Demasiado pobres para salir en las noticias
Barbara Ehrenreich
Sin Permiso
Traducción para Sin Permiso por Lucas Antón
23/06/09
El lado humano de la recesión, parte de ese nuevo género mediático que ha dado en llamarse "porno de la recesión", es la historia de un descenso gradual del exceso a la frugalidad, de la holgura a la austeridad. Los super-ricos prescinden de sus aviones privados; la clase media alta recorta sus clases particulares de Pilates; las clases simplemente medias renuncian a las vacaciones y a sus veladas en Applebee's.(1) En algunas descripciones, la recesión llega incluso a dibujarse como "la gran niveladora", difuminando los vertiginosos niveles de desigualdad que caracterizaron las últimas dos décadas y apiñando a todo el mundo en una única clase grande, la de los Nuevos Pobres, en la que todos conducimos diminutos utilitarios de alta eficiencia energética y cultivamos tomates en el porche de casa.
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Pero la perspectiva no es tan halagüeña cuando observamos los efectos de la recesión en un grupo generalmente omitido en todos estos intensos relatos de movilidad descendente: los que ya son pobres, estimados entre un 20 y un 30 % de la población, que luchan por salir adelante en el mejor de los tiempos. Este sector demográfico, los pobres con empleo,(2) ya ha pasado por lo que es vivir en una depresión económica propia. Desde su punto de vista, la "economía", en tanto que condición compartida, es pura ficción.
Esta primavera volví en busca de algunas de las personas que había conocido mientras escribía Nickel and Dimed,(3) mi libro de 2001, para el que había trabajado en empleos mal pagados como camarera y limpiadora doméstica, y me di cuenta de que no estaban más atenazados por la recesión que enganchados a American Idol;(4) las cosas seguían siendo "más de lo mismo". La mujer a la que denominé Melissa en el libro trabajaba todavía en Wal-Mart, por mucho que en nueve años su sueldo hubiera pasado de 7 a 10 dólares la hora. "Caroline," cada vez más incapacitada por la diabetes y una cardiopatía, vive ahora con un hijo ya crecido y subsiste gracias a empleos ocasionales de limpiadora y trabajos de restauración. Charlamos sobre los nietos y la iglesia, sin mención alguna de apuros excepcionales.
Como en el caso de Denise Smith, a quien conocí recientemente, a través del Virginia Organizing Project y cuya licenciatura en Historia le cualifica para un puesto estacional a 10 dólares la hora en un centro turístico, la recesión es en buena medida una abstracción. "Éramos pobres", me dijo alegremente la señorita Smith, "y seguimos siendo pobres".
Pero luego, al menos si vives en una gran familia extensa e interclasista como la mía, te llega ese mensaje de correo electrónico con un "Necesito que me ayudes" como asunto, y te das cuenta de que lo malo es a menudo el estadio anterior a lo peor. La nota era de uno de mis sobrinos, y me informaba de que su suegra, Peg, al igual que millones de norteamericanos, estaba a punto de perder su casa por embargo.
La historia que había por detrás era la que me afectaba: Peg, que tiene 55 años y vive en el campo en Misuri, había estado trabajando en tres empleos a tiempo parcial para mantener a su hija incapacitada y a sus dos nietos, que se habían ido a vivir con ella. Posteriormente, el pasado invierno, había sufrido un ataque cardíaco, ausentándose del trabajo y retrasándose en el pago de la hipoteca. A menos que yo pudiera evitarlo, los cuatro tendrían que mudarse al atestado apartamento de Minneapolis que ya ocupan mi sobrino y su mujer.
Sólo después de que hubiese enviado el dinero me enteré de que la hipoteca no era "subprime" y que la vivienda no era una casa sino una destartalada autocaravana que, como "vehículo usado", conlleva una tasa de interés hipotecaria del 12%. Podríamos argumentar, sin quedarnos cortos de compasión, que "Asalariado pobre pierde empleo y casa" no es la idea que tenemos de las noticias.
