Las fábricas de extremismo de EEUU en Irak

Monica G. Prieto
El Mundo
04/04/08

A Yamila Abbas y a su hija Minal se las llevaron una fría madrugada de enero. No había pasado un año desde la ocupación de Irak cuando un grupo de soldados norteamericanos derribó la puerta de su vivienda, en Kirkuk, y se llevó a las dos mujeres, a una amiga, al hijo de Yamila y a uno de sus sobrinos.

"Tal como estábamos, descalzas, en camisón y sin velo, nos obligaron a salir de la casa. Nos pusieron sacos en la cabeza y nos ataron las manos con bridas. El traductor decía que yo financiaba a la resistencia, que en la casa guardaba 50.000 dólares, pero sólo encontraron 150.000 dinares [100 dólares]. De todas formas nos llevaron a una base militar de Kirkuk".

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Era la primera jornada de una pesadilla que duraría seis meses para esta mujer que hoy tiene 52 años, dos nietos, secuelas físicas y dolorosos recuerdos de su detención. Yamila, viuda, pasó dos días sobre el asfalto de aquella base con el rostro tapado y la angustia de la incertidumbre. Después fue introducida en un helicóptero junto a sus hijos y desplazada al aeropuerto de Bagdad, que alberga una de las prisiones norteamericanas.

Poco después de aterrizar, comenzaron los interrogatorios. "Me metieron en una sala donde me preguntaron por mis relaciones con grupos de resistencia. Cuando dije que no tenía ningún trato con ellos me dijeron: '¿Ves a estas dos mujeres? Te van a torturar'. Y me pasaron a una sala de seis por tres metros, donde una de ellas me agarró del pelo y me estampó la cabeza contra la pared hasta que casi perdí el sentido. Cuando me desvanecía, me lanzaba agua helada. Yo sólo pedía a Dios que me enviara la muerte".

Agua helada

Yamila, hoy refugiada en Damasco, tiene los detalles grabados en su memoria aunque resulte doloroso recordarlos. "Llegó otro investigador americano. Les preguntó si había confesado, y al responder que no les dijo que me pegaran más fuerte. Me llevaron a otra celda, donde me agredieron aún más. Cuando dejaban de pegarme me obligaban a estar de pie para que no durmiera".

"Me dijeron que era el demonio, que no creía en la Biblia ni en el Corán". Pero para la iraquí el demonio eran los extranjeros. "Entonces me llevaron de rodillas a otra celda, me arrancaron la ropa y me echaron agua helada. Con una sonda de plástico rellena de madera me golpearon todo el cuerpo, concentrándose en mis huesos, en el cuello y la espalda", dice mientras se acaricia las vértebras de forma casi inconsciente. "El dolor era tal que mis muñecas rompieron la brida plástica y mi mano golpeó la pierna de torturadora. Ella me pegó con tal violencia que me dejó el cuerpo hinchado".

Según Yamila, las torturas se extendieron 17 jornadas en las que le arrancaron el cabello a tirones y le amenazaron con agredir a los suyos si no confesaba y con arrestar a su único hijo en libertad. "En una de las habitaciones pude ver a mi sobrino, de 24 años, completamente desnudo y con la cabeza ensangrentada". Su principal angustia era su hija Minal, entonces de 17 años. "Estaba histérica pensando en que pudieran violarla", explica.

No tardaría en verla. Cuando había perdido el sentido del tiempo, en medio de un interrogatorio, llevaron a su hija. "Sólo pude verla unos segundos. Vestía su camisón y le habían cortado el pelo. Cuando nos separaron, oí un disparo. Me dijeron que la habían matado".

Gritos de dolor

A Minal le contaron lo mismo de su madre. "Fue el momento más terrible", explica la joven de rosto afable y sonrisa truncada, vestida de un negro riguroso. "Horas después, apareció un soldado mexicano. Me dijo que tenía que ir al baño, pero temí que pretendiera violarme y me negué aunque parecía una oferta extraordinaria. Entonces no nos permitían ir al baño, teníamos que hacer nuestras necesidades en la celda. Pero él insistió tanto que no tuve más remedio". Todo fue una argucia del uniformado para acabar con la angustia de las dos mujeres: en el aseo estaba Yamila. "No me pude acercar mucho a ella, pero me bastó saber que seguía con vida", recuerda la viuda.

A Minal, obligada a oír los gritos de su madre mientras ésta era torturada, la liberaron 32 días después en Radawina, una zona semidesértica de Bagdad donde fue atendida por civiles habituados a encontrar reos recién liberados. "Desde entonces, sólo pienso en la venganza. Si hay una sola posibilidad de vengarme, lo haré", dice sin pestañear.

A su madre aún le quedaban cinco meses por delante en Abu Ghraib, la siniestra prisión empleada por la dictadura y posteriormente por EEUU para interrogar con los métodos más reprobables a iraquíes acusados de combatirles. Allí dice haber sido interrogada 30 veces. Nunca se le permitió hablar con un abogado, no se formularon cargos y sólo pudo ver una vez a la Media Luna Roja.

A finales de junio de 2004, tras el escándalo de las torturas de Abu Ghraib, una comisión norteamericana estudió su caso y la consideró víctima en lugar de delincuente. Yamila, que siempre había sido contraria a la presencia de EEUU en Irak, salió dispuesta a combatir a los invasores. "Los golpes me convencieron de que estaba en lo cierto cuando criticaba la ocupación", razona.

Torturas de niños

Aunque apenas se publica información sobre el destino de los presos iraquíes, que carecen de los derechos más básicos, las vejaciones en las prisiones americanas e iraquíes son algo común en la antigua Mesopotamia. En septiembre de 2007, el diario iraquí Az Zaman publicaba un reportaje titulado "Violaciones y torturas de niños en las prisiones de Maliki", en referencia al primer ministo iraquí. En el texto, se citaba un documento de la Asociación de Juristas Iraquíes en el que denunciaban "varias formas de tortura [física] y psicológica y violaciones" de niños y adolescentes encerrados en las cárceles gestionadas por el Ministerio del Interior chií.

Este informe se suma a las denuncias sobre la sección femenina de la prisión de Khadimiya, donde muchas de las 200 presas denuncian violaciones y torturas. Un reportaje del Washington Post, cuya periodista no fue autorizada a visitar la prisión, reproducía las declaraciones de una de las reas. "Amenazaban con violarme. Me desnudaron y me torturaron con electricidad. Admití todo tras las torturas".

Oficialmente hay 24.000 prisioneros en cárceles norteamericanas y un número indeterminado –algunas ONG hablan de 1.500- en prisiones del Ministerio del Interior acusados de pertenecer a la insurgencia. Las torturas convierten a los acusados en potenciales insurgentes movidos por la venganza, e incluso suscitan añoranza por los tiempos oscuros del Irak previo a la invasión. En el domicilio de Yamila en Kirkuk nunca se profesó simpatía por Sadam Husein. Hoy su casa en el suburbio de Germania, en Damasco, tiene un retrato del dictador en cada cuarto. "Las prisiones son una fábrica de odio, una maquinaria que alimenta las filas de la resistencia. Es imposible saber a cuántos torturados convencieron con sus golpes de que debían combatir a los americanos".

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