El estado corporativo y la subversión de la democracia

Chris Hedges
Truth Dig
31/5/08
Traducción de SDLT

© desconocido

Chris Hedges dio una ponencia el miércoles 28 de mayo en el Centro de Convenciones Younts de la Universidad Furman. La charla formaba parte de las protestas de la facultad y los estudiantes acerca de la decisión del Colegio de Carolina del Sur de invitar a George W. Bush a declarar el inicio del curso el 31 de mayo.

Cuando se anunció en mayo que el presidente Bush declararía el inicio del curso, 222 estudiantes y maestros firmaron y publicaron en el sitio web de la escuela una declaración titulada “Nos oponemos”. La declaración cita a la guerra de Irak y al “progreso de la administración que obstruye la reducción de gases de efecto invernadero mientras que favorece miles de millones de cortes en impuestos y subsidios para las compañías petroleras que están teniendo ganancias record”.

“Estamos avergonzados de las acciones de este gobierno. La guerra en Irak ha costado la vida de más de 4.000 valientes y honorables miembros del Ejército de EE.UU.,” se lee en la declaración. “Porque amamos este país y los ideales que representa, aceptamos nuestra responsabilidad cívica de pronunciarnos en contra de estas acciones que violan los valores norteamericanos.”


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Yo solía vivir en un país llamado Estados Unidos de América. No era un país perfecto, Dios lo sabe, especialmente si eras africano-americano o nativo americano o de origen japonés durante la Segunda Guerra Mundial, o pobre u homosexual, o una mujer o un inmigrante, pero era un país que yo amaba y honraba. Este país me dio la esperanza de que podría ser mejor. Le pagaba a sus trabajadores salarios que eran la envidia del resto del mundo. Se hacía cargo de que estos trabajadores, gracias a los sindicatos y campeones de la clase trabajadora en el Partido Demócrata y la prensa tuvieran beneficios de salud y pensiones. Ofrecía una buena educación pública. Honraba valores democráticos básicos y respetaba el cumplimiento de la ley, incluyendo la ley internacional, y el respeto por los derechos humanos. Tenía programas sociales desde Buen Comienzo hasta la Seguridad Social para cuidar de los más débiles entre nosotros, de los enfermos mentales, los miembros de la tercera edad y los destituidos. Tenía un sistema de gobierno que, por muy defectuoso que fuera, se dedicaba a proteger los intereses de sus ciudadanos. Ofrecía la posibilidad de un cambio democrático. Tenía una diversidad de medios de comunicación que estaban comprometidos con la integridad de darle voz a todos los sectores de la sociedad, incluyendo a aquéllos que estaban más allá de nuestras fronteras, de impartirnos verdades incómodas, de confrontar a los poderosos y de explicarnos a nosotros mismos.

No estoy ciego ante las imperfecciones de Estados Unidos de América, ni ante los fracasos al cumplir siempre con estos ideales en casa y en el extranjero. Pasé 20 años de mi vida en Latinoamérica, África, el Medio Oriente y los Balcanes como corresponsal extranjero, reportando en países donde los crímenes y las injusticias eran cometidos en nuestro nombre, ya sea durante la guerra de los contras en Nicaragua o la brutalización de los palestinos por las fuerzas de ocupación israelíes. Pero había mucho que era bueno, decente y honorable en nuestro país. Y había esperanza.

El país en el que vivo hoy utiliza las mismas palabras para describirse, los mismos símbolos patrióticos y la misma iconografía, los mismos mitos nacionales, pero sólo queda el cascarón.

Estados Unidos de América, el país donde nací, el país que me formó, el país de mi padre, del padre de mi padre, y del padre de su padre, que remonta a muchas generaciones atrás en mi familia, una familia que estuvo aquí para la fundación del país, se encuentra tan disminuido que es apenas reconocible. No sé si Estados Unidos de América va a regresar, a pesar de que rezo, trabajo y me esfuerzo por su retorno.

El “consentimiento de los gobernados” se ha convertido en una frase vacía. Nuestros manuales sobre ciencia política están obsoletos. Nuestro estado, nuestra nación, ha sido secuestrado por los oligarcas, las corporaciones y una elite política estrecha y egoísta, un grupo pequeño y privilegiado que gobierna en nombre de los intereses monetarios. En las palabras de John Ralston Saul, estamos sufriendo “un golpe de estado en cámara lenta”. Nos están empobreciendo legal, económica, espiritual y políticamente–. Y a menos que cambiemos el curso de esta marea, pronto, a menos que le arrebatemos el estado a las manos corporativas, seremos succionados en el mundo oscuro y turbulento de la globalización donde sólo existen amos y siervos, donde el sueño norteamericano no será nada más que eso: un sueño, donde quienes trabajan arduamente para vivir ya no puedan ganar un salario decente para mantenerse a sí mismos y a sus familias, ya sea en los talleres de explotación en China o en los cinturones urbanos decadentes de Ohio, donde la disidencia democrática es condenada como traición y silenciada en forma despiadada.

