Las crisis reales y las crisis canallas
Sandra Russo
Página 12
07/03/09
“Los millones que Occidente está volcando para salvar sus instituciones financieras no sirven de nada frente a una crisis mucho mayor: hay mil millones de personas al borde de la muerte por inanición. Esa es la crisis verdaderamente grave, y ese dinero no hace nada por ellos. Curiosamente, no lo he leído en un periódico americano, sino en uno de Bangladesh.” Esto es blanco sobre negro. Es una reflexión que vertió el lingüista Noam Chomsky en una entrevista publicada esta semana en El País. Mil millones de famélicos no constituyen una crisis en el mundo global. La globalización los fabricó, los asimiló y los naturalizó. Los parámetros con los que se evalúa qué tal anda el mundo dejan afuera el hambre, mientras tiemblan con las hipotecas. Si a la situación actual se la define como crítica, es porque los que entraron en crisis son los incluidos. Los excluidos va de suyo que no deben soportar ninguna pérdida más que la de la propia vida, porque no tienen más que eso.
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El diario El País, que hace tiempo se inclina a la derecha, presenta a Chomsky como “uno de los intelectuales más conocidos y mejor valorados fuera de su país”, pero también lo salpica con dos adjetivos poco inocentes: “sempiterno idealista”. De modo que lo que diga el autor de Los guardianes de la Libertad, entre tantas otras obras que desnudaron la manipulación capitalista del sujeto, será leído como el pensamiento de un idílico defensor de las causas perdidas.
Todavía trabajando en su vieja oficina del MIT (Massachusetts Institute of Technology), Chomsky acaba de cumplir sus 80. Aunque ya se jubiló, sigue yendo diariamente al Departamento de Filosofía y Lingüística, donde una foto de Bertrand Russell preside su despacho. Chomsky fue una de las pocas voces con reflejos para criticar el silencio del nuevo presidente norteamericano ante el primer conflicto internacional que hacía necesaria una posición: el ataque israelí a la Franja de Gaza. Pero como él mismo explica, a pesar de que Estados Unidos puede efectivamente ser considerado un país con una gran libertad de expresión, “la libertad tiene muchas dimensiones y otras formas de control, por ejemplo, a través del impacto de la concentración de capital. Por eso usted verá mis artículos en diarios de Johannesburgo, pero nunca en The New York Times”.
Este hombre que vive y piensa en Estados Unidos no es influyente en su país. El aparato mediático privado pero oficial se ocupa de que él escriba y diga lo que quiera, pero también de que esas opiniones queden en la esfera de los que desean lo imposible. Porque sostener que el mundo vive una crisis porque alberga a mil millones de hambrientos es, para ese aparato de poder, una tontería bienintencionada dicha por un “sempiterno idealista”, un dúo de palabras neutralizadoras que bajan de antemano la tensión de las palabras de Chomsky.
A nadie se le hubiera ocurrido tomar medidas drásticas contra el hambre. También es de pueriles y bienintencionados hablar de “seguridad alimentaria”, una noción que manejan los organismos internacionales como la FAO, pero que no operan sobre la realidad ni sobre los gobiernos. Mientras sean los excluidos los que pierdan la vida, no pasará nada. El problema es cuando los incluidos comienzan a perder sus bienes.
El periodista le comenta que para los políticos norteamericanos ya no es el terrorismo “la mayor amenaza mundial, sino la inestabilidad provocada por la crisis”. Y Chomsky replica qué sentido le dan los políticos norteamericanos a la palabra “estabilidad”: la subordinación a Estados Unidos. Quizá a eso se haya referido el jefe de la CIA cuando incluyó en su lista de países con riesgo de inestabilidad a Venezuela, Ecuador y la Argentina. “¿Qué ha hecho Obama para lidiar con la amenaza? Rodearse de gente que contribuyó a crear esta crisis, como Timothy Geithner, Laurence Summers, los banqueros, y encontrar una fórmula para rescatar el sistema que ellos mismos dominan y controlan.”
Otro cuadro cuelga en el despacho de Chomsky en el MIT: una imagen del ángel exterminador junto al salvadoreño cardenal Romero y los seis jesuitas que fueron asesinados con él en los ’80 por escuadrones de la muerte. “Uno de mis fracasos es que ningún norteamericano sepa qué significa ese cuadro.” Nunca lo sabrán. No saben lo que no les importa. No lo quieren saber. Así como los que en este país han reflotado el asunto de la pena de muerte. No quieren saber de la inseguridad de los otros, sólo de la propia y la de quienes se les parecen.
Esta semana, la farándula ha sido muy tenida en cuenta en los programas periodísticos. Moria Casán, Sandro, Carmen Barbieri y otros tantos con menos taquilla han salido a “sincerarse” y a “decir lo que piensa el pueblo” (como dijo Susana Giménez, a quien cuesta imaginársela sin atavío animal print y muchísimo más caminando por alguna calle de tierra). Moria Casán supo decir que no quiere ver pobres porque le descompensan la energía. Usan autos blindados y vidrios polarizados. No toleran que el barro salpique las burbujas de jabón líquido que son sus vidas. Pero, por lo visto, son perfectamente capaces de crear microclimas cuando los monopolios mediáticos abogan por el agite y por el “así no se puede seguir”.
El hambre sigue siendo un crimen todavía más flagrante en el país, cuya dirigencia rural es arengada por la oposición para que no acuerde, para que no pacte, para que no se calme. Hay crisis reales invisibles, y crisis talladas a la medida de unos cuantos canallas.
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