A finales de mayo viajé a Los Ángeles, donde la tasa de desempleo real, contando la gente sin trabajo y los que han dejado de buscarlo, se estima en un 20 %, para encontrarme con media docena de organizadores comunitarios. Gente de una profesión, ridiculizada el verano pasado por Sarah Palin, que ayuda a quienes disponen de bajos ingresos a renegociar sus hipotecas, a vérselas con los desahucios cuando se embarga a los caseros, y que cuando hace falta se organiza para enfrentarse a caseros y patrones.
La pregunta que planteé a esta alianza de grupos era la siguiente: "¿Ha supuesto la recesión una diferencia significativa en las comunidades de bajos salarios en las que trabajan, o siguen estando las cosas básicamente igual?" Mis informantes -provenientes de los barrios de Koreatown, South Central, Maywood, Artesia y la zona en torno a Skid Row - se esforzaron por explicarme que las cosas ya estaban bastante mal antes de la recesión, y en modos desvinculados de la economía a mayor escala. Uno de ellos me contó, por ejemplo, que el auge de los 90 y principios de siglo había sido "esencialmente demoledor" para los pobres urbanos. Los alquileres se dispararon y la vivienda pública desapareció dejando paso a un encarecimiento al alcance sólo de los acomodados.(5)
Pero sí, la recesión ha dejado las cosas palpablemente peor, en buena medida debido a la pérdida de puestos de trabajo. Si no entra la nómina, la gente se retrasa al pagar el alquiler y, puesto que puede que tengas que esperar hasta seis años para conseguir subvenciones federales a la vivienda, no hay otra alternativa que mudarse a casa de algún pariente. "La gente no hace más que llamarme", contaba Preeti Sharma de la South Asian Network, "Creen que poseo alguna clase de magia".
Los organizadores llegaron incluso a expresar una cierta irritación con los Nuevos Pobres en cuanto empecé a usar la expresión. Si hay un símbolo de la recesión en Los Angeles, dice Davin Corona, de Strategic Actions for a Just Economy, "es el policía que tiene que vérselas con un embargo en el extrarradio". Los que ya son pobres, afirma, los inmigrantes sin papeles, los trabajadores de "maquiladoras", los porteros, sirvientas y guardias de seguridad habían "desaparecido" tanto de los medios informativos como de las discusiones políticas públicas.
Con ellos desaparece la que puede ser la historia más característica y apremiante de esta recesión. Cuando volví a casa, empecé a llamar a expertos como Sharon Parrott, analista política del Center on Budget and Policy Priorities, que me explicó que "existe un desempleo creciente entre todos los grupos demográficos, pero enormemente mayor entre los denominados no cualificados".
¿En qué medida? Larry Mishel, presidente del Economic Policy Institute, ofrece datos que muestran cómo entre los trabajadores de cuello azul el desempleo crece tres veces más rápido que el paro de los de cuello blanco. Las últimas dos recesiones -a principios de los 90 y en 2001- produjeron despidos masivos de cuello blanco, y aunque la actual ha visto muchas reducciones de plantilla entre agentes inmobiliarios y analistas financieros, la peor parte se la lleva la clase trabajadora de cuello azul, que ha ido deslizándose cuesta abajo desde que comenzó la desindustrialización en los años 80.
Cuando llamé a los bancos de alimentos y los albergues para indigentes de distintos lugares del país, la mayoría del personal y sus directivos estaban listos para ofrecerme esas historias tan del gusto de la prensa referentes a familias de clase media ahora venidas a menos. Pero había quienes, como Toni Muhammad, de Gateway Homeless Services, de San Luis, reconocían que lo que ven principalmente son "pobres de larga duración", que se vuelven aún más pobres al perder el tipo de trabajos de bajos sueldos que a mí me había resultado tan fácil encontrar entre 1998 y 2000. Tal como dijo Candy Hill, vicepresidenta de Catholic Charities U.S.A.: "Todo se centra en la clase media, en Wall Street y Main Street -la Calle Mayor-, pero es la gente de los callejones la que de verdad sufre".