No señalo a ningún partido en particular. El Partido Demócrata ha sido tan culpable como los republicanos. Fue Bill Clinton quien dirigió al Partido Demócrata al abrevadero corporativo. Clinton argumentaba que el partido tenía que deshacerse de los sindicatos como aliados políticos, porque habían dejado de ser una fuente de votos y poder. Insistía en que los trabajadores votarían de todos modos por los demócratas; en que no tenían opción. Sostenía que era mejor tomar dinero corporativo. Para los años noventa, el Partido Demócrata, bajo el liderazgo de Clinton, tenía paridad virtual en recaudación de fondos con los republicanos. Hoy los demócratas obtienen más dinero. En términos políticos, fue un éxito. En términos morales, una traición.

La Casa Blanca de Clinton le vendió al país el Tratado de Libre Comercio de América del Norte como una oportunidad de incrementar las ganancias y la prosperidad de los ciudadanos de Estados Unidos, Canadá y México. Se nos dijo que el TLCAN también reduciría la inmigración mexicana hacia Estados Unidos.

“Habrá menos inmigrantes ilegales porque más mexicanos serán capaces de mantener a sus hijos si se quedan en su casa,” dijo el presidente Clinton en la primavera de 1993, mientras que promovía el tratado.

Pero el TLCAN, que entró en efecto en 1994, tuvo el curioso efecto de revertir cada una de las predicciones color de rosa que había hecho Clinton. Una vez que el gobierno mexicano retiró los apoyos de precios para el maíz y frijoles para los granjeros mexicanos, tuvieron que competir contra el enorme negocio agropecuario en Estados Unidos. Los granjeros mexicanos terminaron rápidamente en bancarrota. Al menos 2 millones de granjeros mexicanos han perdido sus tierras desde 1994. ¿Y adivinan adónde fueron muchos de ellos?

Esta huida desesperada de mexicanos pobres hacia Estados Unidos está siendo exacerbada ahora por el cierre a gran escala de fábricas a lo largo de la frontera, a medida que las maquiladoras abandonan México para ir en busca de los descuentos del capitalismo totalitario chino.

Pero se nos aseguró que los bienes serían más baratos. Los trabajadores serían más ricos. Todos serían más felices. No estoy seguro de cómo se suponía que ocurrirían estas cosas contradictorias, pero en una sociedad de información rápida, la realidad ya no importa. El TLCAN era maravilloso si uno era una corporación. Era un desastre si uno era un trabajador.

La reforma de la seguridad social de Clinton, que fue firmada el 22 de agosto de 1996, obliteró la red de seguridad social. En tres años retiró a 6 millones de personas de la nómina de seguridad social, muchos de ellos madres solteras. Las dejó en las calles sin apoyo para niños, ni subsidios de rentas ni cobertura médica continua. Las familias se hundieron en la crisis, luchando por sobrevivir con múltiples trabajos que pagaban de $6 a $7 la hora, o menos de $15.000 al año. Pero éstos eran los afortunados. En algunos estados, la mitad de quienes quedaron fuera de las nóminas de seguridad social no pudieron encontrar trabajo.

Clinton redujo el apoyo médico en $115 mil millones en un periodo de cinco años y recortó $25 mil millones del presupuesto para el financiamiento médico. El sistema de prisiones en crecimiento y superpoblado se encargó del flujo de los pobres, así como de nuestros enfermos mentales abandonados. Y hoy nos encontramos con la vergüenza de que 2,3 millones de nuestros ciudadanos están tras las rejas, la mayoría por ofensas no violentas relativas a las drogas. Más de uno en 100 adultos en los Estados Unidos está encarcelado y uno en nueve hombres negros de entre 20 y 34 años de edad se encuentra tras las rejas. Los Estados Unidos, con menos del 5 por ciento de la población mundial, tiene a casi el 25 por ciento de los prisioneros del mundo.

La creciente desesperación a través de los Estados Unidos está desatando no solamente una recesión –ya hace algún tiempo que estamos en recesión– sino la posibilidad de una depresión como no se ha visto desde los años treinta. Esta desesperación ha provisto una reserva de gente en quiebra dispuesta a trabajar por salarios bajos sin sindicatos ni beneficios. Estas son buenas noticias si uno es una corporación, pero muy malas noticias si uno trabaja para sobrevivir.

Para el 90 por ciento de los norteamericanos ubicados en la parte baja de la escala social, los sueldos anuales ya llevan tres décadas en un declive lento y constante. Las ganancias de la mayoría llegaron a una cima de $33.000 en 1973. Para el 2005, de acuerdo al reportero David Cay Johnston del New York Times en su libro Free Lunch (“Almuerzo Gratis”), se redujo a poco más de $29.000, y esto a pesar de tres décadas de expansión económica.

