Retrospectiva: Jesús más nada: Agentes secretos entre los teócratas secretos de América

Jeffrey Sharlet
Harper's Magazine
01/03/08
Traducción: El Averiguador

Y los enemigos del hombre serán los de su casa.
- Mateo 10:36


Así es como rezamos: una docena de “hermanos”, de ojos claros y tersa piel, se apiñan, con los brazos cruzados sobre sus hombros como si fuera el tejido de un cable, apoyados unos sobre otros y meciéndose como la extensa hierba de la colina de la casa que comparten. La casa es atractiva, gris, dos pisos de estilo colonial y huele a alfombra nueva, pino y loción para después de afeitar; los hombres que viven allí la llaman Ivanwald. Al final de una línea de árboles, silenciosa a excepción de las cortadoras de césped y de los niños jugando a cazador y cazado en el parque del otro lado de la calle, Ivanwald es una casa entre varias apiñadas como hongos, todas devotas, al igual que estos hombres, al servicio de Jesucristo. Los hombres cuidan cada tulipán en el callejón sin salida, recortan cada magnolia, y enceran cada camino de la entrada como si fueran botas de cuero. Y rezan, reunidos en la mesa del comedor, en el césped, en el vestíbulo, en el cuarto de camas o en la cancha de básquet, la cabeza de cada hombre se inclina humildemente y se hincha de orgullo (secretamente, creen) de ser contado entre los tan distinguidos cuerpos para Cristo, entre los hombres a quienes abrirá su corazón y a quienes recordará cuando regrese al mundo sin nacer, sino rehecho, no más como individuo, sino como parte de la revolución del Señor, con su voluntad transformada en arma de lo que los jóvenes llaman “guerra espiritual”.

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“Jeff, ¿quieres dirigir la oración?”

Seguro, hermano. Estamos en abril del año 2002, y he estado conviviendo con estos hombres durante dos semanas, no como cristiano (un término que ridiculizan como estrecho para el mundo que están construyendo en honor a Cristo) sino como “creyente”. He compartido las comidas con los hermanos y su trabajo y sus juegos. He sido aceptado entre ellos y me han designado una parte en su ministerio. He discutido con ellos, me he duchado con ellos y he escuchado sus historias: sé qué hombre está molesto por la fortuna de su padre, y qué hombre sucumbió a la carne de una mujer, no una vez, sino dos, y qué hombre baila tan bien que tiene miedo que lo confundan con un marica. Sé lo que significa ser un “hermano”, es decir que sé lo que significa ser un soldado de la armada de Dios.

“Padre celestial”, comienzo. Luego, “Oh señor”, pero me inquieto porque no suena lo suficientemente íntimo. Me decido, “Querido Jesús”. “Querido Jesús,
por favor, Jesús, tan solo permítenos pelear en Tú nombre”.

Ivanwald, situado al final de la Calle 24 Norte en Arlington, Virginia, es conocida solo por sus residentes y por los miembros y amigos de la organización que la patrocina, un grupo de creyentes que se llaman a si mismos “la Familia”. La Familia es, en sus propias palabras, una asociación “invisible”, aunque su membresía siempre ha sido compuesta en su mayoria por hombres públicos. Los Senadores Don Nickles (R., Okla.), Charles Grassley (R., Iowa), Pete Domenici (R., N.Mex.), John Ensign (R., Nev.), James Inhofe (R., Okla.), Bill Nelson (D., Fla.), y Conrad Burns (R., Mont.) son mencionados como “miembros”, como lo son los Representantes Jim DeMint (R., S.C.), Frank Wolf (R., Va.), Joseph Pitts (R., Pa.), Zach Wamp (R., Tenn.), y Bart Stupak (D., Mich.). Se han reunido grupos regulares de oraciones en el Pentágono y en el Departamento de Defensa, y la Familia ha adoptado tradicionalmente fuertes lazos con hombres de negocios de las industrias del petróleo y aeroespaciales. La Familia mantiene una base de datos celosamente resguardada de sus asociados, pero no emite ninguna tarjeta, y no recolecta cuotas oficiales. Se les pide a los miembros que no hablen del grupo ni de sus actividades.

La organización ha funcionado bajo muchos nombres, algunos aún activos, otros ya no: Comité Nacional para el Liderazgo Cristiano, Liderazgo Cristiano Internacional, Consejo de Liderazgo Internacional, la Casa de la Amistad, la Fundación de la Amistad, Consejo de la Amistad Nacional, la Fundación Internacional. Estos grupos tienen la intención de desviar la atención de la Familia, y de prevenir que se convierta, en palabras de uno sus los líderes, en “objeto de mala interpretación”.

