El perfil de la reciente política exterior de EE.UU.

Gabriel Kolko
CounterPunch
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
05/08/09

La guerra, desde su preparación hasta sus secuelas, ha definido tanto la naturaleza esencial de las principales naciones capitalistas como su poder relativo desde por lo menos 1914. La guerra se convirtió en el mayor catalizador de cambio en movimientos revolucionarios en Rusia, China y Vietnam. Aunque las guerras también crearon partidos reaccionarios y fascistas, particularmente en el caso de Italia y Alemania, a la larga produjeron cambios sociales interiores de magnitud trascendental. La Revolución Bolchevique fue el ejemplo preeminente de esa irónica simbiosis de guerra y revolución.

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Las guerras no sólo crearon desorden social dentro de naciones, produciendo revoluciones de derecha e izquierda, sino también redujeron la capacidad de Estados capitalistas de competir económicamente los unos con los otros. En un grado significativo, la supremacía económica de EE.UU. hasta la Guerra de Vietnam se basó en las consecuencias económicas para Europa de las dos Guerras Mundiales. Los Estados europeos hicieron la guerra mientras EE.UU. producía bienes para ellos hasta que estuvo listo para entrar a la guerra posteriormente bajo sus propias condiciones. Después de 1964, se invirtió el modelo, ya que EE.UU. se debilitó mediante la guerra mientras europeos y japoneses producían bienes de consumo y prosperaban.

Las decisiones políticas hechas por EE.UU. y la mayor parte de las otras naciones dependieron siempre de la salud – o su ausencia – de la economía. Las necesidades económicas restringen las opciones que pueden considerar los responsables políticos. Lo que una nación se puede permitir es crucial para determinar lo que puede hacer a largo plazo. La naturaleza de una estructura del poder – qué individuos y clases tienen la máxima influencia – conforma por su parte la gama de políticas que pueden seleccionar los responsables de las decisiones. El papel político de las corporaciones que tienen más que ganar en una nación ha sido siempre muy desproporcionado en relación a su cantidad. Han creado un consenso mayor entre los que importan más en la política. Han suministrado, en un grado notable, el personal y la pericia esenciales para la evaluación y la dirección de la política exterior. Todo esto podrá parecer perfectamente obvio, pero vale la pena que recordemos que – entre otras cosas pero a menudo en su mayor parte – las políticas exteriores reflejan la naturaleza de partes interesadas, que pueden ser corporativas (los patrocinadores en sí a menudo están muy divididos), o étnicos (patrocinadores no menos divididos por sus concepciones de cómo EE.UU. debe reaccionar mejor ante las situaciones), o incluir a otros grupos de intereses de toda forma y variedad.

Históricamente, las principales naciones capitalistas mantuvieron un consenso contra todas las revoluciones sociales en el Tercer Mundo. Este consenso, sin embargo, se erosionó y desmoronó a medida que los intereses comerciales nacionales entraron en juego por rivalidades por el petróleo y materias primas críticas, y a medida que se hizo más apremiante el deseo de integrar a naciones ex coloniales (por artificiales que fueran) en esferas de influencia. Como resultado, hubo un creciente conflicto de poder entre Europa Occidental, EE.UU., Japón y, más recientemente, China. La guerra en Vietnam posibilitó la nueva perentoriedad y el poder real de otras naciones, así como la economía estadounidense inflacionaria y plagada por déficit vivió el debilitamiento del dólar y el abandono del estándar oro bajo Lyndon Johnson.

Todo lo que aseguró EE.UU. fue la propia inseguridad, llevando a un futuro marcado por frecuentes crisis en las áreas financiera y de política exterior, dependiendo de los intereses involucrados. Todo esto parece obvio, pero aparentemente no lo es para los que gobiernan las naciones, en gran parte porque los intereses en juego son siempre diferentes y porque simplemente existen demasiados matices que considerar.

Los críticos radicales no pueden elaborar un itinerario o predecir la magnitud exacta de las crisis futuras porque sus percepciones analíticas son deficientes, por haber perdido su atractivo y por sonar cada vez más vacuas. Pero los que gobiernan nuestras instituciones políticas y económicas tienen el problema de resolver los desafíos que heredan, y su incapacidad en el pasado de hacerlo sin crear problemas en algún grupo de la sociedad estadounidense – generalmente los pobres y desfavorecidos – lega un futuro sombrío a los que probablemente perderán más.

