Guerra y paz

Alexander Cockburn
CounterPunch
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
13/10/09

Supongo que no debemos envidiar a Barack Obama su Premio Nobel de la Paz, aunque representa una ruptura radical con la tradición, ya que sólo ha tenido poco menos de nueve meses para cumplir con sus deberes imperiales, más concretamente mediante la acción de altos explosivos en el Hindu Kush, mientras laureados como Henry Kissinger estuvieron masacrando diligentemente gente en todo el mundo durante años.

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Woodrow Wilson, el imperialista liberal con quien Obama tiene algunas marcadas afinidades, ganó el Premio Nobel de la Paz en 1919, después de meter a EE.UU. en la carnicería de la Primera Guerra Mundial. El presidente laureado de la paz que le precedió fue Teddy Roosevelt, quien obtuvo el premio en 1906, como recompensa por haber auspiciado la guerra española-estadounidense y la orgía de sangre en las Filipinas. La famosa denuncia de Roosevelt del senador George Hoar en el hemiciclo del Senado de EE.UU. en mayo de 1902 fue probablemente lo que alertó al Comité del Nobel sobre la elegibilidad de Roosevelt para el Premio de la Paz:

“Habéis sacrificado casi diez mil vidas estadounidenses –la flor de nuestra juventud. Habéis devastado provincias. Habéis asesinado a innumerables de los que queríais beneficiar. Habéis establecido campos de reconcentración. Vuestros generales vuelven a casa de su cosecha, trayendo gavillas con ellos, en forma de otros miles de enfermos, heridos y dementes para soportar vidas miserables, arruinados corporal y mentalmente. Convertís la bandera estadounidense a los ojos de mucha gente en el emblema de sacrilegio en iglesias cristianas y de la quema de habitaciones humanas, y del horror de la tortura mediante el agua.”

TR obtuvo el premio de la paz poco después de haber demostrado su ilimitada compasión por la humanidad al patrocinar una exhibición de “hombres monos” filipinos en la Feria Mundial de St Louis en 1904 como “el eslabón perdido” en la evolución del Hombre del simio al ario, y por lo tanto de la necesidad severa de asimilación, por la fuerza si fuera necesario, al modo estadounidense. Al recibir el premio, Roosevelt envió rápidamente la Gran Flota Blanca (dieciséis barcos de la Armada de EE.UU. de la Flota del Atlántico, incluidos cuatro acorazados) a una gira por todo el mundo para demostrar las credenciales imperiales del Tío Sam, anticipando por poco más de un siglo el premio de Obama, mientras éste se prepara para imponer la Pax Americana en el Hindukush y en porciones de Pakistán.

La gente se sorprende ante la idiotez de esos premios Nobel, pero hay método en esa locura, ya que a la larga entrenan a la gente para que acepte sin objeciones ni protestas lo absurdo como parte integral de la condición humana, que debería aceptar la opinión considerada de hombres racionales, a pesar de ser noruegos. Es un giro del mito de Alger, inspirador para la juventud: también puedes llegar a asesinar filipinos, palestinos, vietnamitas o afganos y, a pesar de todo, ganar un Premio de la Paz. Es la audacia de la esperanza a todo vapor.

Hasta aquellos predispuestos a apreciar al individuo se dan cuenta de que cuando se enfrenta a temas candentes el primer presidente negro de EE.UU. verdaderamente odia ponerse de un lado o del otro. Le horroriza la idea de molestar a gente importante. No defiende los intereses de su propia gente cuando es atacada salvajemente por la extrema derecha, le quita su lugar, y luego hace que su secretario de prensa afirme que se fue por su propia decisión. Eso podrá impresionar a los pacificadores de Oslo, pero desde la perspectiva estadounidense parece enclenque.

La política afgana de Obama se desarrolló en la campaña electoral del año pasado como una frase destinada a desviar las acusaciones de que era un apaciguador respecto a Iraq. No es así, gritó: La Guerra Global contra el Terror estaba siendo librada en el sitio equivocado. Su compromiso era perseguir y “matar” a Osama bin Laden.

Una vez que estuvo establecido en el Despacho Oval, Obama, invocando el “bipartidismo”, izó instantáneamente una bandera blanca al mantener en su puesto a Robert Gates, el secretario de defensa de Bush.

Formó un equipo de política exterior compuesto en su mayoría de halcones neoliberales de la era Clinton, encabezados por Hilary Clinton y Richard Holbrook. Su próximo paso fue despedir al comandante estadounidense en Afganistán, general David McKiernan, e instalar al general Stanley McChrystal, más conocido por dirigir el ala de asesinato del comando de operaciones especiales conjuntas de los militares (JSOC). Luego ordenó el envío de 17.000 soldados estadounidenses adicionales a Afganistán.

