España: totalitarismo hipotecario
Rafael Leonisio
Tercera Vía
22/06/08
En los tiempos que corren el poder ha encontrado un nuevo mecanismo para controlar a los ciudadanos: atarles de por vida a una hipoteca que les impide no sólo protestar y reclamar sus derechos más básicos sino que también supedita su vida cotidiana hasta límites insospechados. Es, en definitiva, un nuevo totalitarismo que a diferencia de los del siglo pasado no está dirigido por el Estado sino por la gran banca ayudada por éste último.
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En términos sociológicos podríamos definir el control social cómo una serie de mecanismos reguladores del statu quo imperante. Mediante ellos, por una parte, se presiona al individuo para adherirse a las normas y, por otra, se reprimen las manifestaciones de conductas desviadas. A lo largo de la Historia han existido muchas y variadas formas de control social: esclavismo, adscripción a la tierra, religión o la propia policía. A través de estos instrumentos la minoría privilegiada y poderosa ha ejercido su control sobre la mayoría para seguir disfrutando de su privilegiada posición.
En este siglo algunos de estos mecanismos son algo más sutiles. En España tenemos un claro ejemplo de ello en las hipotecas de por vida. Y es que si en la Edad Media existían los siervos de la gleba ahora lo que se estila son los siervos de la banca. Las clases no detentadoras de poder (las masas, podríamos llamarlas) han pasado de estar adscritas a una tierra de la que dependía su sustento a estar adscritas a una hipoteca de la que depende su bienestar material. ¿Es este tipo de deuda un tipo de control social? Puede parecer exagerada esta definición pero el hipotecado a largo plazo, al igual que el campesino medieval o el esclavo en la edad antigua, ha dejado de ser libre y su vida queda supeditada a algo ajeno a sí mismo. No hablamos ya de que un pseudopropietario como el hipotecado de por vida, debido a su situación, tienda ideológicamente de manera inexorable hacia el polo conservador (es dudoso que alguien con el agua al cuello se torne en exceso levantisco con el poder) sino que esta situación afecta a los aspectos más personales de su vida cotidiana: ¿es libre para protestar en el trabajo? ¿y para despedirse y buscar otra cosa mejor? ¿y para cambiar de ciudad? ¿se atreverá a divorciarse? ¿tendrá todos los hijos que desee?
La verdad es que la cuestión de las hipotecas ad eternum está dando y dará que hablar por constituir el gran problema de esa generación que ahora mismo se encuentra en torno a la treintena. Gente que para poder emanciparse ha tenido que endeudarse hasta el límite, despojándose de una gran parte de lo que ganará en su vida para repartirlo, casi a partes iguales, entre el pequeño o gran especulador de turno y el banco o caja que ha tenido la crueldad (y el buen ojo para sus intereses) de atarle a su entidad para siempre. Personas que arrastrarán durante toda su vida una deuda que les impedirá actuar con la poca libertad que nos permite nuestro sistema actual; y que sin duda se verán frustradas al no estar a su alcance muchos de los bienes materiales que, como miembros activos de esta sociedad consumista, sin duda ansiarán. Estos actuales jóvenes hipotecados a tipo variable verán subir su deuda a una velocidad mayor que sus sueldos y se verán privados de esas vacaciones que tanto ansían, de la tranquilidad de tener un seguro a todo riesgo para el coche o de simplemente salir de cena o tomar una copa con los amigos.
Y no sólo eso. El nivel de endeudamiento ha crecido a tales límites que quizá no sería aventurado hablar de una nueva clase de pobres-propietarios : personas, en su mayoría jóvenes de esta generación maldita, cuyo sueldo llega sólo prácticamente para cubrir su deuda hipotecaria con el banco. Estos neopobres, con una espada de Damocles en forma de desahucio sobre su cabeza, sólo podrían “consumir” vivienda y por tanto quedarían fuera de la dinámica de nuestra sociedad comercial y de consumo. Además, dependerían no sólo del banco sino de sus familias (u otros allegados) para satisfacer ciertas necesidades muy básicas (luz, agua, comida) o no tanto (cuidado de niños, cultura, salud no cubierta por el sistema público) porque simplemente “no les llega”. Atados de por vida a un nicho de ladrillos pronto se darán cuenta de que si democracia significa “poder del pueblo” es irónico decir que nos hallamos en una. Ellos más que nadie sabrán bien quien tiene la sartén por el mango: las entidades financieras, dueños y señores de lo que, estirando hasta el límite el argumento, podríamos definir como bancocracia.
En los totalitarismos del siglo XX el Estado trataba de controlar todos los aspectos de la vida nacional, de manera que nadie era libre. No sólo para atentar de alguna manera contra el régimen sino tampoco para actuar en su vida cotidiana de una manera que desagradara a la ideología de las autoridades. Como acabamos de ver, los proyectos de vitales de los ahora jóvenes (que serán ancianos cuando salden su deuda) están supeditados a su precaria situación financiera (a lo que se une su precaria situación laboral, la otra cara de la moneda de este asunto). Es decir, su vida privada, sus sueños o su capacidad de prosperar como personas se ve atada a un totalitarismo de nuevo cuño. Porque ya no es un Estado omnipresente, un dictador caprichoso o un gobierno tirano. Ahora no son los poderes públicos quienes ejercen el control sino que son el mercado y los grupos económicos de poder los que tienen más capacidad de decisión sobre la vida de los individuos. Puede ser ésta incluso una situación peor que la anterior ya que en este nuevo totalitarismo el verdadero poder, resguardado tras el parapeto de ese Estado que parece que manda, es más difuso y por tanto más difícil de combatir.
Dificultad a la que se le añade el hecho de que nuestros gobernantes ayudan a quien de verdad detenta el poder en ejercer su control sobre la ciudadanía. Y es que entre las hipotecas de por vida, el fútbol a todas horas, los programas del corazón y la Fórmula 1 (nueva devoción inducida por las televisiones) los grandes poderes económicos, políticos y mediáticos (si es que es correcto usar el plural) están tratando de adocenar a unos ciudadanos si no potencialmente revolucionarios (sería mucho pedir en la opulenta sociedad del bienestar material) sí potencialmente reivindicadores de sus derechos más básicos. Abandonada por tanto una de las más básicas obligaciones del poder público, defender a los individuos de los abusos del mercado, quedan los Movimientos Sociales como únicos garantes de hacer la pedagogía necesaria para que poco a poco no nos quedemos por completo alienados y la gran banca se convierta en nuestro nuevo Gran Hermano. El orwelliano, por supuesto.
Rafael Leonisio. Investigador del Departamento de Ciencia Política de la Universidad del País Vasco (UPV-EHU).
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