Hugo Chávez: ¿por qué es el "malo de la película"?
Marcelo Colussi
Rebelión
11/06/08
Venezuela está hoy en el ojo del huracán mediático. ¡Y no es para menos! Sucede que allí está dándose un complejo proceso que puede abrir perspectivas insospechadas para el campo popular, no sólo de esa nación sino de Latinoamérica y, ¿por qué no?, del mundo. Ahí, en medio de un mar de petróleo, gracias a la iniciativa de un líder carismático como pocos, todo un pueblo se ha puesto de pie reflotando viejos sueños que estas pasadas décadas de neoliberalismo feroz parecían haber condenado a la desaparición. Allí, pese a esa historia de país petrolero y de miss Universos donde por décadas todo se arregló gracias a la renta del oro negro maquillando la pobreza estructural del país, yendo más allá de esos estrechos marcos ("petróleo y mujeres bonitas") se ha vuelto a hablar de socialismo, de antiimperialismo, de revolución. Y es la figura de ese líder: Hugo Chávez, el principal artífice de todo ello.
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Por años, luego de las dictaduras que barrieron Latinoamérica creando un clima de terror que aún hoy persiste, y después de planes ultraliberales impuestos por las potencias del Norte en donde el mercado se entronizó como nueva deidad intocable privatizándose todos los aspectos de la vida social, la sola mención de palabras como esas: "socialismo" o "antiimperialismo", pasaron a ser afrentas al pensamiento dominante. Se llegó a decir que "la historia había terminado", presentándose la globalización capitalista como el punto máximo del desarrollo humano. En ese nuevo escenario mundial que se configuró luego de la caída del campo socialista europeo de la década de los 90 del pasado siglo, fuera de Cuba y su revolución manteniendo una voz de alternativa –a quienes se presentaba como los dinosaurios sobrevivientes de una época ida ya para siempre–, el discurso hegemónico fue marcado por el gran capital. Por dos décadas el pesimismo envolvió a los movimientos revolucionarios haciendo creer que, como dijera la tristemente célebre Margaret Tatcher, "no hay alternativa". Y así, el campo popular retrocedió en forma monumental. Lo conquistado con esfuerzo en un siglo de luchas (derechos laborales, avances sociales, mejoras en las condiciones de vida de las grandes mayorías), se perdió en un santiamén mientras los restos del muro de Berlín se vendían en trocitos como regalos para turistas.
En ese contexto de desmovilización, de resignación, en Venezuela aparece un militar nacionalista con un llamado patriótico y contra la corrupción: Hugo Chávez. Su proyecto inicial no era socialista. Así fue que no dudó en tomar las armas para derribar a un gobierno elegido democráticamente, pero corrupto, en nombre de esos ideales moralizantes. Derrotado en su intento "moralizador" en 1992, no desistió en su proyecto. Volvió a la carga, y en el marco de elecciones democráticas, ganó la presidencia en 1998. Se inicia así un nuevo período para el país caribeño y, andando los años, ello se va constituyendo en una fuente de esperanza para el campo popular, ya no sólo en Venezuela sino en toda la región latinoamericana. Se había iniciado la Revolución Bolivariana.
Todo ese complejo acontecer que se viene dando en el país no es, en sentido estricto, una revolución socialista. No lo es, si lo evaluamos desde los modelos de socialismo que se conocieron en el transcurso del siglo XX. ¿Qué es, entonces, esta revolución? No es fácil decirlo. Pero lo que está claro es que ni es una "tiranía" ni Hugo Chávez es un "dictadorzuelo loco" que tiene sojuzgado a su pueblo, tal como lo presenta a diario la industria mediática internacional.
¿Qué está pasando entonces en Venezuela? Así de sencillo: una figura fuera de lo común como Hugo Chávez ha ayudado a encender nuevamente esperanzas adormecidas años atrás.
Para entender ese proceso, hay que entender qué es Venezuela. Hay que partir por decir que este país es uno de los grandes productores petroleros, aportando el 15% del crudo que consume Estados Unidos en la actualidad. Y que, además, tiene las reservas probadas más grandes del mundo –en la franja del río Orinoco–, que podrían explotarse hasta fines del presente siglo. Esa enorme riqueza para un mundo donde el petróleo es uno de sus bienes fundamentales, ha signado su historia reciente como sociedad. La Venezuela de prácticamente todo el siglo XX fue el país de la renta interminable, con cuotas de despilfarro y consumismo según los patrones de Miami, el punto de referencia obligado. Ese perfil hizo que el agro se despoblara, migrando la mayoría de su población a las grandes ciudades abandonando la autosuficiencia alimentaria a nivel nacional. Igualmente, esa renta aparentemente interminable fue generando una cultura que, sin dudas, se hará muy difícil superar en el corto plazo: todo se arregla con los petrodólares. Tenemos, por tanto, una economía de puerto basada en la sobreexplotación de un único recurso. Considerada esa dinámica en perspectiva histórica, disponer de esa riqueza en el subsuelo más que una bendición fue una maldición: cerró puertas a una sana diversificación productiva y generó un Estado clientelar macrocefálico, corrupto e ineficiente, pero que disfraza todo con la apariencia de una bonanza sin fin.