¿Y adónde fue a dar ese dinero? Pregúntenle a Exxon Mobil, la más grande compañía de petróleo y gas de EE.UU., que recaudó una ganancia de $10,9 mil millones en el primer trimestre del año, haciéndonos pagar casi $4 por galón para llenar el tanque de nuestros automóviles. O mejor aún, pregúntenle al director ejecutivo de la corporación Exxon Mobil, Rex Tillerson, cuya compensación se elevó casi un 18 por ciento para alcanzar los $21,7 millones en 2007, cuando la compañía petrolera se llevó la ganancia más grande de todos los tiempos para una empresa estadounidense. Su paquete de pago incluyó un salario de $1,75 millones, un bono de $3,36 millones, y $16,1 millones de las acciones y ganancias de opción, de acuerdo a una compañía documentada con la Comisión de Seguridades e Intercambio de EE.UU. También recibió casi $430.000 en otras compensaciones, incluyendo $229.331 para seguridad personal y $41.122 para el uso del avión de la compañía. Además de su paquete de pago, Tillerson, de 56 años de edad, recibió más de $7,6 millones al ejercer ganancias de opciones y acciones durante el año. Exxon Mobil ganó $40,61 mil millones en 2007, un incremento del 3 por ciento desde el año anterior. Pero el pago de Tillerson del 2007 no fue ni siquiera la marca más elevada para la industria de gas y petróleo. El director ejecutivo de la corporación Occidental Petroleum, Ray Irani, amasó $33,6 millones y el director ejecutivo de la corporación Anadarko Petroleum, James Hackett, se llevó $26,7 millones en el mismo periodo.

Por cada dólar ganado en 2005, el 10 por ciento de los individuos ubicados en lo alto de la escala social obtuvo 48,5 centavos. Ese fue la mayor porción del pastel de las ganancias para el 10 por ciento más rico desde 1929, justo antes de que los rugientes años veinte cayeran con la Gran Depresión, según escribe Johnston. Y dentro del 10 por ciento superior (quienes ganaron más de $100.000), casi todas las ganancias fueron para el 10 por ciento superior del 1 por ciento, es decir, gente como Tillerson, o Irani o Hackett, que ese año ganaron al menos $1,7 millones. Y hasta que tengamos una verdadera reforma electoral, hasta que hagamos posible que los candidatos se postulen para el puesto nacional sin tener que besar los anillos de los Tillersons, Iranis y Hacketts para obtener cientos de millones de dólares, esta violación de Estados Unidos de América continuará.

Mientras que los demócratas han sido muy malos, George W. Bush ha sido todavía peor. Dejemos de lado Irak, el peor fracaso en política exterior en la historia norteamericana. George Bush también ha hecho más para desmantelar nuestra constitución, ignorar o revocar nuestros estatutos y revertir las reglas que protegen a los ciudadanos norteamericanos del abuso corporativo que cualquier otro presidente en la historia reciente norteamericana.

Según reportó el diario Boston Globe, por medio de la “firma de declaraciones”, el presidente se ha adjudicado la autoridad de desobedecer más de 750 leyes desde que se hizo cargo del puesto, declarando que tiene el poder de hacer de lado cualquier estatuto aprobado por el Congreso cuando entre en conflicto con su interpretación de la Constitución.

Entre las leyes que Bush dijo que puede ignorar se encuentran las reglas y regulaciones militares, las provisiones de acción afirmativa, los requerimientos de que el Congreso sea informado acerca de problemas en los servicios de inmigración, las protecciones para autoridades de regulación nuclear que revelan información, y las salvaguardas contra la interferencia política en el financiamiento de la investigación federal.

La Constitución es clara en asignar al Congreso el poder de redactar las leyes y al presidente el deber “de hacerse cargo de que las leyes sean fielmente ejecutadas”. George Bush, sin embargo, ha declarado repetidamente que él no necesita “ejecutar” una ley que considera inconstitucional.

La administración de Bush ha desechado las normas de seguridad en materia de medio ambiente, productos, alimentos y condiciones laborales, así como el hecho de que se las imponga. Y es por esto que las minas de carbón se derrumban, que la burbuja de la vivienda nos ha explotado en la cara y que nos venden juguetes contaminados con plomo importados de China.

Bush ha hecho más que cualquier otro presidente para entregar directamente nuestro gobierno a las corporaciones, que ahora obtienen el 40 por ciento del gasto discrecional federal. Más de 800.000 puestos que alguna vez fueron ocupados por empleados de gobierno han sido asignados a corporaciones, una medida que no sólo le ha dado todavía más poder a nuestro gobierno corporativo oculto, sino que ha ayudado a destruir los sindicatos laborales federales. Todo ha adquirido un carácter corporativo: desde las prisiones federales, al manejo de las revisiones reguladoras y científicas, al procesamiento o la negación de las peticiones de Libertad de Información, a la interrogación de los prisioneros y la dirección del ejército mercenario más grande en Irak. Y estas corporaciones, en un arreglo perverso, hacen dinero a costa del ciudadano norteamericano.

En 2003 se le dio a Halliburton un contrato sin competencia ni licitación de $7 mil millones para reparar los campos petroleros iraquíes, así como el poder de supervisar y controlar la totalidad de la producción petrolera en Irak. Esto se ha convertido ahora en $130 mil millones en ganancias de contrato para Halliburton. ¿Y qué ha hecho Halliburton con todos esos dólares de quienes pagan impuestos? Se ha asegurado de que sólo 36 de sus 143 subsidiarias estén incorporadas en los Estados Unidos y 107 subsidiarios (o el 75 por ciento) estén incorporadas en 30 países diferentes. A través de este arreglo, Halliburton es capaz de reducir su pago de impuestos en ganancias extranjeras al establecer una “corporación extranjera controlada” así como subsidiarias dentro de países de bajos o nulos impuestos, países llamados “refugios de impuestos”. Ellos tienen nuestro dinero. Ellos lo despilfarran. Y nuestro gobierno corporativo no sólo los financia, sino que además los protege. Halliburton –y Halliburton es sólo un ejemplo– es el motor de nuestro nuevo Estado corporativo granuja, al cual sirven personas como George Bush y Dick Cheney, quien alguna vez fue el director ejecutivo de la compañía.

