Se avecina un estallido de rabia social en Asia
Walden Bello
Sin Permiso
Traducción para Àngel Ferrero
21/04/09
A medida que las mercancías se apilan en los muelles de Bangkok a Shangai y los trabajadores son despedidos en números record, los ciudadanos del Sureste asiático están comenzando a darse cuenta de que no solamente están experimentando un empeoramiento de sus economías, sino que viven el fin de una época.
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Durante 40 años la vanguardia de la economía de la región ha sido la industrialización con miras a la exportación (EOI, por sus siglas inglesas). Taiwán y Corea del Sur fueron las primeras en adoptar esta estrategia de crecimiento a mediados de los sesenta, cuando el dictador coreano Park Chung-Hee convenció a los empresarios de su país que exportasen gracias a, entre otras medidas, cortar la electricidad de sus fábricas si se negaban a acatar la orden.
El éxito de Corea y Taiwán convenció al Banco Mundial de que la EOI era el futuro. A mediados de los setenta, el entonces presidente del Banco Mundial, Robert McNamara, la consagró como doctrina, manifestando que "deben llevarse a cabo esfuerzos especiales en muchos países para alejar a sus empresas manufactureras de los mercados relativamente pequeños asociados a la sustitución de importaciones, y acercarlas a las mayores oportunidades que ofrece la promoción de las exportaciones."
La EOI se convirtió en uno de los puntos clave del consenso entre el Banco Mundial y los gobiernos del Sureste asiático. Ambos se dieron cuenta de que la industrialización con miras a la importación sólo podía continuar si el poder de compra nacional se incrementaba vía una significativa redistribución de la renta y la riqueza, y ello era algo para lo que no cabía duda para las élites de la región. Los mercados para la exportación, especialmente el relativamente abierto mercado estadounidense, se presentaron como un sustituto indoloro.
El capital japonés crea una plataforma de exportación
El Banco Mundial respaldó el establecimiento de zonas de procesamiento de exportaciones, donde el capital extranjero podía casar con una mano de obra (por lo común femenina) barata. También apoyó el establecimiento de incentivos fiscales para los exportadores y, con menos éxito, promovió la liberalización del comercio. No obstante, no fue hasta a mediados de los ochenta que las economías del Sureste asiático despegaron, y no fue tanto a causa del Banco Mundial como de la política comercial agresiva estadounidense. En 1985, en lo que llegó a conocerse como el Acuerdo Plaza [Plaza Accord, por el nombre del hotel en que se firmó, N. del T.], los Estados Unidos forzaron la drástica revaluación del yen japonés en relación con el dólar y otras divisas de importancia. Haciendo las importaciones japonesas más caras a los consumidores norteamericanos, Washington esperaba reducir su déficit comercial con Tokio. La producción en Japón se tornó prohibitiva en términos de costes de trabajo, forzando a los japoneses a trasladar las partes del trabajo más intensivo de sus operaciones manufactureras a zonas de salarios bajos, particularmente a China y el Sureste asiático. Al menos 15 mil millones de dólares de inversión directa japonesa fluyeron hacia el Sureste asiático entre 1985 y 1990.
La entrada de capital japonés permitió a los "nuevos países industrializados" del Sureste asiático escapar de la restricción crediticia de comienzos de los ochenta provocada por la crisis de deuda del Tercer Mundo, superar la recesión global de mediados de los ochenta y pasar a un proceso de rápido crecimiento. La centralidad de la endaka, o revaluación de la moneda, se reflejó en la tasa de afluencia de inversiones extranjeras directas a la formación del gran capital, que se aceleró espectacularmente a finales de los ochenta y en los noventa en Indonesia, Malasia y Tailandia.
Donde mejor pudieron verse las dinámicas del crecimiento impulsado por la inversión extranjera fue en Tailandia, que recibió 24 mil millones de dólares de inversión de las naciones ricas en capital de Japón, Corea y Taiwán en sólo cinco años, entre 1987 y 1991. Fuesen cuales fuesen las preferencias en materia de política económica del gobierno tailandés –proteccionista, mercantilista o pro-mercado– esta enorme cantidad de capital llegado del Sureste asiático a Tailandia no podía más que disparar su rápido crecimiento. Lo mismo vale para otras dos naciones favorecidas en el Noreste asiático: Malasia e Indonesia.
Sin embargo, no fue solamente la escala de la inversión japonesa durante un período de cinco años lo que importó: fue sobre todo el modo en que se hizo. El gobierno japonés y los keiretsu, o conglomerados, planearon y cooperaron estrechamente en el traslado de las instalaciones fabriles al Sureste asiático. Una dimensión clave de este plan fue trasladar no únicamente a las grandes corporaciones como Toyota o Matsushita, sino también a las pequeñas y medianas empresas que proporcionaban los componentes y otras aportaciones al proceso de producción. Otra fue integrar las operaciones de fabricación complementarias, que se extendieron por toda la región en diferentes países. El objetivo era crear una plataforma del Pacífico asiático para re-exportar a Japón y exportar a mercados de terceros países. Ésta fue la política y la planificación industrial a gran escala, gestionada de consuno por el gobierno japonés y las corporaciones, y llevada a cabo por la necesidad de ajustarse al mundo post-Acuerdo Plaza. Como expresó un diplomático japonés más bien cándidamente, "Japón está creando un mercado exclusivamente japonés en el cual las naciones del Pacífico asiático están siendo integradas en el así llamado sistema keiretsu [bloque financiero-industrial]."