Esa es la Venezuela en la que llega Hugo Chávez a la presidencia en el marco de un pacto de gobernabilidad donde dos partidos políticos se repartieron por años la administración pública y el manejo de la industria del petróleo, siempre a favor de una élite, sobre la base de la postergación de las mayorías. Tras la ilusión de esa abundancia, las grandes mayorías –que reciben más migajas que en otros países latinoamericanos, sin dudas, pero que no dejan de ser los postergados– fueron los invitados de piedra al festín. La corrupción de las clases dominantes permitió, por décadas, que el petróleo –formalmente nacionalizado– fuera explotado casi en exclusividad por grandes empresas multinacionales, en especial estadounidenses.
La llegada de Chávez al Ejecutivo comenzó a producir movimientos. No fue la revolución cubana de la década del 60, sin dudas. El contexto internacional era otro muy distinto, y el socialismo había pasado a ser "mala palabra" para ese entonces, en el medio de la ola neoliberal que barría el mundo. El mismo Chávez, de hecho, no se presentó como socialista. Pero la fuerza de los acontecimientos fue radicalizando la situación, a pesar del propio Chávez incluso. El pueblo venezolano venía de una de las más grandes e históricas movilizaciones de todo el continente contra los planes neoliberales: el Caracazo. Esa explosión de protesta popular en 1989 –brutalmente reprimida, con un número de muertos que nunca se precisó pero que llega a varios miles, más de 5.000 según algunas estimaciones– abrió los ojos a una población históricamente abandonada, cuyo silencio se compraba con las limosnas que dejaba el petróleo. Luego de esa movilización, el descontento quedó flotando. La llegada de Chávez al palacio de Miraflores no hizo sino darle nombre a ese malestar y buscarle salidas.
La Revolución Bolivariana comenzó así: con unas elecciones presidenciales ganadas por amplia mayoría por un candidato popular, pero sin la movilización revolucionaria que signó otros procesos socialistas en el siglo XX. Aquí no hubo toma del palacio de Invierno del Zar, ni Larga Marcha, ni "barbudos" que bajaron de la Sierra con un pueblo en armas que acompañaba como sujeto del cambio. Aquí llegó el caudillo Chávez con un discurso nacionalista, y su carisma hizo que rápidamente pasara a ser personaje fundamental en la vida política del país. De esa cuenta, y desde un primer momento, la sociedad venezolana quedó dividida en chavistas (60%) y antichavistas (40%), porcentaje que se viene manteniendo a través ya casi de una década.
Para decirlo resumidamente: esta es, ante todo, una revolución chavista . Pero ahí estriba también, justamente, una de las grandes debilidades del proceso: todo se concentra en la figura del líder. ¿Qué pasaría con esta revolución si ahora desapareciera Chávez? Probablemente, no se mantendría. Y ese es un límite peligroso para un proceso que se pretende transformador de la realidad social. Es difícil, cuando no imposible, lograr que los cambios en juego puedan asegurarse y profundizarse cuando dependen sólo de la habilidad política del conductor. En casi una década de desarrollo, la Revolución Bolivariana no ha tenido un partido revolucionario que la conduzca. Lo que existió fue una maquinaria electoral, eficiente en su función pero desideologizada, llena de oportunistas políticos, ecléctica, y funcional siempre al liderazgo de Hugo Chávez. El actual proceso de creación y fortalecimiento de un nuevo partido –el Partido Socialista Unido de Venezuela, el PSUV– abre ahora tanto interrogantes como esperanzas. Interrogantes, en definitiva, que son los que circulan por toda la sociedad venezolana y por esta revolución: ¿para dónde va?; esperanzas, en la medida que posibilita el fortalecimiento de proyectos socialistas y el poder popular.
El proceso bolivariano, más antiimperialista que socialista, no ha tomado hasta ahora ninguna medida de fondo que se pueda decir inspirada en el marxismo o en anteriores procesos revolucionarios del pasado siglo. No ha habido expropiaciones de grandes capitales, no ha habido reforma agraria, las multinacionales (industriales, comerciales e igualmente la banca) continúan trabajando tranquilamente en territorio venezolano repatriando sus ganancias. Hay un intento de deslastrarse del peso del paquidérmico Estado clientelar y corrupto heredado de los años de rentismo, por lo que se crearon las llamadas misiones sociales (una suerte de ministerios paralelos); pero eso, más allá de brindar respuestas coyunturas –oportunas sin dudas– no modifican de fondo la estructura económico-social ni ideológico-cultural de la sociedad. El asistencialismo clientelar sigue estando presente en la práctica política.