La disparidad entre nuestra oligarquía y la clase trabajadora ha creado una nueva servidumbre mundial. Los analistas de Credit Suisse estiman que el número de cierres subprimarios en los Estados Unidos para los próximos dos años será de un total de 1.390.000 y que para finales de 2012, 12,7 por ciento de todos los deudores residenciales de los Estados Unidos serán forzados a dejar sus hogares.

El estado corporativo, que como idea es una abstracción para muchos norteamericanos, es muy real cuando juntamos cuidadosamente las piezas y las enlazamos un sistema de poder corporativo que ha hecho que esta pobreza, junto con la negación de nuestros derechos constitucionales y un estado permanente de guerra, sean algo inevitable.

El ataque contra la clase trabajadora norteamericana –un ataque que ha devastado a miembros de mi propia familia– está casi completo. La economía de EE.UU. tiene 3,2 millones de trabajos menos hoy en día que cuando George Bush asumió la presidencia, incluyendo la supresión de 2,5 millones trabajos de fábrica. En los últimos tres años, casi uno de cada cinco trabajadores de EE.UU. fue despedido. De los trabajadores de tiempo completo que fueron despedidos, aproximadamente una cuarta parte ganaba menos de $40.000 anuales. Un total de 15 millones de trabajadores de EE.UU. están desempleados, subempleados o demasiado desanimados para buscar trabajo, de acuerdo al Departamento del Trabajo.

Hay secciones enteras de los Estados Unidos que ahora se asemejan al mundo en vías de desarrollo. Ha ocurrido una “weimarización” de la clase trabajadora de Estados Unidos de América. Y ahora está en camino el ataque contra la clase media. Cualquier cosa que pueda ser puesta en un software –desde las finanzas hasta la arquitectura o la ingeniería– puede y está siendo subcontratado con trabajadores en países como India o China que aceptan una fracción del pago y trabajan sin beneficios. Y, comprometidos como están con las corporaciones a cambio de dinero y poder, tanto el Partido Republicano como el Demócrata permiten que eso ocurra.

Echen un vistazo a nuestros departamentos de gobierno. ¿Quién dirige el Departamento de Defensa? ¿El Departamento del Interior? ¿El Departamento de Agricultura? ¿La Administración de Alimentos y Farmacéuticos (FDA por sus siglas en inglés)? ¿Quién dirige el Departamento del Trabajo? Las corporaciones. Y en un año de elecciones en el que los absurdos nos insensibilizan, no escuchamos nada acerca de esta subordinación del pueblo norteamericano al poder corporativo. Los debates políticos, que se han convertido en competencias por obtener popularidad, son ridículos y vacíos. No confrontan la verdadera destrucción avanzada de nuestra democracia. No confrontan la toma de nuestro proceso electoral.

Hemos observado a lo largo de las últimas décadas el crecimiento de una poderosa red de entidades corporativas interconectadas, una red de arreglos dentro de los subsectores, industrias u otras jurisdicciones parciales para disminuir y a menudo abolir el control externo y la supervisión. Estas corporaciones han neutralizado la autoridad nacional, estatal y judicial. Por ejemplo, dominan a la vanidosa y despilfarradora industria de la defensa que se ha vuelto sacrosanta y ha quedado más allá del alcance de los políticos, cuya mayoría se encuentra defendiendo proyectos militares en sus distritos, sin importar cuán redundantes sean, porque proveen empleos. Esto ha permitido al complejo militar industrial, que contribuye generosamente con las campañas políticas, esparcirse a través del país con una impunidad casi completa.

El gasto relativo a la defensa para el año fiscal 2008 excederá $1 billón por primera vez en la historia. EE.UU. se ha convertido en el mayor vendedor de armas y municiones del planeta. El fondo de defensa para el año fiscal 2008 es el más grande desde la Segunda Guerra Mundial incluso cuando tenemos más de $400 mil millones en déficit anual. Más de la mitad del gasto federal discrecional está atribuido a la defensa. Esto no va a terminar cuando Bush deje su cargo. Y así construimos reliquias de la Guerra Fría como los submarinos y bombarderos invisibles que costaron $3,4 mil millones para evadir los sistemas de radar que los soviéticos nunca construyeron, y gastamos $8,9 mil millones en la defensa de misiles intercontinentales que resultarán inútiles para detener un contenedor naval con una bomba radioactiva.

La industria de la defensa es capaz de monopolizar al mejor talento científico y de defensa, así como de malgastar los recursos y el capital de inversión de la nación. Estas industrias de la defensa no producen nada útil para la sociedad ni la cuenta de comercio nacional. Melman, al igual que el presidente Eisenhower, vieron la industria de la defensa como algo viral, algo que a medida que crecía destruía una economía sana. Y así producimos aviones caza sofisticados mientras que Boeing es incapaz de terminar su nuevo avión comercial de acuerdo al tiempo planeado, y que nuestra industria automotriz se hunde. Le inyectamos dinero a la investigación y desarrollo de los sistemas de defensa mientras que matamos de hambre a las tecnologías dedicadas a la lucha contra el calentamiento global y a la energía renovable. Las universidades están hasta el tope de dinero y fondos relacionados con la defensa, pero luchan por encontrar dinero para los estudios ambientales. Este enorme gasto militar, con la ayuda de esta guerra de $3 billones, nos está vaciando desde adentro. Nuestros puentes y presas se derrumban, nuestras escuelas decaen y se retira nuestra red de seguridad.