El problema de mantener una vasta política exterior y militar, no sólo para EE.UU. sino también para otras naciones, es que todas las decisiones sobre problemas vitales son filtradas a través del prisma de la ambición. Ya que los hombres y mujeres que aspiran a lograr influencia y poder dan frecuentemente consejos a fin de progresar en sus propias carreras, son en general cualquier cosa pero no evaluadores objetivos de opciones. Las decisiones son tomadas para tener éxito; pocas veces se eligen las alternativas sobre la base de hechos. La guerra en Iraq fue un ejemplo. En abril de 2008 el informe de la Universidad Nacional de la Defensa sobre la Guerra de Iraq, que la calificó de “un debacle importante,” fue escrito por hombres que originalmente habían apoyado totalmente la guerra para progresar en sus carreras, y después se dieron cuenta de que era esencial volverse contra ella ya que era políticamente conveniente que el dinero del Congreso siguiera fluyendo. En breve, las decisiones debieran ser tomadas sin referencia a las demandas del sistema burocrático o a los cálculos de individuos sobre cómo una decisión en particular afectará su futuro personal. Pero el actual sistema de toma de decisiones es defectuoso. Es posible que se cometan errores inocentemente, como sucede a menudo, por malinterpretación de hechos o por ignorancia de información vital, pero el sistema también tiene el problema de la gente ambiciosa. Todas las teorías de anticipación racional, incluidas las nociones esquemáticas de Max Weber y gente semejante en sociología, cometen errores muy similares.

Todas las principales políticas de Bush fracasaron, especialmente sus guerras en Afganistán e Iraq y la grandiosa agenda neoconservadora para convertir a EE.UU. en la potencia mundial dominante, dejando un legado de temor y odio en Oriente Próximo y gran parte del resto del mundo, convirtiendo a Rusia en enemiga y debilitando las alianzas tradicionales de EE.UU. Esas políticas también convirtieron a Bush en el presidente más impopular de la historia estadounidense. En lugar de vindicar el poder del Pentágono y tener éxito en la extirpación de males terroristas, las guerras en Afganistán e Iraq han mostrado una vez más que EE.UU. no puede imponer su voluntad a naciones determinadas a resistir. También han desestabilizado gravemente el mundo musulmán, Pakistán, y toda la región del sur de Asia, convirtiendo la proliferación nuclear en un peligro mayor que nunca antes. Como en su intento de destruir a los comunistas vietnamitas, el ataque de EE.UU. contra el régimen de Sadam Hussein volvió a revelar los límites de su poder. Peor todavía, la guerra de Bush contra Iraq en Oriente Próximo, convirtió – como su padre temía que sucediera – a Irán en la potencia dominante en la región y transformó el equilibrio del poder a favor de una nación que EE.UU. decidió convertir en su enemigo. Las contradicciones y los desastres constituyen la idea central de casi todo lo que hizo el segundo George Bush, pero también existe una continuidad crucial entre su propio gobierno y el de su padre desde 1989 hasta 1992.

A EE.UU. la faltaba un enemigo identificable después del colapso de la Unión Soviética en agosto de 1991. Con la desaparición del adversario de la Guerra Fría el temor del comunismo tenía que ser reemplazado por otra ansiedad movilizadora. El presidente George H.W. Bush y la mayoría de sus asesores deseaban que la URSS sobreviviera de alguna manera. “Tenemos interés en la estabilidad de la Unión Soviética, dijo a Bush Brent Scowcroft, Consejero Nacional de Seguridad del presidente. “Los enemigos históricos serían menos constreñidos por los alineamientos bipolares de las superpotencias,” declaró el Estado Mayor Conjunto de EE.UU. en 1991. El comunismo había sido peligroso pero previsible, y el peligro ahora era la “desregulación internacional.” Lo que era esencial era una nueva doctrina para reemplazar el temor del comunismo, una doctrina que mantuviera al Congreso y al público estadounidense dispuestos a gastar sumas desmesuradas para mantener a las fuerzas armadas de EE.UU. como las más fuertes del mundo.