Por esa misma ausencia de partido revolucionario, faltan cuadros revolucionarios. El proceso –que camina hacia el socialismo, pero sin que se sepa con exactitud cuánto debe recorrer aún para llegar ahí– está dirigido, más allá de la figura omnipresente de Chávez, por una mezcla confusa de funcionarios: actores políticos que vienen de una tradición de oportunismo y acomodamiento al compás de la renta petrolera, sectores de burguesía nacional con un discurso antiimperialista y que hacen pingües negocios a la sombra del nuevo Estado, algunos militantes históricos de la izquierda, tecnócratas despolitizados, militares orgánicos a su corporación castrense con un discurso nacionalista. Todo eso está presente en el PSUV, y tal como se da aún una confusión en la sociedad, también se da en el partido. No se sabe aún qué saldrá de todo esto, pero sin dudas, algo está en movimiento. Y quizá lo bueno, lo más esperanzador de todo esto es que se le ha perdido el miedo a hablar de socialismo.
Lo que sí es claro es que la gran aristocracia nacional perdió protagonismo político. Es ella, como clase, la que arrastra tras de sí a toda una clase media manipulada y confundida con los fantasmas del "castro-comunismo" que "va a mandar a los hijos a campos de reeducación en Cuba" la que levanta un discurso antichavista visceral (más bien clasista y racista), añorando los tiempos de la "Venezuela Saudita" en que era la buena gerente de las multinacionales estadounidenses. Es ella, al sentirse desplazada en lo político y ante su temor a poder verse sobrepasada por el "pobrerío" que ahora cobra protagonismo, la que venenosamente pide a gritos la destitución de este experimento socialista. Pero –cosa curiosa– es esa misma oligarquía, ligada históricamente a las políticas imperiales de Washington, la que hoy no deja de seguir recibiendo los inconmensurables beneficios de una economía petrolera que se encuentra en un momento de esplendor, con un barril de crudo que supera día a día su récord histórico, haciendo grandes negocios y sin que se le halla confiscado un centavo. Más allá de las declaraciones, la Revolución Bolivariana no ha tomado ninguna medida real contra esos grandes grupos económicos. Grupos que continúan manejando un gran poder económico, ligados siempre a los intereses estratégicos de Washington, que aún mantienen lazos con algunos sectores golpistas de las fuerzas armadas y –esto es lo más alarmante para el proceso en juego– manejando abiertamente muchos de los medios de comunicación, el verdadero enemigo de la revolución en esta estrategia de guerra de cuarta generación (guerra psicológico-cultural) que se vive.
Con ese panorama, vemos que las perspectivas de cambios profundos hacia modelos socialistas "clásicos" –para llamarlos de algún modo– abren dudas. Se está construyendo una economía mixta, con mayor justicia social. O, al menos, la renta petrolera ahora llega a los sectores históricamente marginados. Pero otros planteos más radicales aún están en la lista de espera.
Algo que sí empieza a tomar una interesante dinámica y que podría ser el principal motor del avance de la revolución, es el poder popular. Si bien todo este proceso no nació de abajo sino que vino desde la cúpula hacia las bases con una buena cuota de paternalismo, la dinámica social ha llevado a una mayor radicalización de buena parte de esas bases. Radicalización que, en una compleja relación líder-masa, ha ido empujando a posiciones más a la izquierda al mismo presidente Chávez. Las bases organizadas –sectores de clase obrera, movimientos barriales, movimiento campesino– son las que van impulsando desde abajo las profundizaciones. Chávez, como buen conductor que es, en muchos casos se monta en ese empuje y, quizá sin saberlo él mismo, va a la izquierda. Exagerando las cosas, hasta se podría decir que aún a pesar suyo, a pesar de su formación militar y sus límites ideológicos, su práctica lo ha terminado transformando en un socialista. El poder popular que impulsa todo esto es la verdadera esperanza que podría apurar los cambios y hacer marchar hacia el socialismo.
