Las ridículas pretensiones de Israel sobre el legado de Franz Kafka
Mary Rizzo
Palestine Think Tank
Traducción de Manuel Talens
Alguien debía de haber calumniado a Josef K.,
porque, sin haber hecho nada malo,
fue detenido una mañana.
Dudo que alguien haya leído el devastador inicio de El proceso de Kafka sin sentir un estremecimiento de emoción. En su desnuda simplicidad, su fuerza despiadada y su poderoso despliegue narrativo, una sola frase nos muestra facetas de un universo total en el que un estado de ánimo se da de bruces con la escritura en movimiento, en el que un sentido de la confusión y el menosprecio se topan con la realidad de un acto arbitrario. De inmediato, el sujeto trata de racionalizar y comprende que se encuentra ante un grave agravio personal y nosotros, los lectores, sin saber nada del asunto, simpatizamos con él, bajo la premisa de que, pase lo que pase, nos pondremos de su lado.
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Pero existe una ambigüedad, que no cesa a lo largo del libro, con la presentación de sentimientos de culpa, resignación, ausencia de clarificaciones y, al final, un estoicismo que conduce al rechazo de la libertad personal. Conforme leemos, en alternancia podemos identificarnos con Josef K. y resignarnos al destino o bien podemos zarandearlo para que cese en su complacencia. A veces nos ponemos incluso en su piel, dejamos el libro a un lado y nos decimos, “sí, es verdad”. Es esta experiencia emocional, que nos afecta cada vez de forma diferente al enfrentarnos al libro (y que, como todas las grandes obras, no cesa de ofrecernos nuevos matices insospechados), lo que transforma la experiencia de la lectura en algo activo, personal y vibrante.
El proceso hubiera podido comenzar con esa frase evocadora, como tantos otros, pero lo que de verdad convierte a este libro en una experiencia que nunca cesa para quienes lo aman es el hecho de que desconocemos cómo se leería si el propio Kafka lo hubiese publicado en vida y sus espacios narrativos sujetos a interpretación fuesen cosa de un día. Desde el punto de vista literario, sabemos que apareció póstumamente y sin indicaciones explícitas sobre su construcción. Se ha dicho que la manera confusa con que Kafka organizaba sus manuscritos dio lugar a una disposición arbitraria de los capítulos e incluso que la exclusión de “un sueño” en el corpus de la novela en su edición más conocida fue una mala decisión de Max Brod, de la cual me ocuparé en breve.
Además, de vez en cuando aparecen ediciones críticas, incluida una muy interesante que adopta el esquema de Crimen y castigo de Dostoievsky. Hay ediciones que incluyen variaciones y en las que se modifican pequeños detalles o incluyen notas autobiográficas a pie de página, para deleite e información del lector. ¿Conoceremos algún día la versión integral del libro, tal como el autor la quiso? Eso depende de Israel.
Para cualquier investigador, el acceso a los manuscritos originales de escritores es algo esencial por muchas razones. En primer lugar, uno puede ver la evolución del proceso mental observando la construcción de las frases, las tachaduras, las notas, las posibles variantes que el autor deja para sí mismo antes de llegar a una solución definitiva; en segundo lugar, porque todo manuscrito otorga per se un valor histórico a la obra de arte. El contacto con el manuscrito original es lo más parecido a sentarse junto al escritor, que refina cosas poco claras o, con suerte, incluso descorre unas cortinas que ni siquiera sospechábamos y nos permite ver algo diferente.
Hace un par de años experimenté una revelación así cuando examiné el manuscrito original de uno de los más importantes poemas italianos, L’Infinito, de Giacomo Leopardi. Me embargó un estado de pura conmoción al ver con mis propios ojos y sentir su pluma, que tachaba una palabra aceptable para cambiarla por otra perfecta… ¿Como podría haber existido una “versión” de este poema que fundiese lo interior con lo infinito? Fue algo extraño sentir que el pálpito expresado en ese poema sufrió una evolución. Pero al darme cuenta de que la sufrió y de que fue producto de una dinámica de la mente humana, de un instante temporal y, por lo tanto, inefable y compuesto de muchas facetas, por un momento me interné en la mente de Leopardi y vi de qué manera se enfrentaba a una realidad, a una encarnación de su pensamiento, que al mismo tiempo refinaba en su interior y más allá de su interior, igual que el sujeto del poema. Lo que me dejó sobrecogida fue la sensación de haberlo comprendido, algo que nunca antes había experimentado tras muchos años de leerlo y admirar su obra.