Los Ángeles Times informó en septiembre que tan solo la Fundación de la Amistad cuenta con un presupuesto anual de $10 millones, pero eso solo representa una fracción de las finanzas de la Familia. Cada organización de la Familia reúne sus fondos de forma independiente. Ivanwald, por ejemplo, está financiada, al menos en parte, por una entidad llamada Fundación Wilberforce. Otros proyectos son financiados por “amigos”: poderosos hombres de negocios, gobiernos extranjeros, congregaciones de iglesias, o reconocidas fundaciones que podrían no conocer el rango de actividades de la Familia. En Ivanwald, cuando pregunté a que organización debía hacerse un cheque de donación, me dijeron que no había ninguna; el dinero era recaudado de mano en mano. Los mayores donantes para la Familia, nombrados por la revista Times, incluyen a Michael Timmis, abogado de Detroit y recaudador de fondos del partido republicano; Paul Temple, inversor privado de Maryland; y Jerome A. Lewis, antiguo CEO de la Corporación Petro-Lewis. La única colecta publicitada por la Familia es el Desayuno de Oración Nacional, establecido en 1953 y que, con patrocinio del Congreso, continúa organizándose cada febrero en Washington D.C. Cada año 3000 dignatarios, en representación de una veintena de naciones, pagan $425 cada uno para asistir. Firmemente ecuménico, demasiado insípido para ameritar demasiada prensa, el desayuno es considerado por la Familia como una mera herramienta para un mayor propósito: reclutar poderosos visitantes para realizar encuentros más frecuentes y pequeños en los cuales puedan “conocer a Jesús de hombre a hombre”.

En el proceso de presentar hombres poderosos ante Jesús, la Familia se las ha arreglado para llevar a cabo un número de actos de diplomacia detrás de escenas. En 1978 ayudó secretamente a la administración Carter a organizar un pedido de oración en todo el mundo junto a Menachem Begin y Anwar Sadat, y más recientemente, en el año 2001, unió a los líderes guerrilleros del Congo y Ruanda para un encuentro clandestino, conduciendo a un acuerdo de paz eventual entre los dos bandos hasta el mes de julio. Semejante acto benigno parece ser la excepción a la regla. Durante 1960, la Familia forjó relaciones entre el gobierno de EEUU y algunos de los
elementos del liderazgo postcolonial africano más anti-comunistas (y dictatoriales) . El dictador brasileño General Costa da Silva, con el apoyo de la Familia, supervisaba grupos de amistad regulares para líderes latinoamericanos, mientras que en Indonesia, el General Suharto (cuya cuenta de varios cientos de miles de “Comunistas” asesinados lo marcan como uno de los dictadores más terribles del siglo) presidía un grupo de cincuenta legisladores indonesios. Durante la administración de Reagan, la Familia ayudó a edificar amistades entre el gobierno de EEUU e individuos como el salvadoreño General Carlos Eugenios Vides Casanova, convicto por un jurado de Florida por la tortura de cientos de personas, y del hondureño General Gustavo Álvarez Martínez, ministro evangélico, con conexiones con la CIA y escuadrones de la muerte antes de su propia desaparición. “Trabajamos con el poder donde podemos”, dice Doug Coe, líder de la Familia, “construimos un nuevo poder donde no lo hay”.

En el Desayuno de Oración Nacional de 1990, George H.W. Bush felicitó a Doug Coe por lo que describió como una “silenciosa diplomacia, aunque no diría diplomacia secreta, como embajador de la fe”. Coe ha visitado casi todas las capitales del mundo, habitualmente acompañado por congresistas, “haciendo amigos” e invitándolos a los cuarteles no oficiales de la Familia, una mansión (a pocas cuadras de Ivanwald) que la Familia compró en 1978 por $1.5 millones de dólares donados por, Tom Phillips,
entre otros, el entonces CEO del fabricante de armas Raytheon, y Ken Olsen, fundador y presidente de Digital Equipment Corporation. Una cascada fue tallada en el propio parque de la mansión, desde donde un águila de bronce observa el Río Potomac. La mansión es blanca, con pilares y rodeada de magnolias, y árboles rojos que no destacan demasiado por encima de la misma. La mansión lleva el nombre de estos árboles; se llama Los Cedros, y los miembros de la Familia hablan de ella como si fuera una persona. “Los Cedros tiene corazón para los pobres”, les gusta decir. Por “pobres” no se refieren a los miles de literales pobres que viven a menos de una milla de allí, sino a los pobres de espíritu: senadores, generales y primeros ministros que llegan al final de la calle 24 de Arlington en limusinas negras y vehículos de la ciudad y grandes vehículos utilitarios deportivos para conocerse unos a otros, para conocer a Jesús, para rendir homenaje al dios de Los Cedros.

Allí forjan “relaciones” más allá del bullicio vox populi (los líderes de la Familia consideran a la democracia como una manifestación de intempestivo orgullo) y “arrojan lejos a la religión” en favor de las verdades de la Familia. Declarando rota la alianza de Dios con los judíos, los principales miembros del grupo se autodenominan “los nuevos elegidos”.

Los hermanos de Ivanwald son la próxima generación de la Familia, son altos sacerdotes bajo entrenamiento. Yo he sido recomendado para la membresía gracias al conocido de un banquero, un reciente alumno de Ivanwald que había confundido mi interés en Jesús por creencia. Algunas veces, los hermanos me preguntaban porqué estaba allí. Sabían que yo era “medio judío”, que era escritor, y que era de la ciudad de Nueva York, que varios de ellos consideraban apenas menos perversa que Bagdad o Amsterdam. Le dije a mis hermanos que estaba allí para conocer a Jesús, y lo estaba: el nuevo Jesús gobernante, cuyos conductas son secretas.