El primer presidente Bush asignó este problema de definición a su Secretario de Defensa, Dick Cheney, quien después llegó a ser vicepresidente bajo su hijo. Cheney publicó un grandioso cuadro de un poder militar estadounidense dominante, tan grande y omnipotente – y costoso – globalmente, que ninguna nación podría rivalizar con él. La política era vaga en cuanto a la nación o enemigo contra la cual se dirigía, pero incluía el abandono de la doctrina de la disuasión nuclear y un compromiso a utilizar armas nucleares contra amenazas menores – armas de destrucción masiva, amenazas de una naturaleza indefinible. Nunca fue repudiada, de hecho fue esencialmente continuada, por el gobierno de Clinton. Más tarde formó la base de la visión neoconservadora bajo el segundo gobierno Bush. Por cierto, no ha sido repudiada por nadie, ni republicanos o demócratas, incluso hasta la fecha. Cuando partes de la visión de Cheney fueron publicadas en 1993, ya se pensaba que japoneses y alemanes eran considerados, de nuevo, como posibles rivales del poder estadounidense. Después de la Guerra del Golfo de 1990, Iraq fue considerado enemigo, pero también importante desde el punto de vista estratégico, simplemente porque Sadam Hussein – otrora amigo de EE.UU. y receptor de miles de millones de dólares en ayuda – refrenaba efectivamente el poder iraní. ¿Quién era el enemigo? A pesar de que continuó siendo poco claro, la política actual de EE.UU. es que está dispuesto a utilizar armas nucleares contra amenazas no nucleares – dejando de lado la disuasión a favor de algo más amorfo en cuanto a sus consecuencias prácticas.

La continuidad entre los reinos de los dos presidentes Bush es suficientemente clara, así como el hecho de que el uso de armas nucleares para responder a amenazas no-nucleares, y el abandono de la disuasión, fue también la política del gobierno de Clinton. Todo formó parte de una confrontación con el mundo que comenzó bajo el presidente Harry Truman. Cheney fue apenas un accidente: llegó a ser vicepresidente para consumar una política sobradamente ambiciosa que involucraba peligros, y aunque Bush padre posteriormente lamentó la manera cómo fue interpretada, también fue autor de lo que ha resultado ser el más grandioso de todos los esfuerzos: la articulación de una doctrina movilizadora para reemplazar el temor del comunismo con un enemigo y una amenaza indefinibles que justificarían el inmenso y creciente presupuesto del Pentágono.

El problema de EE.UU. es exacerbado actualmente por la creciente disparidad entre sus doctrinas militares y la realidad, y muchas cosas más. Cuando discutimos la política exterior de EE.UU. tenemos que diferenciar entre la ideología y los motivos que la han guiado en el Hemisferio Occidental, ya desde 1823 cuando la Doctrina Monroe excluyó a las potencias coloniales europeas de toda expansión ulterior y dejó toda la región en manos de EE.UU., que ya tenía su ojo puesto en grandes partes de México y del imperio español. (Incluso hoy en día, sólo un 82% de todos los estadounidenses habla inglés. La mayoría del resto habla español.) Las intervenciones de EE.UU. que tuvieron lugar mucho más tarde en Europa fueron reacciones ad hoc ante crisis entre naciones europeas que resultaron de la desintegración del colonialismo, o de temores al comunismo – a veces reales pero a menudo ficticios y convenientes. Muchas de esas reacciones fueron imprevisibles e involucraron todo desde una necesidad de asegurar la “credibilidad” del poder militar – como en Vietnam – a pura idea obsesiva ideológica y una creencia de que el poder de fuego resolvería rápidamente desafíos políticos, como en el caso de la actual guerra en Iraq. Crisis en el Hemisferio Occidental, como las que emergieron en otros sitios desde 1947, también pueden haber involucrado imprevisibilidad, pero el papel de EE.UU. en Occidente ha tenido a menudo, tal vez siempre, una crucial dimensión geopolítica que raramente, tal vez nunca, existió en Asia u Oriente Próximo. Económica y estratégicamente hay que ver siempre las crisis en el Hemisferio Occidental a través de un prisma que es mucho más antiguo – y más vital para los verdaderos intereses de EE.UU. Menos de un quinto de su petróleo proviene actualmente de todo el Golfo Pérsico, donde libra lo que se ha convertido en una gran guerra. Las guerras en el Hemisferio Oriental alejan a EE.UU. de su propio interés e historia.

Pero EE.UU. busca y encuentra otros problemas. La Guerra de Corea reveló su imposibilidad de adecuar una capacidad de combate y tecnología dirigida contra objetivos soviéticos y centralizados o urbanos – para los cuales sus bombas atómicas y blindados móviles eran mejor adecuados – a campos de batalla descentralizados como los que enfrentó en Corea y Vietnam, y más tarde en Iraq, para mencionar sólo los más conocidos. La Guerra de Vietnam fue un esfuerzo fútil, costoso y prolongado de utilizar alta movilidad y poder aéreo – helicópteros y B52 – para combatir un ejército guerrillero basado en la selva y altamente descentralizado. Incluso entonces hubo una creciente confusión doctrinaria, exacerbada por la proliferación de armas nucleares, y actualmente EE.UU. sufre una crisis doctrinaria aún más aguda. Sus guerras en Afganistán e Iraq han sido costosas más allá de lo imaginable, durarán hasta mucho después de que los que las iniciaron abandonen Washington, y a pesar de ello terminarán en un fracaso. Hay una justificación para el aumento de los gastos en defensa porque sustenta a constructores de armas que poseen un inmenso poder en Washington, pero sus promesas de éxito se han convertido en una quimera. Por cierto, a menudo los contratistas militares simplemente quieren vender armas, no utilizarlas. Algunos de ellos, por cierto, pueden incluso estar en contra de las guerras en las que se utilizan sus productos.