¿Qué estadios hay entre la pobreza y la miseria? Como los Nuevos Pobres, los que ya son pobres descienden por una serie de privaciones, aunque es menos probable que éstas entrañen renunciar a las vacaciones que a las comidas y la medicación. El New York Times informaba este mismo mes de que un tercio de los norteamericanos ya no puede permitirse pagar sus recetas médicas.
Existen otras formas con menos peligro vital de tratar de llegar a fin de mes. Associated Press ha informado que cada vez hay más mujeres de todas las clases sociales que recurren al "strip-tease", aunque los "clubes de caballeros" también se han visto duramente golpeados por la recesión. Los pobres del campo recurren cada vez más a las "subastas de comida", que ofrecen artículos que pueden estar ya caducados.
Y para quienes prefieran alimentos frescos, siempre queda la opción de la caza urbana. En Racine, estado de Wisconsin, un mecánico despedido de 51 años me contó que complementa su dieta "tirando a ardillas y conejos, y preparándolos estofados, horneados y a la parrilla". En Detroit, donde la fauna salvaje ha aumentado a medida que disminuía la población humana, un camionero jubilado regenta un dinámico negocio de carne de mapache, que recomienda adobar con vinagre y especias.
Sin embargo, la estrategia más común para apañarse consiste sencillamente en aumentar el número de gente que paga por metro cuadrado de espacio habitable, compartiendo vivienda o alquilando a quien busca acomodo ocasional. Resulta difícil conseguir cifras fiables sobre la saturación de habitabilidad, porque a nadie le gusta reconocerla ante agentes del censo, periodistas o cualquier otra persona que pueda estar lejanamente vinculada a las autoridades. En el plano legal, incurriría en en ello Peg acogiendo a su hija y sus dos nietos en una autocaravana que apenas sí dispone de espacio para dos personas, o mi sobrino y su mujer preparados para apretujarse en lo que es esencialmente un apartamento de un solo dormitorio. Pero abundan las historias dickensianas de apaños para vivir.
En Los Angeles, el profesor Peter Dreier, un experto en política de vivienda del Occidental College, afirma que "la gente que ha perdido su trabajo o por lo menos su segundo empleo, se arregla amontonándose hasta el doble o el triple en apartamentos saturados, o gastando el 50, el 60 y hasta el 70% de sus ingresos en el alquiler". Thelmy Perez, organizador de Strategic Actions for a Just Economy, trata de ayudar a una pareja anciana que no pudiendo ya permitirse el alquiler de 600 dolares mensuales de su apartamento de dos habitaciones, admitió a seis realquilados con los que no tenía parentesco, y se enfrenta ahora al desahucio. De acuerdo con un organizador comunitario de mi ciudad, Alexandria, en el estado de Virginia, el apartamento tipo de un complejo ocupado mayoritariamente por trabajadores de día se compone de dos dormitorios, cada uno de los cuales alberga a una familia de hasta cinco personas, aparte de otra que reclama el sofá.
Las viviendas saturadas -en el campo, en el extrarradio, en la ciudad- hacen invisible el número creciente de pobres, sobre todo cuando los perpetradores no tienen que aparcar en la calle los coches que los delatarían. Pero si éste es a veces un delito contra las regulaciones de planificación urbana, no es exactamente de los que no causan víctimas. . En el mejor de los casos lleva a no poder dormir seguido y hacer cola para el baño; en el peor, a explosiones de violencia. Las organizaciones caritativas católicas informan de un repunte en la violencia doméstica en muchas partes del país, algo que Candy Hill atribuye a la combinación de desempleo y apiñamiento.
Y compartir vivienda rara vez resulta una solución estable. Según Toni Muhammad, cerca del 70% de la gente que busca albergues de urgencia en San Luis comenta que se habían ido a vivir con familiares, "sólo que el sitio era demasiado pequeño". Cuando le pregunté a Peg qué suponía compartir su autocaravana con la familia de su hija, me dijo sombríamente: "No salgo de mi dormitorio".