Fue una hermosa exhibición de la extraña habilidad de Obama –demostrada también en la politiquería sobre la reforma sanitaria, en el embargo de su propia gama de alternativas y al permitir que sus oponentes se unieran y tomaran la iniciativa. Si, en su segundo día en el poder, hubiera anunciado una revisión total y completa de los objetivos de EE.UU. en Afganistán, sin excluir ninguna opción, habría tenido un cierto control de la situación. Pero los meses pasaron y finalmente el empeoramiento de la situación impuso una revisión de la política afgana, precisamente cuando sus cifras en los sondeos iban cayendo, el lobby de la guerra se fortalecía y los liberales ya estaban abatidos por la rendición de Obama ante Goldman Sachs y Wall Street y sus desastrosos esfuerzos en la lucha por la salud.

En ese momento, el destino dio a Obama una excelente oportunidad. Con sorprendente insolencia, el general McChrystal comenzó a realizar una campaña pública de cabildeo a favor de su pedido de 40.000 soldados más. Su justificación para los nuevos soldados terminó en manos de Bob Woodward de Washington Post.

Harry Truman fue un presidente indiferente que lanzó innecesariamente bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, con el fin de intimidar a Stalin. Inició su carrera armamentista de la guerra fría en 1948. Sin embargo, los estadounidenses lo veneran por dos cosas: el letrero sobre su escritorio que decía “the buck stops here”, y su dramático despido del héroe de la guerra, general Douglas MacArthur, por insubordinación al cuestionar la dirección general de la guerra en Corea por Truman (para no hablar de los temores de Truman de posibles excesos de MacArthur en la administración de planes que eran desarrollados cuidosamente por el alto comando de Truman para desplegar y utilizar armas nucleares en la península coreana.)

Truman no le dio tiempo a MacArthur para escenificar una grandiosa renuncia. En abril de 1951, lo despidió a través de la radio tarde por la noche, anunciando que “con profundo pesar he concluido que el general del ejército Douglas MacArthur no está en condiciones de dar su apoyo entusiasta a las políticas del gobierno de EE.UU. y de la ONU en asuntos que tienen que ver con sus deberes oficiales. En vista de las responsabilidades específicas que me son impuestas por la Constitución de EE.UU.… he decidido que debo hacer un cambio en el comando en el Lejano Oriente. Por ello he relevado al general MacArthur de su comando.”

Es obvio que McChrystal se pasó concluyentemente de la línea en su discurso en Londres en el Instituto de Estudios Estratégicos cuando descartó desdeñosamente la estrategia de contraterrorismo de “huella pequeña” propuesta por el vicepresidente Joe Biden y el senador John Kerry, diciendo que ésta llevaría a convertir a Afganistán en Caos-istán. El Consejero Nacional de Seguridad de Obama, general Jim Jones declaró que habría sido mejor si las críticas de McChrystal hubieran llegado a través de la cadena de comando del Ejército. Fue el momento en el que Obama debería haber despedido a McChrystal por la misma ofensa de MacArthur –insubordinación y desafío del control civil de la política militar.

McChrystal no es un héroe de la guerra, como McArthur. La gente ansía alguna evidencia de que Obama tiene acero en su alma. Alto riesgo, tal vez, pero potencialmente un inmenso golpe a favor de Obama en un momento político cargado, también una salida vivaz de la humillación del fracasado viaje de apoyo a Copenhague a fin de obtener los Juegos Olímpicos de 2016 para Chicago. Obama no hizo nada, excepto molestar a su base liberal al decir que la retirada no es una opción. Los expertos explicaron solemnemente que en vista del disgusto de los demócratas ante la guerra en Afganistán –respaldado por la fuerte hostilidad popular-, Obama podría tener que dirigirse a los republicanos a fin de obtener los votos para las asignaciones necesarias de dinero.

Es demasiado tarde para una revisión política sensata. Ha habido dos momentos en los últimos 40 años en los que la vida podría haber mejorado para los afganos de a pie, sobre todo las mujeres. El primero vino con el régimen de izquierda reformista de fines de los años setenta, destruido por los señores de la guerra con respaldo de EE.UU. El segundo llegó con la evicción de los talibanes por EE.UU. en 2001-2002, que fue bienvenida por numerosos afganos. Pero en este momento del juego, simplemente por definición, ninguna intervención estadounidense en el exterior puede ser otra cosa que un terrible desastre, usualmente bañado en sangre.