El estado corporativo, iniciado por Ronald Reagan e impulsado desde entonces por cada presidente, ha destruido las instituciones públicas y privadas que protegían a los trabajadores y salvaguardaban a los ciudadanos.

Sólo el 7,8 por ciento de los trabajadores en el sector privado forman parte de un sincidato. Este porcentaje es prácticamente el mismo que a principios de los 1900s. 50 millones de norteamericanos se encuentran en un estado de pobreza real y decenas de millones de norteamericanos en una categoría llamada “al borde de la pobreza”. Nuestro sistema de salud está en quiebra. De acuerdo al Instituto de Medicina, dieciocho mil personas mueren en este país cada año debido a que no pueden pagar su cuidado médico. Esto equivale a seis veces el número de gente que falleció en los ataques del 11-S, y estas muertes innecesarias continúan año tras año.

Pero no oímos hablar de estas historias de dolor y desorientación. Nos distraen con pan y circo. Los informes de noticias hacen poco más que reportar acerca de trivialidades y chismes de las celebridades. En un ejemplo de cuán bajo han caído nuestros estándares, la Comisión Federal de Comunicaciones define a programas como el de chismes de celebridades de Fox, “TMZ”, y el “Club 700” de la Red de Emisión Cristiana como “noticias de buena fe.” La economista Charlotte Twight denomina a este vasto sistema corporativo de espectáculo y caída democrática “fascismo participativo”.

¿Cómo llegamos hasta aquí? ¿Cómo ocurrió?

En dos palabras, la desregulación –el desmantelamiento sistemático del capitalismo dirigido que fue la marca del estado democrático norteamericano–. Nuestro declive político ocurrió debido a esta desregulación, al rechazo de las leyes de antimonopolio y el cambio radical de una economía de manufactura a una economía de capital. Entender esto llevó a Franklin Delano Roosevelt a enviar un mensaje al Congreso el 29 de abril de 1938, titulado “Recomendaciones al Congreso para Contrarrestar Monopolios y la Concentración del Poder Económico”. En él, escribió:

“La primera verdad es que la libertad de la democracia no está a salvo si la gente tolera el crecimiento del poder a un punto tal que éste se vuelva más fuerte que el propio estado democrático. Eso, en esencia, es fascismo –el gobierno como propiedad de un individuo, de un grupo, o de cualquier otro poder controlador privado–. La segunda verdad es que la libertad de una democracia no está a salvo si su sistema comercial no provee empleo ni produce y distribuye bienes de modo tal que permitan tener un nivel de vida aceptable.”

El crecimiento del estado corporativo tiene graves consecuencias políticas, tal y como lo vimos en Italia y Alemania en la primera parte del siglo veinte. Las leyes antimonopolio no sólo regulan y controlan el mercado, sino que además sirven como defensas para proteger la democracia. Y ahora que ya no están, ahora que tenemos un estado dirigido por las corporaciones y a nombre de ellas, debemos esperar consecuencias políticas inevitables y quizá aterradoras.

Pasé dos años viajando por el país para escribir un libro sobre la derecha cristiana llamado American Fascists: The Christian Right and the War on America (“Fascistas americanos: la derecha cristiana y la guerra contra Estados Unidos”). Era lo mismo en las ciudades en depresión que antes se dedicaban a la manufactura, desde Ohio hasta Kentucky. Existen decenas de millones de norteamericanos para quienes el fin del mundo ya no es una abstracción. Han perdido la esperanza. El miedo y la inestabilidad han sumido a la clase trabajadora en la desesperación personal y económica y, como no es de sorprender, en los brazos de los demagogos y charlatanes de la derecha cristiana radical que les ofrecen creer en la magia, los milagros y la ficción de una nación cristiana utópica. Y a menos que reposicionemos a estos norteamericanos en la economía, a menos que les brindemos esperanzas, nuestra democracia está condenada a perder.

A medida que la presión aumenta, a medida que esta desesperación alcanza segmentos cada vez más grandes de la población norteamericana, se refuerzan los mecanismos de control corporativo y gubernamental para evitar el caos civil y la inestabilidad. No es fortuito que con el surgimiento del estado corporativo surja el estado de seguridad. Es por esa razón que la Casa Blanca de Bush ha promovido el Acto Patriota (y su renovación), la suspensión del derecho de habeas corpus, la práctica de “rendición extraordinaria”, el espionaje telefónico sin orden judicial contra los ciudadanos norteamericanos y el rechazo a asegurar elecciones libres y justas con conteo verificable de votos. Es parte de un paquete. Viene todo incluido. No se trata de terrorismo ni de seguridad nacional. Se trata del control. Se trata del control que ejercen sobre nosotros.

