Adiós, siglo estadounidense

Andrew Bacevich
TomDispatch
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
01/05/09

Introducción del editor de TomDispatch

Imaginen si, el día en el que a comienzos de abril Jiverly Voong entró al Edificio de la Asociación Cívica Estadounidense en Binghamton, Nueva York, y abatió a tiros a 13 personas, se hubiera leído el siguiente titular en las noticias: “Binghampton en choque mientras la policía investiga lo que algunos críticos califican de ‘asesinato masivo.’” Si los periódicos estadounidenses, así como las noticias en la televisión y la radio lo adoptaran como modelo, lo consideraríamos, claro, absurdo. Hasta que se pruebe su culpabilidad, un hombre con un arma puede ser llamado “sospechoso,” pero reconocemos un asesinato masivo cuando lo vemos. Y, sin embargo, en uno de los persistentes triunfos lingüísticos del gobierno de Bush, incluso cuando sale a la luz la información sobre los programas de tortura, la palabra “tortura” sufrió generalmente una suerte parecida.

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Los agentes de ese gobierno, por ejemplo, utilizaron lo que, en la Edad Media, solía ser llamado directamente “la tortura del agua” – nosotros lo llamamos "waterboarding" – 183 veces en un solo mes en un solo prisionero y, no obstante, me desperté la otra mañana con la siguiente formulación usada en la Edición Matutina de National Public Radio: “...interrogatorios duros que algunos consideran tortura.” Y Gwen Ifill de News Hour lo describió la otra noche como: “Un duro informe del Senado que apareció hoy planteó nuevas preguntas sobre drásticos interrogatorios de sospechosos de terrorismo en los años de Bush.” O, típicamente, USA Today escribió: “Obama abrió la puerta para una posible investigación y enjuiciamiento de antiguos funcionarios del gobierno de Bush, quienes autorizaron las ‘técnicas realzadas de interrogatorios’ que algunos críticos llaman tortura.” O, ya que estamos, en el New York Times: “… el uso de waterboarding y otras técnicas del gobierno de Bush que críticos dicen cruzaron la línea hacia la tortura…”

Tortura, como palabra, excepto en documentos o en boca de otra gente – esos “críticos” –ha perdido evidentemente su poder descriptivo en el mundo de nuestras noticias, en las que se prefiere casi cualquier otra formulación. A menudo la palabra preferida en estos días es “duras,” o incluso “brutales,” ambos sustitutos para la anodina “realzadas” en la propia descripción del gobierno de Bush para el paquete de “técnicas” de torturas que institucionalizó y justificó después del hecho en esos memorandos legales. La frase se proponía, por supuesto, evadir la ley, ya que la tortura es un crimen, no sólo en el derecho internacional, sino en este país. El hecho es que, si uno no puede llamar algo como lo que es, le va a ser difícil enfrentar lo que ha hecho, menos todavía enjuiciar crímenes que no han sido cometidos necesariamente en su nombre.

Cómo llamamos a las cosas, los nombres que utilizamos, es importante. Cómo, por ejemplo, imaginamos nuestros afectos pasados, cómo vemos el presente y el futuro, tal como Andrew Bacevich deja en claro a continuación. No es sorprendente que el libro de Bacevich “The Limits of Power,” que es oficialmente publicado hoy en edición en rústica, se haya convertido en un éxito de ventas. Tiene una manera de abrirse camino a través de la verborrea de nuestro mundo, siempre en busca de la realidad; también tiene una manera, como solían describirlo los chinos, de “rectificar nombres” – es decir sincronizar la realidad y las prácticas denominativas. Aquí, por ejemplo, es cómo, al final de “Limits”, encuadra el consenso de Washington para reaccionar ante dos guerras fracasadas y una misión global que fracasa mediante la expansión de las fuerzas armadas de EE.UU.:

“EE.UU. no necesita un ejército más grande. Necesita una política exterior más pequeña – es decir, más modesta, que asigne a los soldados misiones que correspondan a sus capacidades. La modestia implica la renuncia a las ilusiones de grandeza provocadas por el fin de la Guerra Fría y luego el 11-S.”

Ahora, dejémoslo trabajar del mismo modo respecto a nuestro truncado “Siglo Estadounidense”. Tom

Adiós, “Siglo Estadounidense”

Reescribamos el pasado y agreguemos lo que fue excluido

Andrew Bacevich

En un artículo reciente, Richard Cohen del Washington Post escribió: “Lo que Henry Luce llamó el ‘Siglo Estadounidense’ se acabó.” Cohen tiene razón. Todo lo que falta es clavar una estaca a través del corazón de la perniciosa creación de Luce, para que no vuelva a la vida. Es algo que costará un cierto esfuerzo.