EE.UU. ya ha recibido demasiados favores de los señores de la guerra de la Alianza del Norte. El aparato de “construcción de la nación” de EE.UU. es irreversiblemente corrupto, con una red de consultorías de 250.000 dólares al año, contratos entre conocedores, y más allá de eso una participación de facto en la industria de la droga que ahora suministra la mayor parte de la heroína y el opio de Occidente.

No hay una luz posible al final de ningún túnel. La guerra de robots mediante misiles Predator y otros instrumentos en el arsenal enfurece a todos los afganos, mientras fiestas matrimoniales se vuelan en mil pedazos cada fin de semana. Ahora, con más soldados y mercenarios en Afganistán que durante el clímax de la presencia militar rusa, la probabilidad de que EE.UU. juegue un papel constructivo a largo plazo en Afganistán es nula. La presencia de EE.UU. es sólo un afiche de reclutamiento para los talibanes.

Pero Obama se ha rodeado de la misma especie de intelectuales que persuadieron a Lyndon Johnson para que destruyera su presidencia escalando la guerra. Están por lo menos tan locos como el propagandista bíblico que escuché la semana pasada en la radio de mi camioneta mientras conducía sobre el paso Tehachapi en la ruta 58, entre Barstow y Bakersfield. Harold Camping, presidente de Family Stations Ministry explicaba pacientemente que el plan de Dios era terminar el mundo inundándolo el 21 de mayo de 2011, superando así el fin del calendario maya, 21 de diciembre de 2012. En la perspectiva bíblica, el 21 de mayo de 2011 es el fin del mundo. Los elegidos serán salvados, el resto perecerá, sin que siquiera se le otorgue una pequeña oportunidad como a los habitantes de Nínive. La voz de Camping sonaba calma y aparentemente racional, sin duda como las de esos hombres y mujeres que informan a Obama. Un incrédulo llamó, subrayando que creía 100% en la veracidad de cada línea en la Biblia, ¿pero cómo explicar el verso 4 del salmo noventa? “Mil años, para ti, son como el día de ayer, que ya pasó; son como unas cuantas horas de la noche.” ¿Por qué se había permitido el divino autor la ambigüedad de un símil? Camping se lanzó confiadamente a la numerología bíblica: Dios reveló a Noé en el año 4990 AC que habría todavía 7 días hasta que el diluvio de las aguas estuviera sobre la tierra. Si se sustituye 1.000 años por cada uno de esos 7 días, tenemos 7.000 años. Y si proyectamos 7.000 años hacia el futuro desde 4990 AC, llegamos al año 2011 DC. 4990 + 2011 = 7001. Nos aconsejó que recordáramos, que cuando se cuenta desde una fecha en el Antiguo Testamento hasta una fecha en el Nuevo Testamento, siempre hay que sustraer un año porque no hay un año cero, lo que resulta en: 4990 + 2011 – 1 = 7000 años exactamente.

Pero, ¿el 21 de mayo? El 21 de mayo de 1988, Dios dejó de utilizar las iglesias y congregaciones del mundo. El Espíritu de Dios abandonó todas las iglesias y Satanás entró a las iglesias para gobernar desde ese momento. La Biblia decreta que ese período del juicio sobre las iglesias durará 23 años. 23 años completos (exactamente 8.400 días) sería desde 21 de mayo de 1988 hasta 21 de mayo de 2011. Camping se esforzó por recordar a su amplia audiencia global que esta información fue descubierta en la Biblia de un modo completamente separado de la información sobre los 7.000 años desde el diluvio.

En ese momento, los contornos geológicos del paso Tehachapi interrumpieron la señal de la radio y pronto me vi descendiendo hacia el infierno de la puesta del sol sobre Bakersfield. ¿Está más loco Camping que los auguradores que han estado asesorando a Obama respecto a su política afgana? ¿Es su devota audiencia más crédula que el presidente?

La semana pasada Obama invitó a republicanos y demócratas a la Casa Blanca para un estudio ulterior de las opciones. Obama ha dejado que los eventos lo sobrepasen, exactamente como permitió que el debate sobre la política sanitaria se saliera de su control en el verano y principios de otoño. Apuntará a alguna especie de semicompromiso letal sobre los refuerzos, alimentando a la derecha y enfureciendo a sus partidarios liberales. Dentro de un año pagará la pena en las elecciones de mitad de período, tal como le pasó a Clinton.

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Para contactos con Alexander Cockburn escriba a: alexandercockburn@asis.com

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