El propio Kafka es un objeto interesante desde el punto de vista biográfico y en los estudios críticos de su obra siempre aparecen hechos y documentos de su vida, incluso aquellos tan personales como cartas y notas, que añaden comprensión a sus escritos... y la controversia que rodea a la desaparición o a la falta de acceso a sus manuscritos irá en aumento conforme su papel de precursor de la literatura existencial y testimonio de la vieja Europa en su lucha modernista vaya haciendo que sus libros sean cada vez más contemporáneos.
Yo misma he sentido una enorme atracción por Kafka, no sólo por lo enigmático de la “doble” existencia que llevó como funcionario diurno en una compañía de seguros y escritor por las noches, sino por algo mucho más banal: sus similitudes biográficas con mi propia familia, que me ayudan a reconstruir un mundo ya permanentemente desmembrado y, por lo tanto, objeto de una nostalgia irresistible y quimérica para mí. Su familia procedía del mismo pueblo que parte de la mía; ambas vivieron las experiencias de abandonar la aldea para trasladarse a Praga, de la tuberculosis, de la mortalidad infantil... todas las historias que una escucha sobre una saga privada están ahí, en una figura literaria. Por supuesto, él perteneció a una clase social diferente de la mía e incluso habló una lengua materna distinta de la de mi familia, pero una parte de mí sigue creyendo que algo existe en su obra capaz de ofrecerme fragmentos minúsculos de información, quizá la pieza faltante, algún pequeño detalle que, vinculado a otros, podría dar sentido a aquel universo que se recordaba, sí, pero nunca se mencionó con palabras.
Esto, en sí mismo, me explica una de las razones por las que lo abrazo con tal intimidad, para tratar de comprender algo de un mundo que siento muy cercano, sólo de forma evocadora, envuelto en un sudario firmemente sellado y distante para siempre. Pero existe también una atracción universal hacia su obra: la ambigüedad de su escritura resulta extrañamente tranquilizadora, porque en ella siempre existen la promesa y la esperanza de poder descifrar el orden simbólico que esconde para que lo absurdo se vuelva lógico. Incluso si la contextualidad es la aceptación de que el significado más profundo está en el lado del lector –pues la obra en sí misma no ofrece redención y es posible hurgar en ella tanto como se desee– la redención está en otra parte. En El proceso todo es desesperación, lo cual no es nada nuevo.
Y, sin embargo… en su lectura una se siente transportada al interior del útero del lenguaje humano, con su fuerza y su fragilidad, en la creencia de que podrá expresar la esperanza de un mundo distinto y más justo, incluso si tal esperanza nunca se menciona.
Puede significar mucho para millones de personas y muchas de ellas quieren saber más. Por supuesto, esto es posible a través del estudio de los manuscritos originales y la biblioteca de Marbach, en Alemania, ha sido un lugar de peregrinaje para muchos estudiosos. Sin embargo, si Israel logra su objetivo, este manuscrito deberá abandonar Europa y “regresar” a Israel, junto con el resto de los documentos escondidos, todavía por estudiar y sujetos a una extraña ley de la “herencia judía”. A causa de dicha ley, si ésta termina por prevalecer, probablemente nunca más verán la luz del día.
Esa ley israelí prohíbe que todo material que ellos consideren “importante para el pueblo judío” salga del país. La ley incluso establece que aceptan una fotocopia... pero todo el mundo sabe lo digno de confianza que es Israel y, al parecer, sus ciudadanos también lo saben, pues muchos de ellos no caen en la trampa. De hecho, es más que razonable imaginar que miles de documentos importantes, no sólo para el pueblo judío, sino para la humanidad, han tomado el camino de las ventas clandestinas y de la desaparición para que sus propietarios eviten verse forzados a entregarlos o venderlos por una mínima parte de su valor al Estado judío. Incapaces de vender material literario a bibliotecas e instituciones culturales (pues ninguna compraría una fotocopia de un documento), la propiedad se traspasa por medio de ventas secretas y exportación o, en el caso de los manuscritos de Kafka, se depositan en algún otro lugar, quizá para siempre.
Kafka nunca vivió en Israel, tampoco lo visitó. Su confidente y médico, Max Brod, sí llevó a Palestina todos los documentos que Kafka le había confiado con la promesa de que los destruiría personalmente. Brod no lo hizo, por fortuna. De hecho, intentó ordenar de algún modo los manuscritos y los publicó en seis volúmenes de obras previamente inéditas, tras haber sido su amigo más íntimo y fiel, buen conocedor del Kafka literario y humano y, por lo tanto, el más capacitado para reconstruir en vez de destruir.