China domina el modelo
Si Taiwán y Corea fueron pioneras en el modelo y el Sureste asiático les siguió muy de cerca y con éxito en su despertar, China perfeccionó la estrategia de la industrialización con miras a la exportación. Con su ejército de reserva de mano de obra barata sin paralelo en ningún otro país del mundo, China se convirtió en la "fábrica del mundo", consiguiendo 50 mil millones de dólares anuales en concepto de inversión extranjera durante la primera mitad de esta década. Para sobrevivir, las empresas transnacionales no tuvieron otra elección que transferir sus operaciones de trabajo intensivo a China para conseguir ventaja en lo que se ha llegado a conocer como "precio chino", provocando en el proceso una enorme crisis en las fuerzas del trabajo organizado en los países del capitalismo avanzado.
Este proceso dependía del mercado estadounidense. Mientras los consumidores estadounidenses despilfarraban su dinero, las economías del Sureste asiático podían continuar funcionando a pleno rendimiento. El bajo índice de ahorro de los hogares estadounidenses no suponía ningún obstáculo desde que el crédito estuvo disponible para cualquiera, y a gran escala. China y otros países asiáticos no dejaron escapar los bonos del tesoro estadounidense y prestaron masivamente a las instituciones financieras estadounidenses, que a su vez prestaron a los consumidores y compradores de casas. Pero ahora la economía crediticia estadounidense ha implosionado, y no parece que el mercado estadounidense vaya a generar la misma fuente dinámica de demanda durante mucho tiempo. Resultado: las economías de exportación asiáticas han quedado aisladas.
La ilusión de independencia económica
Durante varios años China ha sido presentada como una alternativa dinámica al mercado estadounidense para las economías menores de Japón y del Sureste asiático. La demanda china, después de todo, ha sacado a las economías asiáticas, incluyendo Corea y Japón, de los abismos del estancamiento y de la ciénaga de la crisis financiera asiática de la primera mitad de esta década. En el 2003, por ejemplo, Japón rompió con una década de estancamiento al encontrarse con el ansia china de capital y mercancías tecnológicas avanzadas. Las exportaciones japonesas se dispararon a niveles récord. China se había convertido para mediados de la década en "el impulsor por excelencia del crecimiento exportador de Taiwán y Filipinas, y el mayor comprador de productos de Japón, Corea del Sur, Malasia y Australia."
Incluso aunque China se presentaba como un nuevo impulsor del crecimiento a través de las exportaciones, algunos análisis aún consideraban la noción de un "desacoplamiento" de la locomotora estadounidense una quimera. Por ejemplo, una investigación de los economistas C.P. Chandrasekhar y Jayati Ghosh subrayó que China estaba importando mercancías medias y componentes de Japón, Corea y países de la ASEAN, pero sólo para colocarlos juntos principalmente para la exportación como productos terminados hacia los Estados Unidos y Europa, no para el mercado nacional. Así, "si la demanda de exportaciones chinas desde los Estados Unidos y Europa se ralentiza, como probablemente ocurra con una recesión en los Estados Unidos", afirmaban, "no sólo afectará a la producción industrial china, sino también a la demanda de importaciones chinas de los países asiáticos en vías de desarrollo."
El desplome del principal mercado asiático ha hecho olvidar cualquier posibilidad de "desacoplamiento". La imagen de locomotoras desacopladas –una deteniéndose, la otra avanzando a empellones por otra vía- ya no es válida, si alguna vez lo fue. Es más, las relaciones económicas entre los Estados Unidos y el Sureste asiático hoy recuerdan a una cadena de prisioneros encadenados que ata no solamente a China con los Estados Unidos, sino con una multitud de economías satélites de las anteriores, y todas han de marchar a un mismo paso: todas ellas están encadenadas al gasto de la clase media financiado por la deuda en los Estados Unidos, que se ha desplomado.
El crecimiento de China cayó en el 2008 a un 9%, cuando el año anterior había tenido un 11%. Japón se encuentra ahora una profunda recesión, sus poderosas industrias orientadas a la exportación de bienes de consumo se tambalean con el desplome de ventas. Corea del Sur, de lejos la más resistente de las economías asiáticas, ha visto como su moneda caía un 30% frente al dólar. El crecimiento del Sureste asiático en el 2009 será probablemente la mitad del de 2008.
Se avecina la rabia
El fin repentino de la época de las exportaciones va a tener desagradables consecuencias. En las últimas tres décadas, el rápido crecimiento redujo el número de personas que vivían por debajo de la línea de pobreza en muchos países. En prácticamente todos los países, sin embargo, la desigualdad de renta y riqueza se incrementó. Pero la expansión del poder de compra del consumidor evitó que los conflictos sociales llegaran al límite. Ahora, cuando la era del crecimiento rápido llega a su fin, una creciente pobreza en el seno de enormes desigualdades será una combinación explosiva.
En China, cerca de 20 millones de obreros han perdido sus trabajos en los últimos meses, muchos de ellos habiendo de regresar al campo, donde apenas encontrarán trabajo. Las autoridades están razonablemente preocupadas por lo que llaman "incidentes de masas", los cuales se han incrementado en la última década, se salgan fuera de control. Con la válvula de seguridad de la demanda extranjera para los trabajadores indonesios y filipinos despedidos, cientos de miles de trabajadores están regresando a unos pocos empleos y granjas moribundas. Probablemente el sufrimiento vaya acompañado de una protesta creciente, como ha sucedido ya en Vietnam, donde las huelgas se están extendiendo como la pólvora. Corea, con su tradición de protestas obreras y campesinas de carácter militante, es una bomba de relojería. Más aún: puede que el Sureste asiático esté entrando en un período de protestas radicales y revolución social que aparentemente pasó de moda cuando la industrialización con miras a la exportación se convirtió en tendencia hace tres décadas.
Walden Bello, profesor de ciencias políticas y sociales en la Universidad de Filipinas (Manila), es miembro del Transnational Institute de Amsterdam y presidente de Freedom from Debt Coalition, así como analista sénior en Focus on the Global South.
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