El Ivanwald, los hombres aprenden a ser líderes amando a sus líderes. “Están muy ocupados amándonos”, me explicó un hermano una vez, “¿pero quién los ama a ellos?”. Nosotros. Los hermanos pagan $400 cada uno por su lugar, pero también son conserjes de Los Cedros, limpiando desagües, arreglando el césped, arrancando malas hierbas, soplando hojas y arenando. Y nos llaman para trabajar los martes por la mañana, cuando en Los Cedros se brinda un desayuno regular de oración presidido habitualmente por Ed Meese, antiguo juez fiscal. Cada semana el desayuno une a un grupo rotativo de embajadores, hombres de negocios, y políticos americanos. Tres de los hermanos de Ivanwald también están presentes, llevando crujientes remeras almidonadas solo para la ocasión; uno se sienta en la mesa mientras los otros dos sirven café.

En la mañana que asistí, Charlene, la cocinera, batió huevos con tortillas, salsa italiana, ají picante y papaya. Tres mujeres de Potomac Point, un “Ivanwald para chicas”, llegaron desde la calle de enfrente de Los Cedros para ayudar a servir. Usaban lápiz labial y remeras largas (se requería maquillaje y un atuendo “femenino”) y, luego de varios meses de limpiar y servir en Los Cedros mientras los hermanos limpiaban afuera, se habían vuelto bastante indiferentes frente la poderosa clientela. “Las mujeres no se sientan en los desayunos”, me dijo uno de ellos, aunque a ninguna le molestaba porque eran “solo políticas”.

El desayuno comenzó con una oración y una lectura de las escrituras por parte de Meese, quien se sentó a la cabeza de la mesa. Mateo 11:27: “Nadie conoce al Hijo a excepción del Padre, y nadie conoce al Padre a excepción del Hijo y aquellos a los que el Hijo elige revelarlo”. Esa mañana es la elegida para hacer la presentación. Eran hombres de negocios de Dallas y Oregón, un disidente cristiano chino, un hombre que manejaba un grupo de ayuda para refugiados tibetanos (el Dalai Lama había sido muy positivo con respecto a Jesús en su último encuentro, según dijo). Había dos embajadores, de Benin y Ruanda, uno al lado del otro. El representante de Ruanda, el Dr. Richard Sezibera, era un hombre intenso que rechazó comer los huevos o incluso el melón. Bebió taza tras taza de café, y sus ojos estaban inyectados en sangre. Un hombre que no reconocí, y que Charlene identificó como un antiguo senador, sugirió que los negociadores de Ruanda y Congo, atrapados en una guerra que había acabado con más de 2 millones de personas, debía dejar de preocuparse sobre quien se quedará con los diamantes y el petróleo, y que en cambio, debía concentrarse en quien llegaría a Jesús. “Compartir poder no funcionará a menos que modifiquemos sus corazones”, dijo.

Sezibera lo miró fijamente, incrédulo. Meese rió por debajo y abrió su boca para hablar, pero Sezibera lo interrumpió. “No es tan simple”, dijo, con voz monótona y baja. Meese sonrió. A todos en la Familia les encanta reprender, y aquí estaba Ruanda reprendiéndolos a ellos. El antiguo senador asintió con la cabeza. Meese murmuró, “Si”, apretujando su Biblia de cuero marrón, y repitió en susurros las palabras “Gracias, Jesús” alrededor de la mesa mientras yo servía otra taza de café a Sezibera.

Los hermanos también trabajaron en la casa de cuatro pisos que la Familia posee en Washington, un antiguo convento en la calle 133 C SE con ventanas de vidrio de colores. Ocho congresistas, incluyendo al Senador Ensing y siete representantes vivieron allí, hermanos de Cristo como nosotros, solo que más poderosos. Limpiamos sus baños, aspiramos sus alfombras y lustramos su platería. El día que trabajé en la Calle C conocí a Doug Coe, que estaba como tutor de Todd Tiahrt, un congresista Republicano de Kansas. Un Coe amistoso, de habla directa y con una sonrisa brillante y perezosa, ha trabajado para la Familia desde 1959, poco después de graduarse de la universidad, y la ha liderado desde 1969.

[Según Los Angeles Times, la lista de congresistas que han vivido allí incluye al Rep. Mike Doyle (D., Pa.), el ex Rep. Ed Bryant (R., Tenn.), y el ex Rep. John Elias Baldacci (D., Maine). Cada uno de los ocho congresistas inquilinos paga $600 por mes de renta por el uso de la casa que incluye nueve baños y cinco comedores. Cuando el Times preguntó al entonces residente Rep. Bart Stupak (D., Mich.) sobre la propiedad, contestó, “En realidad no hablamos a la prensa sobre la casa”.]

Tiahrt tenía la estatura de un vaso medidor, dos partes de intachable cabellera y una parte de puros dientes. Quería conocer la mejor manera para hacer que “los cristianos ganen la carrera contra los musulmanes”. El musulmán, dijo, tiene demasiados hijos, mientras que los americanos matan demasiados de los suyos.

Doug acordó que esto podía ser un problema. Pero estaba más preocupado por el hecho de que el concentrarse en etiquetas como “cristiano” pudiera interferir con las oraciones del congresista. La religión desvía a la gente de Jesús, dijo Doug, y les permite aislar la voluntad de Cristo de su trabajo en el mundo.

“La gente lo separa”, advirtió a Tiahrt. “Oh, muy bien, tengo mi religión, eso es privado. Como si Jesús no supiera nada de construcción de autopistas, o de Seguridad Social. Debemos sacar a Jesús del envoltorio religioso”.