La contravención de los deseos de su mejor amigo no fue una hazaña que pueda compararse con las dificultades de ensamblaje del material. Lo ayudó en la tarea su propia secretaria, Esther Hoffe, otra originaria de Bohemia trasplantada al naciente Estado judío. Tras la muerte de Brod, Hoffe tomó posesión de los preciados manuscritos. Había logrado vender algunos de éstos en el extranjero, pero el pacto quedó bloqueado justo cuando los documentos iban a ser transferidos al nuevo propietario.
A su muerte, sus hijas se convirtieron en dueñas del material y se han negado a entregarlo a Israel. A pesar de esa ley, no quieren que el Estado expropie y obtenga por un precio irrisorio algo a lo que, según ellas, no tiene derecho. Al menos eso es lo que hace pensar su terca negativa a “colaborar” con las exigencias de que el Estado judío sea árbitro y custodio de los manuscritos. Se dice que entre los documentos se encuentran el diario de Brod, algunos dibujos de Kafka y la correspondencia que no fue destruida.
Una vez más, Israel exige el derecho a algo que no le pertenece. En este caso, que no pertenece ni al Estado ni al pueblo judío ni tampoco a las hermanas Hoffe, sino al legado de Franz Kafka. Si consideramos los deseos explícitos de éste, según los cuales todos sus escritos debían terminar en las llamas, y que incluso Dora quemó algunos de sus relatos y una obra de teatro a petición suya, es fácil imaginar que el conflicto actual no le hubiese gustado en absoluto al escritor.
Con las presiones que se están ejerciendo para la entrega de este material bajo ciertas condiciones, es bastante probable que el mundo nunca tenga acceso a algo que, se rumorea, es muy voluminoso y variado, y que el estudio de este gigante de la literatura seguirá entorpecido. Ello se debe a la necesidad que siente Israel de reclamar la propiedad de todo sobre lo que considera tener un derecho “étnico”. ¿Existe algo parecido a una literatura judía, determinada por su estilo o por su “sangre”? ¿Forma parte Kafka de ella? ¿Había considerado el propio Kafka que su obra era patrimonio del “pueblo judío” o habría sentido, en cambio, que otros están jugando con su destino, al igual que pensaba su personaje más famoso, Joseph K.?
Y, para ser más precisos, ¿es posible que un Estado pueda reclamar su derecho a un material que fue introducido en su territorio desde otro sitio, por no hablar de que dicho Estado ni siquiera existía en tiempos de Kafka ni cuando Brod se trasladó a Palestina en 1939? Además, ¿no es absurdo que reclame ser su representante y que sus manuscritos deban permanecer en territorio israelí? Ello implica que un escritor cuya obra llegó a Israel por circunstancias aleatorias, no por elección de su autor (elección testamentaria que, para más escarnio, no fue respetada), sea ahora un rehén simbólico, confinado al estatus de “escritor judío”, y que si los investigadores desean estudiar sus manuscritos tengan que ir a Israel para hacerlo. Eso significaría el reconocimiento de que el escritor pertenece al Estado de Israel y luego al pueblo judío. Sólo de forma incidental se le consideraría como un ser humano cuya vida y cultura fueron otra cosa. Kafka fue un europeo de Bohemia, un ciudadano de la ciudad de Praga, la cual coloreó su percepción al mismo título que sus viajes por la Europa central y el norte de Italia contribuyeron a su actitud vital. Israel no tiene nada que ver con su obra, al menos si se juzga por el material conocido de ésta.
Pero Israel, al igual que ha hecho con la tierra de Palestina, decide apropiarse de lo que anhela y reclama derechos sobre ello con criterios raciales, religiosos y étnicos. Niega las circunstancias históricas reales y espera así reescribir la historia para que, dentro de una generación, todo el mundo crea que Kafka nació en Tel Aviv y fue una prominente figura de los asuntos culturales judíos. No hace falta mucho esfuerzo para construir un hermoso complejo cultural, “Centro histórico y biblioteca Kafka”, donde los estudiantes irán a contemplar las vitrinas y las muestras multimedia antes de adentrarse en la tienda de souvenirs.
De hecho, ésa sería una metamorfosis que habría aterrado a Kafka: que alguien, algún día, vaya contando mentiras sobre Franz K.
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