El senador Frank Church, en calidad de director del Comité Selecto de Inteligencia en 1975, investigó a la enorme y sumamente secreta Agencia de Seguridad Nacional del gobierno. Escribió lo siguiente:

“En cualquier momento, esa capacidad podría ser volteada en contra del pueblo norteamericano y a ningún norteamericano le quedaría privacidad alguna. Tal es la capacidad de monitorearlo todo: las conversaciones telefónicas, los telegramas, no importa. No habría sitio para esconderse. Si esto gobierno se convirtiera algún día en una tiranía, si un dictador asumiera la presidencia de este país, la capacidad tecnológica que la comunidad de inteligencia le ha otorgado al gobierno podría permitirle imponer una tiranía absoluta, y no habría modo de combatirla, porque el gobierno tiene acceso a toda la información, incluso a aquélla que concierne el esfuerzo más cuidadoso de unirse para resistir a las autoridades, sin importar cuán en privado sea llevado a cabo. Tal es la capacidad de esta tecnología. ...No quiero ver jamás a este país cruzar ese puente. Conozco la capacidad que se tiene allí para crear una tiranía absoluta en Estados Unidos de América, y debemos encargarnos de que esta agencia y todas las agencias que poseen esta tecnología operen dentro del marco de la ley y bajo una supervisión adecuada, para que nunca saltemos ese abismo. Ese es el abismo del cual no hay modo de regresar. ...”

Cuando el senador Church hizo esta declaración, la NSA no estaba autorizada a espiar a los ciudadanos norteamericanos. Hoy sí.

Un ciudadano norteamericano, Ali Saleh Kahlah al-Marri se encuentra detenido en un hoyo negro establecido en tierra americana en una prisión militar en Charleston. El 23 de junio de 2003, George Bush le retiró sus derechos constitucionales y lo declaró un “enemigo combatiente”. Está detenido sin cargos y por un periodo indefinido de tiempo, y es interrogado sin la presencia de un abogado.

Los abogados del gobierno de Bush declaran que el presidente puede enviar a los militares a cualquier vecindario, cualquier ciudad o suburbio, capturar a un ciudadano y detenerlo en la cárcel sin cargos en su contra. Basan su argumento en la Autorización para Hacer Uso de la Fuerza Militar, aprobada por el Congreso después del 11-S, que le otorga al presidente Bush el poder de “hacer uso de toda la fuerza necesaria y adecuada” en contra de cualquiera que haya estado involucrado en planear, ayudar o llevar a cabo los ataques.

Pero Al-Mari no fue capturado en Afganistán ni en Irak. Fue arrestado en Peoria, Illinois, en diciembre de 2001. Y si el presidente puede declarar enemigos combatientes a ciudadanos norteamericanos que viven dentro de Estados Unidos y ordenar que se les retiren sus derechos constitucionales, ¿qué significa esto para nosotros? ¿Durante cuánto tiempo podemos ser detenidos sin cargos? ¿Sin abogados? ¿Sin acceso al mundo exterior? Tal vez Al-Mari es un terrorista, tal y como lo afirma el gobierno. No lo sé. Pero sí sé que si se convierte en un precedente, si no es revocado por las cortes, entonces habrá muerto el derecho de habeas corpus, la mayor defensa de nuestro estado democrático.

Se nos inculca una mentira tras otra para enmascarar la destrucción que el estado corporativo ha traído a nuestras vidas. Por ejemplo, el índice de precios al consumidor, que el gobierno utiliza para medir la inflación, ha perdido todo su significado. A fin de mantener bajas las cifras oficiales de inflación, el gobierno ha estado sustituyendo productos básicos que antes medía para verificar la inflación por otros cuyo precio no ha aumentado mucho. Este truco ha mantenido artificialmente bajos los incrementos del costo de vida vinculados al índice de precios al consumidor.

La falta de relación entre lo que se nos dice y lo que constituye efectivamente la verdad es digna del antiguo Estado Alemán. W.P. Dunleavy, reportera para el sector de consumidores del New York Times, escribió que sus compras de alimentos ahora cuestan $587 al mes, lo cual indica un aumento en comparación a los $400 que pagaba hace un año. Éste equivale a un incremento del 40 por ciento. El economista de California John Williams, que dirige una organización llamada Estadísticas Ocultas, asegura que si Washington siguiera utilizando las medidas del índice de precios tal como se las solía aplicar en los años setenta, la inflación estaría cerca del diez por ciento. La ventaja para las corporaciones es enorme.

Un índice falso de inflación, mucho menor que el real, mantiene bajos los pagos de intereses en las cuentas de bancos y los certificados de depósito. Enmascara el deterioro de la economía norteamericana. Las estadísticas Potemkin permiten a las corporaciones y al estado corporativo desligarse de las obligaciones vinculadas a los ajustes reales de la inflación. Estas estadísticas implican que se pague menos en seguridad social y pensiones. Ha reducido el interés en la deuda multibillonaria de dólares. Las corporaciones nunca tienen que pagar los verdaderos incrementos del costo de vida a sus empleados.

También el término “desempleo” ha sido persistentemente redefinido. Esto ha retirado todo valor a los datos oficiales sobre el desempleo. En términos reales, alrededor del 10 por ciento de la población activa está desempleada, una cifra que insostenible a largo plazo.

