Impunidad, derechos humanos y justicia ética
Marcos Roitman Rosenmann
La Jornada
03/08/09
En el caracol de Morelia y con el aval de las juntas de buen gobierno se desarrolló el primer Encuentro Continental Americano Contra la Impunidad. Su objetivo, poner de relieve aquello que las elites políticas de los años 80 del siglo pasado consensuaron para hacer posibles las transiciones de las dictaduras y el pacto de punto final, consistente en amnistiar las violaciones a los derechos humanos. Esta política sobrevoló las negociaciones a la hora de formalizar la retirada de las fuerzas armadas del poder.
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Si era previsible que los golpistas se aferrasen a una política de amnistía para salvaguardar sus intereses y regresar con el uniforme inmaculado a los cuarteles, pocos explican la actitud complaciente de los interlocutores para acceder a sus demandas. Tal vez los implicados estaban de acuerdo en desarrollar una estrategia de perdón y olvido. Atrás debían quedar los detenidos-desaparecidos, los torturados, los secuestrados, los exiliados. Había que soltar lastre y nada mejor que mostrar un espíritu conciliador. Los responsables de imponer gobiernos de facto ya no rendirían cuentas ante la justicia. Los cuerpos de miles de personas, arrebatados a la vida bajo las más cruentas formas de practicar el asesinato político, se transformaban en problema estético, sin repercusiones en la agenda del nuevo orden social. Un pecado del cual sus autores se podían redimir considerando el éxito del modelo económico implantado. En fin, los muertos fueron pocos si consideramos los resultados obtenidos, argumentaron. Sin embargo, para evitar suspicacias habría chivos expiatorios. Los elegidos asumirían la pesada carga de años cometiendo crímenes de lesa humanidad. Así, ninguna de las partes negociadoras se sentiría perjudicada. Emergía un tiempo nuevo, la globalización, y el fin de la guerra fría. Se lavaba la cara a las instituciones militares y su honor quedaba inmaculado. Una sesión de maquillaje facilitaba deshacerse de incómodos subordinados ligados a los centros de tortura y represión. A los generales y altos mandos se les llamaba a retiro, se les reubicaba en embajadas como agregados militares o les buscaban una nueva identidad. Y para los civiles que habían participado en el genocidio como ministros, subsecretarios o funcionarios de confianza se les cubrirían las espaldas con un trato de favor. En síntesis, todos quedaban al margen de posibles acusaciones de violación a los derechos humanos. La ley de punto final tuvo como fin crear un muro de contención evitando la ola de imputaciones que llenarían los juzgados pidiendo justicia. Y, claro, la vergüenza pública de verse en los tribunales era motivo suficiente para cerrar filas obstaculizando cualquier acción de la justicia.
Para justificar esta política de impunidad se recurrió a una interpretación espuria de las ordenanzas militares, la obligación de someter las violaciones a los derechos humanos a la "ley" de obediencia debida, aunque conlleven acciones criminales. Este ha sido el manto protector para eximir de responsabilidades a los militares implicados en crímenes de lesa humanidad. Jurídicamente, la mayoría de los casos de secuestro, detenidos-desaparecidos y torturas han sido contrarrestados con dicho argumento. Sin olvidar otro principio esgrimido por los verdugos y sobre el cual se han parapetado los abogados defensores de los victimarios. Me refiero a la ruptura de la cadena de mando. Así, los miembros de las juntas militares y de Estado Mayor niegan haber dado órdenes para asesinar o torturar a los detenidos en estado de guerra, de sitio o de lucha anticomunista. Ellos se reclaman libres de tales actos condenando a sus autores. Los subordinados que así procedieron obraron por cuenta propia, al margen de la institución militar.
Este pacto del punto final compromete igualmente a jueces, fiscales y abogados. El sistema de justicia opera bajo sus principios evitando cualquier enfrentamiento con el sistema. Es la excusa para dar carpetazo a los crímenes cometidos durante los años de las dictaduras. Salvo excepciones, nada sugiere una ruptura. Muchos casos son sobreseídos o archivados para mantener el equilibrio de poderes y no enfadar a los militares. Ante esta ignominia, los sobrevivientes de torturas y los familiares de detenidos-desaparecidos han buscado otras formas de hacer justicia. Los desagravios públicos conocidos como Funas, contra los torturadores en sus domicilios, es un punto de partida. Se busca concitar el rechazo comunitario a los torturadores. Esta experiencia sustituye, en parte, el silencio de los tribunales.
Por otro lado, los medios de comunicación no prestan atención o callan. Igualmente, muchos intelectuales que se comprometieron con el restablecimiento de las libertades, cuando se trata de condenar las violaciones a los derechos humanos cometidas durante los gobiernos de facto y del presente se escaquean. Su compromiso se diluye mirando hacia otro lado. Es el caso de las matanzas de los pueblos indígenas o la represión generalizada en caso de protesta popular. Los ejemplos pueden ser Acteal, Guerrero, Oaxaca, Perú, Colombia y el sur de Chile.
Por ello este primer encuentro es un punto de inflexión. Busca poner fin a las políticas de impunidad llamando la atención al necesario componente ético, presente a la hora de aplicar justicia. Los sobrevivientes deben ver reparados los daños. Sólo así la sociedad podrá quitarse esa loza bajo el ejercicio democrático de los derechos civiles. Mientras no suceda, la ofensa pervivirá con el peligro subyacente de que nuevos militares tomen el relevo bajo el pretexto de luchar contra el terrorismo internacional, el narcotráfico o como en Honduras, contra el chavismo. La alarma se dispara. Es obligatorio acabar con las leyes de punto final y la impunidad. Los responsables deben ser juzgados. La verdad debe salir a la luz frente a la mentira y la amnesia política.
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