“Muy bien, ¿cómo hacemos eso?” preguntó Tiahrt.

“Una alianza”
, contestó Doug. El congresista apenas sonrió, como si hubiese sido atrapado confesando su ignorancia y pretender que sabía de lo que Doug hablaba. “Como la mafia”, aclaró Doug. “Observa la fortaleza de sus lazos”. Apretó el puño y lo sostuvo frente a la cara de Tiahrt. Tiahrt asintió, poniéndose bizco. “Vea, para ellos es honor”, dijo Doug. “Para nosotros, es Jesús”.

Coe enumeró a otros hombres que habían cambiado el mundo a través de la fuerza de las alianzas que habían forjado con sus “hermanos”: “Mira a Hitler”, dijo. “Lenin, Ho Chi Minh, Bin Laden”. La Familia, por supuesto, tenía un arma que aquellos líderes no: la “totalidad de Jesús” de una hermandad en Cristo.

“Eso es lo que obtienes con una alianza”, dijo Coe. “Jesús nada más”.

Para la Familia, Jesús no es solo un nombre; también es un hombre real. “Un tipo asombroso”, dijo un empleado llamado Terry a los hermanos en un desayuno matinal. “Sobresalía en todas las actividades. Seguro era un gran maestro, pero también era un tipo real. Debe haber sido un excelente atleta”.

En mi primer día en Ivanwald, sobre una superficie irregular detrás de la casa, aprendí a jugar una variante del básquet con dos pelotas llamado “Chichón”, diseñado para perfeccionar tanto el cuerpo como el alma. En el Chichón, los jugadores compiten en tiros libres, cada uno rivaliza por anotar el suyo antes que el hombre detrás anote el suyo. Si él anota primero estás fuera, con una excepción; la red del aro se estrecha hacia el final para que a veces la pelota se atasque, y entonces otro jugador pueda golpear la pelota desde abajo, sacando la misma hacia arriba. En este evento todos gritan “Chi-i-chón”, con gran alegría.

Bengt empezó. El era uno de los líderes de la casa, californiano de 24 años de edad con ojos tristes, cejas puntiagudas, y una sonrisa que lo hacía parecer un burro. Desde dentro de la casa, esperando una llamada, abrió una ventana del segundo piso y le pidió una pelota a Gannon. Gannon, hijo de un petrolero de Texas, trabajaba como ayudante en el Senado.

[Gannon trabajó para el Senador Don Nickles, número dos del partido Republicano. El hombre que supervisaba Ivanwald y que nos entrevistó era un abogado llamado Steve South, que había sido el jefe del Senador Nickles y todavía era un socio allegado; tenía pelo rubio y el mentón como un arado, y cantaba en un coro. Arrojó una, que Bengt atrapó y envió a la canasta. “Bien”, exclamó Gannon mientras la pelota se colaba en el aro]

Tan pronto la pelota cayó del aro, Beau estaba en la línea de tiro libre, tomando su turno. Beau era un bondadoso muchacho de Atlanta con el físico de un luchador; como jugador de Chichón estaba segundo de Bengt.

“Estaría bien si juegas Chichón con los otros muchachos”, me dijo Gannon mientras se acercaba mi turno. “La idea es aumentar la presión”. Delante de mí, Beau dobla sus rodillas para lanzar otro tiro. Al momento que la pelota rodó por sus dedos, Wayne, también de Georgia, saltó y lanzó su propia pelota sobre la cabeza de Beau. Cuando regresó a la tierra, su codo cayó sobre el hombro de Beau como un martillo. “Chichonea eso”, dijo.

El Chichón fue diseñado para exteriorizar tu hostilidad. La Familia cree que no puedes crecer dentro de Jesús a menos que “enfrentes a tu enojo”, y luego lo abandones. Cuando el Chichón funcionaba bien, se suponía que cada hombre debía dejarse perder, olvidando incluso los preceptos del juego. A veces querías encestar la pelota, a veces querías botarla hacia fuera. Adentro, afuera, no importaba. Tu pelota, la de él, ¿a quién le importaba? El Chichón no era un juego violento, era una teología física. Es para el básquet lo que el Nuevo Testamento es para el Antiguo: despojado hasta llegar a una historia simple que siempre termina de la misma manera. Chichón, Jesús. Chichón, Jesús.

Me paré sobre la línea, luego de perder, para hacer una bandeja. Wayne saltó a la línea y lanzó. “¡Tío!” gritó. Miré hacia arriba. Su pelota, que debía golpear la mía, me golpeó en la frente. ¡Chi-i-chón!, gritaron los muchachos. Me habían golpeado con Cristo.

Bengt golpeaba. Beau golpeaba. Gannon golpeaba. Yo no tenía posibilidades de ganar. Gannon se unió a mi, luego Beau. El juego era entre Bengt y Wayne. Cuando Wayne lanzó detrás de Bengt, lo hizo con tanta fuerza que Bengt tuvo que perseguir la pelota hasta el parque del vecino. “¡El gran Wayne!”, rugió Gannon. Wayne recogió su propia pelota, saltó, y golpeó a Bengt dejándolo fuera. “¡Para tu madre!”, festejó.