La disparidad entre la tecnología militar y la realidad también ha afectado a aliados de EE.UU. como Israel. Actualmente esa brecha entre lo que puede hacer su brazo militar y la realidad política plantea incluso un problema más grave para EE.UU. que las guerras en Corea y Vietnam. Los militares de EE.UU. no se pueden organizar suficientemente para sus misiones porque éstas son potencialmente ilimitadas – incluyen Asia, Sur y Centroamérica, Europa Oriental y Rusia, y todo el mundo. No pudieron combatir con éxito ni en Corea ni en Vietnam, y sus políticas exterior y militar representan a menudo una aventura. EE.UU. nunca combatió contra una nación comunista en Europa Oriental aunque se preparó para hacerlo. Sólo tiene éxito, cuando lo tiene, en pequeñísimas naciones donde sus testaferros no son venales y corruptos. ¡Pero Cuba comunista ha existido desde 1959!

El problema para EE.UU. es que para todo propósito práctico el comunismo ha cesado virtualmente de existir – lo que pasa por comunismo en China, Vietnam o Corea del Norte no pasa de ser cada vez más otra cosa que un pretencioso fraude. Son naciones capitalistas de facto o tiranías confucianas. EE.UU. no sabe quiénes son sus enemigos y tiene la fuerza militar y la tecnología, que han sido diseñadas para combatir sólo el comunismo. Mientras el comunismo fue el enemigo una alianza dirigida por EE.UU. podía coligarse con un tema unificador. Cuando desapareció el temor del comunismo, entraron en juego intereses más particulares y las naciones comenzaron a hallar su propio camino mientras se distanciaban del liderazgo estadounidense. La historia se ha hecho más complicada desde 1991 – un hecho que los dirigentes en Washington comprendieron en cuanto se produjo el colapso de la URSS. El mundo se ha hecho mucho más inestable e imprevisible y la así llamada “globalización” de la economía lo ha hecho más en lugar de menos precario.

Ahora las naciones tienen poder sin ideología en el verdadero sentido de la palabra, dejando a EE.UU. tan confuso como nunca antes. La era ideológica se acabó para los capitalistas, así como para los descendientes de la tradición marxista. El “Terrorismo” no es menos complicado. ¿Es yihadista islámico, nacionalista secular, o qué? Los esfuerzos de EE.UU. contra el “terrorismo” son a menudo contraproducentes, como en Afganistán y Somalia, dejando a sus enemigos más fuertes que nunca. La política exterior de EE.UU. está en crisis porque el mundo está en transición, emergiendo de 70 años de bolchevismo hacia un paisaje político amorfo en el cual ya no se puede encontrar a un adversario coherente e identificable.

Peor todavía para EE.UU., su preocupación con una nación o región – Vietnam e Iraq son ejemplos perfectos – significa que a menudo carece de los recursos para destruir oposición mucho más seria en otros sitios. La aventura de EE.UU. en Vietnam significó que la Cuba de Castro tuvo el tiempo y el espacio necesarios para consolidarse. Las guerras de Afganistán e Iraq han permitido del mismo modo que una serie de regímenes izquierdistas en Latinoamérica hayan tenido una libertad virtual para consolidarse, a pesar de que en última instancia el Hemisferio Occidental es mucho más importante para EE.UU., por lo menos estratégicamente, que las guerras que pierde en otras partes. En una palabra, EE.UU. desperdicia caprichosamente sus vastos pero a fin de cuentas limitados recursos. No puede administrar racionalmente su poder.

Sobre todo, sus aventuras marciales en el exterior cuestan mucho más de lo que EE.UU. se puede permitir actualmente. Ahora es un momento poco auspicioso para ser potencia imperial: los precios de las materias primas que EE.UU. importa aumentan, su déficit de la cuenta corriente empeora, el valor del dólar cae, mientras las guerras en Afganistán e Iraq se han convertido en las más costosas de la historia estadounidense. EE.UU. comenzó a combatir en Afganistán en octubre de 2001, pero no ha podido capturar a Osama bin Laden, perpetrador del asesinato del 11 de septiembre de 3.000 estadounidenses en Nueva York. Mientras tanto, los talibanes se fortalecen y el conflicto se ha extendido al norte de Pakistán, desestabilizando la política de la nación. Ya que Pakistán posee armas nucleares, Washington siente que existe un grave riesgo de que extremistas musulmanes adquieran armas semejantes y luego sean capaces de destruir una ciudad estadounidense, o todo Israel.