Cuando el editor de Time-Life acuñó su famosa frase, su intención era animar a sus conciudadanos a la acción. Su ensayo, “El Siglo Estadounidense,” publicado en la edición de Life del 7 de febrero de 1941, llegó a los puestos de venta en un momento en el que el mundo estaba en un período de vasta crisis. Una guerra en Europa se había descontrolado de un modo desastroso. Un segundo conflicto casi igualmente peligroso se desarrollaba en Lejano Oriente. Los agresores estaban en marcha.

Con la suerte de la democracia colgada en la balanza, los estadounidenses lo tomaban a la ligera. Luce los instó a dejarse de evasivas. Más que eso, los emplazó a “aceptar de todo corazón nuestro deber y nuestra oportunidad como la nación más poderosa y vital del mundo… ejercer el impacto total de nuestra influencia sobre el mundo, para los propósitos que consideremos adecuados y por los medios que consideremos adecuados.”

Al leerlo hoy en día, el ensayo de Luce, con su extraña mezcla de chovinismo, religiosidad y ampulosidad (“Ahora debemos proponernos ser los Buenos Samaritanos para todo el mundo…”) no queda bien puesto. No obstante, la frase “Siglo Estadounidense” perduró y ha gozado de una notable carrera. Está relacionada con la era contemporánea como la “era victoriana” lo hace con el Siglo XIX. En una concisa frase, captura (o por lo menos parece capturar) la esencia de una cierta verdad definidora: EE.UU. como alfa y omega, fuente de salvación y subsistencia, vanguardia de la historia, espíritu guía e inspiración para toda la humanidad.

En su formulación clásica, el tema central del Siglo Estadounidense ha sido la rectitud superando al mal. EE.UU., sobre todo los militares de EE.UU., posibilitaron ese triunfo. Cuando, después de recibir un empujón final el 7 de diciembre de 1941, los estadounidenses terminaron por aceptar su deber de dirigir, salvaron al mundo de sucesivos totalitarismos diabólicos. Al hacerlo, EE.UU. no sólo preservó la posibilidad de la libertad humana sino modeló cómo debía ser la libertad.

Gracias, camaradas

Así suena la narrativa preferida del Siglo Estadounidense, tal como la cuentan sus oficiantes.

Esa interpretación presenta dos problemas. Primero, reivindica un crédito excesivo para EE.UU. Segundo, excluye, ignora o trivializa temas que no coinciden con esa narración triunfal del cuento.

El efecto neto es perpetuar una serie de ilusiones que, sea cual sea su valor en décadas pasadas, han dejado de ser útiles hace tiempo. En breve, la persistencia de ese enfoque autocongratulatorio priva a los estadounidenses de tener consciencia de sí mismos, obstaculizando nuestros esfuerzos por navegar por las aguas traidoras en las que se encuentra actualmente el país. Dicho a secas, estamos perpetuando una versión mítica del pasado que nunca llegó a aproximarse a la realidad y que hoy en día se ha convertido en francamente maligna. Aunque Richard Cohen pueda tener razón cuando señala el fin del Siglo Estadounidense, el pueblo de EE.UU. – y especialmente su clase política – siguen siendo sus esclavos.

La construcción de un pasado utilizable para el presente requiere la voluntad de incluir gran parte de lo que se deja afuera en el Siglo Estadounidense.

Por ejemplo, en la medida en la que la demolición del totalitarismo merece ser vista como un tema destacado de la historia contemporánea (y lo merece), el crédito esencial para ese logro seguramente pertenece a la Unión Soviética. Cuando se trató de derrotar al Tercer Reich, los soviéticos soportaron de lejos el peso preponderante, sufriendo un 65% de todas las muertes aliadas en la Segunda Guerra Mundial.

En comparación, EE.UU. sufrió un 2% de esas pérdidas, por lo cual todo estadounidense cuyo padre o abuelo sirvió en y sobrevivió esa guerra debiera decir: ¡Gracias, camarada Stalin!

Que EE.UU. se atribuya el mérito de haber destruido la Wehrmacht [ejército alemán] es el equivalente de que Toyota se atribuyera el mérito de haber inventado el automóvil. Entramos tarde al conflicto y luego nos apoderamos de más de una parte justa de las ganancias. La verdadera “Gran Generación” es la que voluntariamente sacrificó a millones de sus compatriotas rusos mientras aniquilaba a millones de soldados alemanes.