Trotando de regreso a la cancha, Bengt sacudió su cabeza. “Tú eres el hombre, Wayne”, dijo. “Solo mantén la calma”. Wayne estaba a punto de reventar.

"Juntémonos muchachos," dijo Bengt. Formamos un círculo, brazos cruzados sobre los hombros. “Okay”, dijo. Ahora vamos a orar. Señor, solo quería agradecerte por unirnos aquí hoy en este amisto juego y por bendecir este día con la visita de nuestro nuevo amigo Jeff. Señor, te agradecemos por enviarnos este hermano desde el norte, porque sabemos que podemos aprender a jugar Chichón, y amarte, servirte, y dejarnos estar juntos, Señor, en tu nombre. Amén”.

El régimen era tan preciso que era relajante: nada de insultos, nada de beber, nada de sexo, nada para uno. Ten cuidado de las revistas y no pierdas el tiempo con los periódicos y nunca miren TV. Coman carne, estudien los evangelios, jueguen básquet. Dios ama al hombre que puede meter un triple. Recen para quebrarse. Oh padre celestial. Ayúdame a ser humilde. Déjame hacer Tú voluntad. Comenzar cada día con una oración, algunos días junto a desconocidos, los miércoles presididos por un ex hermano de Ivanwald, ahora hombre de negocios; los jueves dirigidos por otro ejecutivo que utiliza historias de finanzas para iluminar lecciones de las escrituras, a las cuales suplementaba con fotocopias de la revista Fortune o de la Fast Company; los viernes con las mujeres de Potomac Point. Pero la mayoría éramos solo nosotros los muchachos, con ojos de sueño, tragando café y cereal azucarado como Bengt y Jeff Connolly, amigo de la infancia de Bengt y nuestro otro líder de la casa, colocando líneas de las Palabras Sagradas a lo largo de la mesa como estrategia.

El comedor fue alguna vez una terraza, pero los muchachos levantaron paredes, le hicieron un techo y desenrollaron una alfombra roja persa, transformando la habitación en una suerte de lugar de encuentro monástico, con dos largas mesas de lado a lado, rodeadas por una docena de sillas y dos bancos. El primer día que visité Ivanwald, Bengt despejó un lugar para mí en la cabecera de la mesa y se sentó a mi derecha. A su lado, Wayne se hundía en su silla, con sus ojos cubiertos por un sombrero de vaquero. Delante de él se sentó Beau, que todavía llevaba puesto su bóxer y remera de dormir. Solo Bengt se veía bien, con su cabello peinado y remera de golf pinzada apretadamente con pliegues chinos.

Bengt pidió a Gannon que leyera nuestro texto de esa mañana, el Salmo 139: “Oh señor, me has buscado y me conoces”. Ya la primera línea hizo sonreír a Bengt; esto era, según su opinión, algo asombroso que Dios había hecho. Los modales de Bengt y su ingenuo encanto lo acompañaban en cada encuentro. Cuando le cuentas una historia, responderá, “¡Cielos!”, solo para agradar. Cuando se sorprende genuinamente, exclamará, “¡Muy bien!”. A veces resulta difícil recordar que fue un autoproclamado revolucionario.

Pidió a Gannon que continuara leyendo, y luego se recostó y escuchó.

“¿Hacia dónde puedo ir desde tu Espíritu? ¿Hacia dónde puedo volar desde tu presencia? Si voy hacia el cielo, ahí estás; si tiendo mi cama en las profundidades, ahí estás”.

Bengt levantó una mano. “Eso es genial, tío. Hablemos sobre ello”. La habitación permaneció en silencio mientras Bengt miraba fijamente su Biblia, recorriendo de arriba hacia abajo el margen de la hoja con su dedo. “Muchachos”, dijo. “¿Cómo los hace sentir eso?”

“Conocido”, dijo Gannon, casi en un susurro.

Bengt asintió. Buscaba algo más, pero no sabia donde podía encontrarlo. “¿En qué te hace pensar?”.

“¿Jesús?”, dijo Beau.

Bengt apretó su mentón. “Si…Déjenme leerles un poco más”. Leyó de forma monótona, acelerando de momento, como si pudiera persuadirnos con un montón de palabras. “Para ustedes he creado mi más íntimo ser; ustedes se unen a mi en el útero de mi madre”, concluyó. Sus labios se torcieron hacia una media sonrisa. “¡Hombre! Eso es intenso, ¿no? ‘en el útero de mi madre’ – Dios está allí con ustedes”. Sonrió. “Es como”, dijo, “es como que no puedes huir. No importa a donde vayas, Jesús estará ahí, esperando por ti”.

Los ojos de Beau se aclararon y Gannon asintió. “Si hermano”, dijo Bengt, una ceja se arqueó. “Jesús es inteligente. Te atrapará”.

Gannon sacudió su cabeza. “Oh, ya me ha atrapado”.

“A mi también”, señaló Beau, y luego cada uno estrechó sus manos en un puño y sobre él apoyaron su frente o mentón, y oraron, con los ojos cerrados y Jesús estaba sobre toda su piel.