Todo va mal para EE.UU. en términos de su posición de potencia global. Rusia – rica por la venta de gas y petróleo, mientras gasta en sus fuerzas armadas menos de un quinto de los gastos de EE.UU. en 2006 – sigue estando a la altura de EE.UU. en términos de armas nucleares, y aventaja a EE.UU. en Asia Central, Oriente Próximo, y en gran parte del mundo islámico. Vende armas sofisticadas a muchas naciones, tiene acuerdos económicos con países árabes y musulmanes, y se ha convertido en un creciente obstáculo a la influencia y el poder de EE.UU. Rusia representa el mismo peligro para EE.UU. que durante el régimen de Stalin. La proliferación nuclear es ahora un problema grave, con una cantidad imprevisible pero creciente de naciones equipadas con armas nucleares y con una probabilidad cada vez mayor de que terroristas lleguen a poseerlas. En lo que se refiere a armas químicas y biológicas, EE.UU. nunca llegó siquiera a capturar a su asesino del ántrax poco después del ataque del 11 de septiembre. Al mismo tiempo, la estrategia del gobierno de Bush respecto a Irán es debilitada por crecientes precios del petróleo y del gas, que también tienen el efecto de hacer que los sucesores del sistema soviético sean aún más ricos. Existe una contradicción fatal e imposible entre los objetivos de EE.UU. – eliminar al actual régimen en Teherán y contener el poder ruso – y el aumento de los precios del petróleo. La política estadounidense respecto a Rusia es una catástrofe.

De modos cruciales, el enfoque básico y los límites de la política exterior de EE.UU. no son precisamente anómalos. EE.UU. sufre del tipo de problemas que han afectado a numerosas naciones durante los últimos siglos. La única diferencia es que EE.UU. tenía poder, y en gran parte todavía lo tiene, incluso si sufre una transición que lo aleja de la omnipotencia que tuvo después de 1945. Sólo eso lo distingue. El sistema existente – sea estadounidense o no – tiene el problema fundamental de que no puede ser manejado siguiendo criterios racionales, y como el marxismo no tiene “leyes.” En cada nación, en cada aspecto de la vida – militar, político, cultural – hay suficientes aventureros, oportunistas, ególatras, psicóticos, o individuos destructivos que crean o aceptan el desorden. En el caso de EE.UU., James V. Forrestal, el primer Secretario de Defensa, saltó por la ventana de un hospital naval – en el que estaba confinado por paranoia – en mayo de 1949, supuestamente porque creía que la guerra con la URSS era inminente. Otros tipos – oportunistas puros como los neoconservadores cruciales en el gobierno de Bush – quieren acumular sólo poder. Las ideologías son muy a menudo sólo un disfraz para la ambición. Ese límite, una vez más, existe por doquier, no sólo en EE.UU., y no importa qué partido en el poder se llame “socialista,” “capitalista,” o lo que sea.

El cinismo prevalece, y es a menudo el único motivo para la conducta política. Lo podemos ver en Rusia o en Gran Bretaña actuales. Y es el caso no simplemente respecto a la política exterior, sino en relación con todos los aspectos de la sociedad existente.

Las gentes, sean teóricos, administradores, o lo que sea, no pueden regular o predecir sistemas dirigidos por individuos ambiciosos, y a menudo no pueden regular sistemas dirigidos por personas perfectamente sinceras – es simplemente demasiado difícil. Existe a menudo una inmensa disparidad entre lo que los políticos – no importa cómo se autodenominen y no importa a qué país pertenezcan – hacen y lo que dicen. Lo que hacen, no lo que dicen, es lo crucial, porque en innumerables sitios han traicionado a menudo a sus seguidores

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Gabriel Kolko es el principal historiador de la guerra moderna. Es autor del clásico “Century of War: Politics, Conflicts and Society Since 1914, Another Century of War?” ¿Otro siglo de guerras?] y de “The Age of War: the US Confronts the World” y de “After Socialism.” También ha escrito la mejor historia de la Guerra de Vietnam: “Anatomy of a War: Vietnam, the US and the Modern Historical Experience.” Su último libro es “World in Crisis,” del que se ha sacado este ensayo.”

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