La economía, a pesar de las estadísticas oficiales, no está creciendo. Se está encogiendo. Y a medida que la nación se derrumba, se nos bombardea con la terrible simplicidad de las estadísticas falsas. Confundimos nuestras respuestas emocionales, cuidadosamente manipuladas por los publicistas, los expertos en relaciones públicas, los conductores de televisión, los consultores políticos y los grupos de discusión, con conocimiento. Así es como elegimos presidentes y a quiénes enviamos al Congreso, o como tomamos decisiones, incluso la de ir a la guerra. Es así como vemos el mundo. Cuatro gigantes mediáticos –AOL-Time Warner, Viacom, Disney y el NewsGroup de Rupert Murdoch– controlan casi todo lo que leemos, vemos o escuchamos. Esta creciente falta de conexión con la realidad es la impronta del estado totalitario.

Hannah Arendt escribió: “Antes de tomar el poder y establecer un mundo de acuerdo a sus doctrinas, los movimientos totalitarios conjuran un mundo de mentiras de una consistencia más adecuada para satisfacer las necesidades de la mente humana que la realidad misma; en ese mundo, a través de la mera imaginación, las masas desplazadas se pueden sentir como en casa y se les permite evitar los interminables choques que la vida real y las verdaderas experiencias le dan a los seres humanos y a sus expectativas. La fuerza que posee la propaganda totalitaria –antes de que los movimientos tengan el poder de dejar caer cortinas de hierro para impedir cualquier disturbio ante la menor realidad, el grotesco silencio de un mundo enteramente imaginario– yace en su habilidad para aislar a las masas del mundo real.”

¿Entonces, qué hacemos? No alcanza con votar. Para citar al activista Philip Berrigan: si votar fuera tan efectivo, sería ilegal. Y no funcionará en una era en que las elecciones son robadas por máquinas de conteo pirateadas y una Suprema Corte dispuesta a revertir todo precedente legal para hacer a George Bush presidente.

No les estoy diciendo que no voten. Todos deberíamos votar. Pero ese debería ser el punto de partida si queremos retomar a Estados Unidos de América. Debemos cabildear, organizarnos y abogar por la disolución de la Organización Mundial de Comercio y el TLCAN. La OMC y el TLCAN han esposado a los trabajadores y consumidores al mismo tiempo que han entorpecido nuestros esfuerzos por crear un medio ambiente limpio. Estos acuerdos están más allá del control de nuestras cortes y han incapacitado a nuestras agencias reguladoras ya debilitadas. La OMC fuerza a nuestra clase trabajadora a competir con el trabajo brutalizado de niños y prisioneros en otros países, a ser reducidos a este nivel de esclavitud laboral o a no tener ningún trabajo significativo. Tenemos que revocar la ley anti trabajadores Taft-Hartley de 1947. El acta obstruye la organización de los sindicatos. Tenemos que transferir el control de los fondos de pensión de la dirección a los trabajadores. Si estos fondos de pensión, que valen billones de dólares, estuvieran en manos de los trabajadores, la clase trabajadora tendría una tercera parte de la Bolsa de Valores de Nueva York.

Para robar una frase de Obama, la clase trabajadora tiene todo derecho a ser amarga con las élites liberales. Yo estoy amargo. He visto lo que la pérdida de trabajos de manufactura y la muerte del movimiento laboral le hizo a mis familiares en los ex pueblos de molinos de Maine. Su historia es la historia de miles de millones de norteamericanos que ya no pueden encontrar un trabajo que sostenga a una familia y provea los beneficios básicos. Los seres humanos no son bienes de consumo. Padecen, sufren y sienten desesperación. Crían a sus hijos y luchan por mantener las comunidades. La creciente división de clases no puede ser comprendida, a pesar de las habladurías de muchos en los medios, por medio de complicados juegos de estadísticas o de la absurda y utópica fe en la globalización sin límites y los complicados acuerdos comerciales. Pero se la comprende ante los ojos de un hombre o una mujer que ya no gana suficiente dinero para vivir con dignidad y esperanza.

George Bush, quien estará aquí el sábado, ha hecho mucho por violar o incumplir las obligaciones del gobierno ante la ley nacional e internacional. Se rehusó a firmar el Protocolo de Kyoto, se retiró del Tratado de Misiles Anti-Balísticos, intentó eliminar la Corte Internacional de Crímenes, se retiró de las negociaciones sobre armas químicas y biológicas, y violó la Convención de Ginebra y las leyes de derechos humanos. Ha establecido colonias penales en el extranjero donde les negamos a los detenidos los derechos básicos y practicamos abiertamente la tortura. Inició una guerra ilegal en Irak con base a evidencia falsificada que hoy sabemos que fue desacreditada incluso antes de que la hicieran pública. Y si nosotros como ciudadanos no le pedimos que rinda cuentas por estos crímenes, si permitimos que la mayoría demócrata en el Congreso se salga con la suya y se rehúse a iniciar un proceso de levantamiento de cargos, lo cual parece probable, entonces seremos cómplices en la codificación de un nuevo orden mundial, uno que tendrá consecuencias aterradoras. Porque un mundo sin tratados, estatutos ni leyes es un mundo en el que cualquier nación, desde un estado nuclear granuja hasta un gran poder imperial, será capaz de invocar sus leyes nacionales y derogar sus obligaciones hacia otros.