Oramos para ser “nada”. Estábamos allí para “ablandar nuestros corazones ante la autoridad”. Instituimos una regla que cada uno debe limpiar el inodoro luego de orinar, no por limpieza sino para aplastar su “rebelde interior”. Jeff C lo hizo absteniéndose de mirar dudosas películas de categoría R, no sea cosa que provoquen sueños de mujeres. Estaba constituido como un gnomo, con enrulado cabello castaño oscuro, pecoso y con una brillante sonrisa. Las muchachas de Potomac Point le trajeron galletas; las esposas de los hombres más avejentados de la Familia pidieron visitarlo. Una noche, cuando los muchachos fueron a una cita de baile con las chicas de Potomac Point, las mujeres más mundanas se acercaron a Jeff C, rogando que las saque a bailar. El sentimiento no era mutuo. “Tan solo no me gustan las chicas tanto como los chicos”, me dijo un día mientras pintábamos una nueva mano de “Gris Gettysburgo” en Ivanwald. No hablaba de sexo o romance sino de hermandad. “Me gusta”, hizo una pausa, su pincel suspendido, “la competencia”.

Corría casi todos los días, por lo general solo, hasta el Potomac. En la cancha de básquet, por momentos, la ira lo sobrepasaba: “¡Lanza la pelota!” gritaría a Rogelio, un tímido muchacho de 18 años de edad llegado de Paraguay, uno de tantos hermanos internacionales. Pero luego Jeff C transformaría su desliz en una lección, citando escrituras, un verso que debíamos memorizar o de lo contrario ser desterrado, por Jeff C mismo, a una noche en el sótano. Efesios, capítulo 4, versos 26 – 27: “En tu enojo no peques: No dejes que baje el sol cuando todavía estés enojado, y no des al diablo un punto de apoyo”.

El orgullo de Jeff C sobresalía de maneras inesperadas. En una oportunidad, juntos en la cocina luego de almorzar, yo mencioné que había visto en vivo al cantante de soul Al Green. Jeff C no respondió. En cambio desapareció, volvió con un CD de Green, y lo puso en el reproductor. Presionó play, y se sonó sus nudillos y los huesos del cuello. Cerró sus puños, sus ojos se agrandaron, y su cuerpo se transformó en un frijol saltarín mientras su pecho estallaba a ritmo. Me escuchó reírme, aplaudiendo, pero no se detuvo. Comenzó a cantar junto al Reverendo. Se agarró la entrepierna y se subió la remera y deslizó su mano por el estómago. Luego se congeló y volvió a su voz ordinaria como si estuviera narrando.

“Solía trabajar en esta pizzería”, dijo. “Era como un montón. . . no lo sé, drogadictos. Heroína”. Sonrió. “Pero tío, amaban a Al Green. Teníamos un póster suyo. El era…él era… ¡tío! Sin remera, pantalones de cuero”. Jeff C se tomó la cintura. “Movía la cintura”. Sacudió la cabeza y aulló. Se alejó haciendo el Paso Lunar, con sus rodillas juntas, sus pies separados, con sus manos en el aire, testificando.

Jeff C se imaginó que yo tenía algo contra los Sureños. Una vez, preguntó si yo pensaba que el Sur era “racista”. Intenté explicarle, yo sabía que el Norte era igual de malo, pero no me escucharía. Me dijo que yo podía llamarle sureño reaccionario de clase baja o pajuerano (nunca lo llamé de esa manera), pero la verdad es que él era “más negro” que yo. Me contó acerca de su amor por las iglesias evangélicas negras. Amar a la gente negra, me dijo, lo había hecho un mejor seguidor de Cristo. “¿Recuerdas la historia que Cal Thomas contó?”, preguntó. Thomas, columnista sindicado, se había detenido recientemente en Ivanwald para un encuentro con jóvenes empleados del Congreso. Ha regocijado a su audiencia con historias para pellizcar a sus colegas liberales, en particular cuando se dirigió a una conferencia de no creyentes preguntándoles si alguien sabía donde podía comprar un buen “negro”. Jeff C pensó que era graciosísimo y también profundo. Lo que Thomas quiso decir, según me dijo, fue que en ausencia de las enseñanzas de Jesús no existía razón para que los fuertes no esclavizaran a los débiles.

A dos semanas de mi estadía, David Coe, hijo de Doug y presunto heredero del liderazgo de la Familia, llegó a la casa. Mis hermanos y yo nos juntamos en el comedor, donde David había tendido su delgado cuerpo sobre un sillón Burdeos de cuero con una pierna colgando del apoyabrazos acolchado.

“Ustedes muchachos”, dijo David, “están aquí para aprender como dominar el mundo”. Estaba en sus cuarenta y largos, con su grisáceo cabello moteado, tez oliva y dientes como grandes trozos de mármol blanco. Nos sentamos a su alrededor en un círculo, en sofás y sillas, mientras la luz de la tarde se colaba por las ventanas de madera y alumbraba las paredes adornadas con litografías de caza de zorros y un gigante tapiz de la Última Cena. Rafael, un adinerado ecuatoriano que había sido estrella de fútbol universitario antes de llegar a Ivanwald, la pasó mal con el inglés, y no entendió lo que dijo David. Entonces se quedó mirando, con sus labios separados en estado de desconcierto. A David parecía gustarle eso. Le devolvió la mirada a Raf como si fuera algo que se encontró en el suelo. “Tienes ojos muy intensos”, dijo David.

“Gracias”, murmuró Raf.

“Hey”, dijo David, “hablemos sobre el Antiguo Testamento. ¿Quiénes son los buenos muchachos según ustedes?”

