmes, de la Universidad de Nueva York, "al denunciar a los Estados Unidos por su inacción ante todo cuando se suceden las atrocidades fuera del país, estos liberales bien intencionados han contribuido a volver a hacer popular la idea de Norteamérica como potencia imperial potencialmente benigna".
La catástrofe de Irak ha producido una reacción contra el imperalismo humanitario hasta en el caso de antiguos intervencionistas como David Rieff, que ha prevenido en contra del "renacimiento del imperialismo con los derechos humanos como garante moral". Aún así, hay entre los intelectuales liberales una amplia coalición que favorece la intervención en Darfur, aunque las organizaciones humanitarias se han opuesto a la idea. Y existe poca resistencia a la "escalada" en Afganistán, donde el "fanatismo indígena" es una vez más el enemigo. El imperialismo liberal goza de indecente salud: son sus víctimas las que se encuentran en peligro mortal.
Richard Seymour es autor de The Liberal Defence of Murder (Verso, Londres, 2008) y regenta una bitácora con el título de Lenin´s Tomb (leninology.blogspot.com).
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