Pisándole los talones a la Segunda Guerra Mundial vino la Guerra Fría, en la cual los antiguos aliados se convirtieron en rivales. Una vez más, después de una lucha de décadas, EE.UU. salió ganando.

No obstante, al determinar ese resultado, el resplandor de los estadistas estadounidenses fue mucho menos importante que la ineptitud de los que presidían en el Kremlin. Torpes dirigentes soviéticos administraron tan mal su imperio que terminó por implosionar, desacreditando permanentemente al marxismo leninismo como una alternativa plausible para el capitalismo liberal-democrático. El dragón soviético se las arregló para suicidarse. De modo que ¡muchas gracias camaradas Malenkov, Khrushchev, Brezhnev, Andropov, Chernenko, y Gorbachov!

Se jodió la cosa

Lo que los incondicionales tienden a excluir de su descripción del Siglo Estadounidense no son sólo las contribuciones de otros, sino los diversos traspiés perpetrados por EE.UU. – traspiés, hay que señalar, que engendraron muchos de los problemas que nos acosan actualmente.

Los casos de locura y criminalidad con la etiqueta “hecha en Washington” no estarán al mismo nivel que el genocidio armenio, la Revolución Bolchevique, el apaciguamiento de Adolf Hitler, o el Holocausto, pero es seguro que no son historias de pacotilla. Al darles su lugar merecido necesariamente hay que convertir en inadmisible el relato estándar del Siglo Estadounidense.

Lo que sigue, son varios ejemplos, cada uno familiar, aunque sus implicaciones para los problemas que enfrentamos actualmente son esmeradamente ignoradas:

Cuba. En 1898, EE.UU. fue a la guerra contra España por el propósito proclamado de liberar a la así llamada Perla de las Antillas. Cuando terminó esa breve guerra, Washington renegó de su promesa. Si realmente ha habido un Siglo Estadounidense comenzó en ese momento, cuando el gobierno de EE.UU. rompió un compromiso solemne, mientras insistía descaradamente en que no era así. Al convertir a Cuba en protectorado, EE.UU., EE.UU. puso en movimiento una larga cadena de eventos que llevaron en su momento al ascenso de Fidel Castro, Playa Girón, la Operación Mangosta, la crisis de los misiles de Cuba, e incluso al actual campo de prisión en la Bahía de Guantánamo. La línea que conecta estos diversos eventos podrá no ser recta, en vista de los numerosos avatares y vicisitudes a lo largo del camino, pero los puntos se conectan.

La Bomba. Las armas nucleares ponen en peligro nuestra existencia. Utilizadas en gran escala, pueden destruir a la propia civilización. Incluso ahora, la perspectiva de que una potencia menor como Corea del Norte o Irán adquiera bombas nucleares hace temblar al mundo. Presidentes estadounidenses – Barack Obama es sólo el último en una larga línea – declaran que la abolición de esas armas es imperativa. Lo que están menos inclinados a reconocer es el papel que EE.UU. jugó en afligir a la humanidad con ese flagelo.

EE.UU. inventó la bomba. EE.UU. – como único entre los miembros del club nuclear – realmente la utilizó como arma de guerra. EE.UU. dio el tono en la definición de la capacidad del ataque nuclear como parámetro del poder en el mundo de posguerra, y dejó a otras potencias como la Unión Soviética, Gran Bretaña, Francia y China, bregando por recuperar terreno. Hoy en día, EE.UU. todavía mantiene dispuesto un enorme arsenal nuclear y se niega inflexiblemente a comprometerse a una política de no utilizar primero armas nucleares, incluso cuando hace profesión de su horror ante la perspectiva de que alguna otra nación haga lo que el propio EE.UU. ya ha hecho.

Irán. Extendiendo su mano a Teherán, el presidente Obama ha invitado a los que gobiernan la república islámica a “aflojar sus puños.” Pero en una medida considerable, esos puños cerrados han sido causados por nosotros mismos. Para la mayoría de los estadounidenses, el descubrimiento de Irán data del tiempo de la tristemente célebre crisis de los rehenes de 1979-1981, cuando estudiantes iraníes ocuparon la embajada de EE.UU. en Teherán, detuvieron a varias docenas de diplomáticos y militares estadounidenses, y sometieron al gobierno de Jimmy Carter a una lección de ignominiosa humillación durante 444 días.