“David”, se ofreció Beau.

“El Rey David”, dijo David Coe. “Ese es bueno. David. Hey. ¿Qué dirían que fue lo que convirtió al Rey David en un buen muchacho?”. Soltaba risitas, no de nerviosismo sino de un placer apenas contenible.

“¿Fe?”, dijo Beau. “¿Su fe era muy fuerte”?

“Si”. David asintió como si nunca hubiera escuchado eso. “Hey, ¿saben qué es lo interesante acerca del Rey David?” Por las miradas perdidas de los demás, diría que no. Muchos ni siquiera llevaban la Biblia Hebrea, prefiriendo un delgado volumen de los Evangelios del Nuevo Testamento y las Epístolas y Salmos del Antiguo. Otros tenían el libro entero, pero el dorado de las páginas de los primeros dos tercios permanecía inmaculado. “Al Rey David”, continuó David Coe, “le gustaba hacer cosas muy, muy malas”. Rió por lo bajo. “Aquí tenemos a este muchacho que durmió con la mujer de otro hombre, Bathsheba, ¿correcto? – y luego básicamente asesinó a su esposo. Y este hombre es uno de nuestros héroes”. David sacudió su cabeza. “Quiero decir, demonios, ¡a Dios le gusta este hombre! ¿De qué se trata todo esto?”, dijo.

La respuesta, según descubrimos, era que el Rey David había sido “elegido”. Para ilustrar este punto, David Coe se dirigió a Beau. “Beau, digamos que me entero que tú violaste a tres niñas. Y ahora estás aquí en Ivanwald. ¿Qué pensaría yo de ti, Beau?”

Beau se encogió en los almohadones. “¿Que probablemente soy muy malo?”

“No Beau. No lo haría. Porque no estoy aquí para juzgarte. Ese no es mi trabajo. Estoy aquí para una sola cosa”.

“¿Jesús?” dijo Beau. David sonrió y le guiñó un ojo.

Caminó hasta el mapamundi de la National Geographic montado en la pared. “¿Saben algo de Genghis Khan?” preguntó. “Genghis era un hombre con una visión. Él conquistó” - David se paró en el sofá bajo el mapa, trazando, con su mano, la mitad del hemisferio norte – “casi todo. Devastó casi todo. ¿Sus enemigos? Los decapitaba”. David cruzó un dedo sobre su garganta.

David explicó que cuando Genghis ingresaba en una ciudad derrotada solicitaba la presencia del jefe y lo metía dentro de una caja. Sobre la caja ponía un mantel, y sobre el mantel servía una gran comida. “Y luego, mientras el hombre se sofocaba, Genghis comía, y ni siquiera escuchaba los gritos del hombre”. David seguía parado sobre el sofá, un dedo en el aire. “¿Saben lo que eso significa?”. El estaba pensando en la parábola de la bota de vino de Cristo. “No puedes derramar lo nuevo en lo viejo”, dijo David, volviendo a su silla. “Nosotros elegimos a nuestros líderes. Jesús elige a los suyos”.

Se estiró y apretó el brazo de un hermano. “¿No es genial?”, dijo David. “Esa es la forma en la que todo sucede en la vida. Si eres una persona que se sabe que anda alrededor de Jesús, puedes ir y hacer cualquier cosa. Y eso son ustedes. Cuando se vayan de aquí, no solo van a conocer el valor de Jesús, van a conocer a la gente que gobierna el mundo. Se trata de visión. ‘Fija tu visión con claridad, luego relaciónate’. Hablen con la gente que domina el mundo, y ayúdenlos a obedecer. Oblígalo. Si yo lo obligo, ayudo a otros a hacer lo mismo. ¿Saben por qué? Porque yo me convierto en una advertencia. Nosotros nos convertimos en una advertencia. Advertimos a todos que el futuro rey está llegando. No solo en este o aquel país, sino en todo el mundo”. Luego señaló al mapa, en la zona del vasto y recuperable imperio de Khan.

Una vez pregunté a Josh, un hermano de Atlanta que estaba esperando hacer trabajo de misión en el extranjero, si podía echar un vistazo a los materiales que la Familia le había entregado. “Tío, me encantaría compartirlos contigo”, dijo, y me entregó dos carpetas llenas de documentos. Mientras mis hermanos dormían, me senté al final de nuestra larga mesa de roble y los copié en mi computadora personal.

En un documento titulado “Nuestro acuerdo mutuo como grupo central”, miembros de la Familia son instruidos para formar un “grupo central”, o una “célula”, la cual se define como “un grupo de compañeros públicamente invisibles pero privadamente identificables”. Un documento llamado “Pensamientos sobre un grupo central”, explica que “Los comunistas utilizan células en su estructura básica. La mafia funciona de esta manera, y la unidad básica de los Cuerpos de la Marina es el escuadrón de 4 hombres. Hitler, Lenin y muchos otros comprendieron el poder de un pequeño núcleo de personas”.

Otro documento, “Pensamientos y principios de la Familia”, establece normas políticas, tales como:

21. Reconocemos el lugar y responsabilidad de los líderes laicos nacionales en el trabajo de avanzar con Su reinado.

23. Para el mundo en general diremos que nosotros estamos “dentro de Cristo” en vez de ser “Cristianos” – Habiéndose convertido en un término político en gran parte del mundo y en los EEUU, el término “Cristiano” carece de sentido.