Es así que, luego de algunos años de presidencia, comienza a surgir la idea de "socialismo del siglo XXI". Por lo pronto, nadie sabe a cabalidad qué es eso. En todo caso, es un guiño, una señal que sirve para tomar distancia de las políticas neoliberales feroces de años atrás, por un lado, mientras que por otro, busca no repetir los errores de las primeras experiencias socialistas. Es decir: aunque no se sepa qué es ese nuevo socialismo (¿incluirá propiedad privada de los medios de producción o no?, ¿se centra en la figura de un líder o asienta en el poder popular?, ¿habrá milicias populares armadas para defender las transformaciones?), lo cierto es que se pretende superador de las estructuras burocráticas y jerarquizadas que se conocieron en experiencias socialistas anteriores. De todos modos, de momento ahí hay una esperanza abierta más que una realidad concreta. Lo cual, por supuesto, abre perspectivas enormes, hermosas, creativas: la historia definitivamente no ha terminado, y la riqueza petrolera de Venezuela puede servir para crear alternativas al capitalismo depredador y consumista. El reto de construir todo eso está abierto, y aunque aún la Revolución Bolivariana no se sepa bien hacia dónde va, no deja de mantener vivas esas esperanzas.
¿Pero por qué, entonces, este proceso que vive Venezuela, que no es tan socialista como la prensa internacional lo presenta, ha provocado tanta reacción y todas las fuerzas de derecha –encabezadas por el gobierno de Estados Unidos– apuntan a hacia él con vehemencia para destruirlo? Por dos motivos: por una parte, y quizá la principal, porque allí están las reservas de petróleo más grandes del planeta, y para la geoestrategia de dominación imperial de la Casa Blanca, no tener aseguradas esas fuentes descuadra todos sus planes a mediano plazo. De ahí que, al igual que hizo con Irak y eventualmente podría hacer con Irán –también grandes proveedores de crudo que osaron pretender salirse de la órbita del dólar–, se tomarán todas las medidas del caso para que esos gobiernos "díscolos" vuelvan a ser niños buenos y bien portados y continúen asegurando el petróleo a precios razonables para la lógica de los planes de Washington. En ese sentido, la caída de Chávez es el objetivo primordial fijado en este momento.
Por otra parte: el mal ejemplo de un gobierno que se enfrenta a la superpotencia, que habla –quizá es más lo que habla que lo que efectivamente hace, lo cual ya, en este momento, es mucho– contra el capitalismo y propone algunas alternativas nacionalistas retomando el ideario latinoamericanista de Simón Bolívar (el proyecto ALBA, el Banco del Sur, el fortalecimiento de la región latinoamericana en términos políticos, económicos, culturales y hasta militares), es inadmisible. Un gobierno con amplio apoyo popular que habla un lenguaje socializante, al menos para la lógica de los poderes dominantes –Estados Unidos, Europa, Japón, y también las oligarquías latinoamericanas– es siempre de desconfiar. Motivo por el que las alarmas rojas están prendidas, y el objetivo es terminar con todo ese experimento. Para ello no se escatiman esfuerzos. Si fracasaron el intento de golpe de Estado del año 2002 y el sabotaje petrolero de fines de ese año y comienzos del 2003, ahora la guerra mediática es el camino que usan, preparando condiciones para el golpe final. Ahí están las computadoras del masacrado dirigente de las FARC, Raúl Reyes, como "pruebas" de la necesidad de terminar con este cáncer de Hugo Chávez, presunto "narcoterrorista" de feroz peligrosidad.
Quizá la derecha –vernácula, o internacional con Washington a la cabeza– logre en algún momento terminar con Hugo Chávez. Quizá la revolución logre consolidarse. De darse el primer escenario, sin dudas las fuerzas más conservadoras podrán cantar victoria una vez más; la terminación de la Revolución Bolivariana tendría el valor de una nueva caída del muro de Berlín, y seguramente haría caer en efecto dominó todas las otras experiencias populares y alternativas que se comienzan a levantar en Latinoamérica, junto con la resistencia histórica de Cuba. Pero si logra consolidarse y profundizarse, esa piedrita en el zapato para los poderes conservadores puede crecer. Las masas postergadas y olvidadas, de Venezuela y de todas partes del mundo, tienen mucho más que ganar con un proceso popular como el que ahora se desarrolla, y eventualmente con su radicalización hacia la izquierda, que con una vuelta al rentismo donde sólo unos pocos se favorecen.
Venezuela, en definitiva, es un barómetro que nos muestra por dónde puede ir el mundo a mediano plazo, un laboratorio donde se gesta mucho de lo que sucederá en las próximas décadas del presente siglo. Obviamente Venezuela es más que mucho petróleo y mujeres bonitas. En otros términos: cualquier alternativa seria –nacionalista o socialista revolucionaria– es mucho más que esos superficiales estereotipos. Y el fenómeno Hugo Chávez es algo más complejo que un "loco" enfermo de poder, que el "malo de la película" holywoodense que se ha armado y se repite hasta el hartazgo.
mmcolussi@gmail.com
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