Para la mayoría de los iraníes, la historia de las relaciones entre EE.UU. e Irán comienza un poco antes. Comienza en 1953, cuando agentes de la CIA colaboraron con sus homólogos británicos en el derrocamiento del gobierno democráticamente elegido de Mohammed Mossadegh y en el retorno del Shah de Irán a su trono. El complot tuvo éxito. El Shah recuperó el poder. Los estadounidenses consiguieron petróleo, junto con un mercado lucrativo para la exportación de armas. El pueblo de Irán fue perjudicado. La libertad y la democracia no prosperaron. El antagonismo que se expresó en noviembre de 1979 en la ocupación de la embajada de EE.UU. en Teherán no fue enteramente sin motivo.

Afganistán. El presidente Obama ha perdido poco tiempo en convertir la Guerra de Afganistán en suya. Como su predecesor promete derrotar a los talibanes. También, como su predecesor, todavía tiene que encarar el papel jugado para comenzar por EE.UU. en la creación de los talibanes. Washington se enorgulleció en su época del éxito que tuvo en la canalización de armas y ayuda a los afganos fundamentalistas que libraban la yihad contra ocupantes extranjeros. Durante los gobiernos de Jimmy Carter y de Ronald Reagan, fue considerado como el colmo de la astucia política. El apoyo de EE.UU. para los muyahidín provocó convulsiones a los soviéticos. También alimentó un cáncer que, con el pasar del tiempo, cobró un penoso precio a los propios estadounidenses – y que hoy tiene a las fuerzas estadounidenses empantanadas en una guerra aparentemente interminable.

Acto de penitencia

¿Si EE.UU. hubiera actuado de otra manera, se habría convertido Cuba en una democracia estable y próspera, un fanal de esperanza para el resto de Latinoamérica? ¿Habría evitado el mundo la plaga de las armas nucleares? ¿Sería hoy Irán un aliado de EE.UU., un fanal de liberalismo en el mundo islámico, en lugar de ser un miembro constituyente del “eje del mal?” ¿Sería Afganistán un país tranquilo, pastoral, en paz con sus vecinos? Nadie, claro está, puede decir lo que hubiera sido. Todo lo que sabemos con seguridad es que las políticas urdidas en Washington por estadistas supuestamente habilidosos, ahora parecen excesivamente imprudentes.

¿Qué pensar de esas ineptitudes? Podríamos sentirnos tentados a mirar para otro lado, preservando así el cuento reconfortante del Siglo Estadounidenses. Debemos evitar esa tentación y tomar el camino contrario, reconociendo abierta, libre y impertérritamente dónde nos hemos equivocado. Deberíamos esculpir ese reconocimiento en la cara de un monumento colocado en la mitad del Mall en Washington: Metimos la pata. Jodimos la cosa. Quedamos como idiotas. Nos dieron por el culo.

Por cierto, deberíamos pedir disculpas. Cuando se trata de evitar la repetición de un pecado, nada funciona mejor que un abyecto arrepentimiento. Deberíamos, por lo tanto, decir al pueblo de Cuba que lamentamos haber arruinado las relaciones entre nuestros países durante tanto tiempo. El presidente Obama debería hablar en nuestro nombre al pedir perdón a la gente de Hiroshima y Nagasaki. Deberíamos expresar nuestro arrepentimiento colectivo a iraníes y afganos por lo que ha ocasionado el pasado intervencionismo de EE.UU.

EE.UU. debe hacer esas cosas sin esperar reciprocidad. No importa lo que puedan decir o hacer los responsables estadounidenses, Castro no admitirá que ha cometido su propia parte de errores. Los japoneses no compararán Hiroshima con Pearl Harbor y dirán que todo está bien. Los mullahs de Irán y los yihadistas de Afganistán no dirán a un Washington arrepentido que lo pasado pasó.

No, les pedimos perdón, pero por nuestro propio bien – para liberarnos de los engreimientos acumulados del Siglo Estadounidense y para reconocer que EE.UU. participó plenamente en la barbarie, locura y tragedia que definen nuestra época. Debemos responsabilizarnos por todos esos pecados.

Para resolver nuestros problemas debemos vernos como somos en realidad. Y eso exige que dejemos de lado, de una vez por todas, las ilusiones encarnadas en el Siglo Estadounidense.

…………

Andrew J. Bacevich es profesor de historia y relaciones internacionales en la Universidad Boston. Su libro más reciente: The Limits of Power: The End of American Exceptionalism,” acaba de aparecer en rústica.

Copyright 2009 Andrew J. Bacevich

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