Este nuevo orden desmantelará cinco décadas de cooperación internacional –que fue puesta en sitio en gran medida por los Estados Unidos–, destruirá nuestros propios derechos constitucionales y nos empujará hacia una pesadilla hobbesiana. Estamos a sólo uno o dos ataques terroristas de un Estado policial. El tiempo se agota.

No debemos permitir que se descarten las leyes y los tratados internacionales –los que establecen normas mínimas de comportamiento y proveen un marco para la competencia social, política, económica y para que los grupos e intereses económicos y religiosos resuelvan sus diferencias–. El ejercicio del poder sin ley es la tiranía. Y las consecuencias de la violación de la ley de George Bush, así como su creación de agujeros negros que pueden tragar a ciudadanos norteamericanos junto con quienes se encuentran fuera de sus fronteras, corre en línea directa de la Casa Blanca a Abu Ghraib, Guantánamo y las prisiones militares en ciudades como Charleston.

Gracias al memo de Downing Street que fue hecho público, sabemos que George Bush fabricó un pretexto legal para una guerra. Decidió levantar cargos contra Saddam Hussein por la violación material de la resolución aprobada al final de la Guerra del Golfo de 1991. No tenía ninguna prueba de que Saddam Hussein estuviera violando tal resolución. De modo que él y sus consejeros fabricaron reportes de armas de destrucción masiva y los diseminaron en los medios y el público asustados y manipulados. En breve, mintió. Nos mintió y le mintió al resto del mundo. Hay decenas de miles, quizá cientos de miles de personas que han sido asesinadas o heridas en una guerra que no tiene justificación legal; una guerra llevada a cabo mediante la violación de la ley internacional; una guerra que bajo las leyes post-Nuremberg se define como “una guerra criminal de agresión”.

Hemos metido la pata en naciones de las que sabemos muy poco. Estamos atrapados entre amargas rivalidades y grupos étnicos y líderes competidores que no entendemos. Estamos tratando de transplantar un sistema político moderno inventado en Europa y caracterizado, entre otras cosas, por la división de la tierra en estados seculares independientes basados en la ciudadanía nacional, a una tierra donde la creencia en un gobierno secular civil es un credo desconocido. Irak fue un desastre para los británicos cuando lo ocuparon en 1917. Será un desastre también para nosotros. Podemos comenzar un retiro ordenado o ver cómo se derrumba la misión.

Es importante vivir en un mundo con base en reglas. La creación de organismos y leyes internacionales, así como la santidad de nuestros derechos constitucionales, nos han permitido sostenernos en forma preeminente como nación –una nación que en su mejor aspecto busca respetar y defender el régimen de la ley–. Si demolemos el frágil y delicado orden nacional e internacional, si le permitimos a George Bush crear un mundo donde la diplomacia, la amplia cooperación, la democracia y la ley no tienen ningún valor, si permitimos que estos salvaguardas legales internacionales y nacionales caigan, nuestra autoridad moral y política se derrumbará. Desgastaremos la posibilidad de cooperación entre los estados-nación, incluyendo nuestros aliados más cercanos. Perderemos nuestro país. Y al final, veremos cómo el mal que hemos impuesto a otros nos visitará a nosotros también.

Lean Antígona, cuando el rey impone su voluntad sin escuchar a sus súbditos, o la historia de Tucídides. Lean cómo el imperio ateniense en expansión se vio convertir en una tiranía en el extranjero y luego en una tiranía en sus propios territorios. Cómo la tiranía impuesta por los líderes de Atenas fue finalmente impuesta sobre sí misma. Esto fue la perdición de la democracia ateniense, según escribiera Tucídides; Atenas se destruyó a sí misma. Porque el principal instrumento de la tiranía y del imperio es la guerra, y la guerra es un veneno que a veces tenemos que ingerir al igual que un paciente de cáncer debe ingerir veneno para sobrevivir. Pero si no entendemos al veneno de la guerra –si no entendemos cuán mortal es– nos puede matar tan certeramente como la enfermedad.

La esperanza, escribió San Agustín, tiene dos bellos hijos: el enojo y la valentía. El enojo ante el estado de las cosas y la valentía para ver que no permanezcan de ese modo.

Nos encontramos al borde de un enorme desplazamiento económico que obliga a millones de familias a abandonar sus hogares y a padecer severos problemas financieros; que amenaza con rehacer la estructura de nuestra sociedad. Estamos llevando a cabo una guerra que devora vidas y capital, y no podemos ganarla a fin de cuentas. Se nos dice que debemos renunciar a nuestros derechos para estar a salvo, para estar protegidos. En breve, nos están asustando.

Se nos pide que entreguemos todo lo mejor de nuestra nación a aquéllos como George Bush y Dick Cheney que buscan destruir nuestra nación. Un Estado de miedo sólo genera crueldad; crueldad, miedo, demencia y por último parálisis. En el centro del círculo de Dante los condenados permanecían inmóviles.

Si no nos enojamos, si no hacemos crecer dentro de nosotros esta valentía, efectivamente la militancia para enfrentar a aquellos individuos que en los partidos Demócrata y Republicano nos arrean hacia el estado corporativo, habremos desperdiciado nuestra valentía y nuestra integridad cuando más la necesitábamos.


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