Las privaciones de los Nuevos Pobres antes acomodados son bastante ciertas, pero la situación de los que ya son pobres sugiere que no presagian necesariamente un futuro más verde y armonioso con una distribución menos desigual de la riqueza. No hay datos todavía de los efectos de la recesión sobre las estimaciones de desigualdad, pero históricamente el efecto del declive consiste en incrementar, no en hacer disminuir la polarización de clase.
La recesión de los años 80 transformó a la clase obrera en pobres con trabajo, conforme los empleos manufactureros huían al Tercer Mundo, obligando a los trabajadores a recurrir al sector servicios y de comercio minorista de bajos salarios. La actual recesión empuja a los pobres con empleo un escalón más abajo, de trabajos mal pagados y viviendas inadecuadas a empleos erráticos, dejándolos con sueldos bajos y sin vivienda alguna. La gente acomodada se ha imaginado durante mucho tiempo que la pobreza norteamericana es bastante más lujosa que la que se registra en el Tercer Mundo, pero las diferencias se están reduciendo rápidamente. Acaso "la economía", tal como se describe en la cadena televisiva CNBC, revivirá de nuevo, aportando otra vez el tipo de puestos de trabajo con los que se mantenían los pobres con empleo antes de la recesión, por más que les resultaran insuficientes. Lo más probable, sin embargo, es que no basten para alcanzar a vivir, por lo menos de acuerdo con un nivel de seguridad y dignidad. De hecho, el aumento del salario por hora trabajada, que había ido subiendo alrededor de un 4% cada año, ha sufrido lo que el Economic Policy Institute llama un "derrumbe espectacular" en los últimos seis meses. Lo mismo en los buenos tiempos que en los de penuria, la miseria del fondo sigue acumulándose, como una mala deuda que finalmente acabará por cobrarse.
NOTAS:
(1) Applebee (Applebee´s Neighborhood Grill and Bar) es una cadena de restaurantes y hamburgueserías familiares, con más de 1600 establecimientos en 49 estados de la Unióny 17 países.
(2) En la categoría de "pobres con empleo" o "working poor" se incluye en los Estados Unidos a aquellas personas que, aún disponiendo de uno o varios trabajos, no ganan lo suficiente para salir de la pobreza o llevar una existencia mínimamente digna.
(3) "Por cuatro duros: cómo no apañarselas en Estados Unidos" es el título de la edición española publicada por RBA en 2003.
(4) Así se denomina la edición norteamericana de lo que en España se llama "Operación Triunfo"
(5) El término original en inglés es "gentrification", que define el fenómeno de substitución de las clases modestas que viven en el centro de las ciudades por profesionales y gente de altos ingresos, los únicos que pueden permitirse pagar los precios inmobiliarios de dichos barrios tras su renovación.
Barbara Ehrenreich es una periodista norteamericana que goza de gran reputación como investigadora de las clases sociales en EEUU. Esta actividad investigadora le ha ocupado toda su vida desde que se infiltró disfrazada de sí misma en la clase obrera que recibe salarios de miseria en su ya clásico Nickel and Dimed [Por cuatro chavos], un informe exhaustivo de las enormes dificultades por las que pasan muchos estadounidenses que tienen que trabajar muy duro para salir adelante. Luego, años más tarde, repitió la operación centrándose en la clase media, pero esta vez, para su sorpresa, no acabó trabajando de incógnito entre trabajadores, sino que básicamente tuvo que tratar con desempleados sumidos en la desesperación de haberse visto apeados del mundo empresarial. El resultado de esta reciente incursión es otro libro, más reciente, Bait and Switch. The (Futile) Pursuit of the American Dream. [Gato por liebre. La (fútil) búsqueda del sueño americano]. Actualmente dedica mucho tiempo a viajar por todo el país con el propósito de contar sus experiencias a distintos públicos que comparten sus mismas vivencias. Escribe a menudo en su blog (http://Ehrenreich.blogs.com/barbaras_blog/), está muy implicada en poner en marcha una nueva organización dedicada a articular a los desempleados de clase media. Su libro más reciente es This Land Is Their Land: Reports Froms a Divided Nation.
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