24. Deseamos ver un liderazgo encabezado por Dios – líderes de todos los niveles de la sociedad que dirigen proyectos como los son dirigidos por el espíritu.

Y preguntas de auto-conocimiento:

4. ¿Solo doy consentimiento verbal a las políticas de la familia o soy un asociado en busca de la mente del Señor?

7. ¿Estoy de acuerdo y practico los preceptos financieros de la familia?

[Los “preceptos financieros” de la Familia aparentemente se refieren a la práctica de solicitud de fondos solo de forma privada, y por lo general de manera indirecta. Esto podría referirse también a lo que algunos miembros llaman “capitalismo bíblico”, la creencia de que la economía de Dios es laissez-faire.]

13. ¿Estoy dispuesto a trabajar sin reconocimiento humano?

Cuando el grupo está listo, “Pensamientos sobre un grupo central” según explica, puede comenzar a trabajar: luego de un tiempo juntos, en esta cercana Amistad, Dios te dará mayor perspicacia acerca de tu propia área geográfica y de tu esfera de influencia – hacer tus oportunidades una cuestión de oración.

... El propósito principal de un grupo central no es convertirse en un “grupo de acción”, sino en un “grupo de creencia” invisible. Sin embargo, la actividad normalmente aumenta con los acuerdos alcanzados por la fe y oraciones alrededor de la persona de Jesucristo.

Los objetivos a largo plazo fueron mejor resumidos en un documento llamado “Visión de los Cuerpos de Jóvenes”. Otro proyecto de la Familia, los Cuerpos de Jóvenes distribuyen agradables folletos que muestran el apoyo por parte de líderes políticos – entre ellos Tsutomu Hata, ex primer ministro de Japón, el ex secretario de estado James Baker, y Yoweri Museveni, presidente de Uganda – y una gran cantidad de
retórica entusiasta sobre como ayudar a los jóvenes a instruirse en los principios del liderazgo. La palabra “Jesús” no se menciona en el folleto.

Pero la “Visión de los Cuerpos de Jóvenes” que apunta solo a miembros de la Familia (“es algo secreto”, me advirtió Josh), es más directa.

La Visión es movilizar a miles de jóvenes en todo el mundo – comprometidos con preceptos de principios, y a la persona de Jesucristo…

Un grupo de individuos altamente dedicados unidos por el compromiso total de utilizar sus vidas en la búsqueda diaria de madurar en personas que hablan como Jesús, actúan como Jesús, piensan como Jesús. Este grupo tendrá la responsabilidad de:

- ver que el compromiso y la acción se mantenga en toda la visión;
- ver que la organización se mantenga y desarrolle en todos los niveles del trabajo;
- aunque la estructura sea oculta, asegurar que se mantenga la atmósfera de familia, para que todas las personas se sientan parte de la familia.

Otro documento – “Informes regionales, 3 de enero del 2002” – enumera algunas de las naciones donde los programas de los Cuerpos de Jóvenes ya están en funcionamiento: Rusia, Ucrania, Rumania, India, Pakistán, Uganda, Nepal, Bután, Ecuador, Honduras, Perú. Los Cuerpos de Jóvenes son, en varios aspectos, una versión más agresiva de Vida Joven, una reconocida red de grupos de jóvenes cristianos que atraen adolescentes con fiestas y deportes, y solo después Jesús ingresa en la ecuación. La mayoría de los hermanos americanos de Ivanwald han estado entre la elite de Vida Joven, y varios han regresado a Vida Joven durante los veranos para trabajar como consejeros. Los Cuerpos de Jóvenes, cuyos programas por lo general se concentran en los alrededores de las casas de estilo Ivanwald, preparan a los mejores reclutas para ocupar posiciones de poder en negocios y gobiernos en el extranjero. El objetivo: “Doscientos líderes nacionales e internacionales unidos por el amor mutuo a Dios y la Familia”.

***

Entre 1984 y 1992 la Fundación de la Amistad consignó 592 cajas – décadas de cartas, sermones, minutas, tarjetas de Navidad, itinerarios de viaje, y listas de miembros de la Familia – a un archivo en el Centro Billy Graham del Colegio Wheaton en Illinois. Hasta mi visita del pasado otoño, el archivo se había ido sin haberlo examinado.

La Familia fue fundada en abril de 1935 por Abraham Vereide, un inmigrante noruego que se ganó la vida como viajante predicador. Una noche, recostado en su cama, quejándose de los socialistas, Wobblies, y un comunista sueco que, él aseguraba, planeaba llevar a Seattle bajo el control de Moscú, Vereide recibió una visita: una voz, y una luz en la oscuridad, brillante y enceguecedora. Al día siguiente conoció a un amigo, un adinerado hombre de negocios y ex alcalde, y ambos acordaron un plan espiritual. Reclutaron diecinueve ejecutivos comerciales en un desayuno semanal y juntos oraban, convencidos que solo Jesús podía redimir a Seattle y aplastar a los radicales sindicatos. Querían darle un barco a Jesús, y por ello pidieron a Dios una escalera. Uno de los miembros, un concejal de la ciudad llamado Arthur Langlie, se paró y dijo, “Estoy listo para que Dios me use”. Langlie primero se convirtió en alcalde y luego en gobernador, apoyado en ambas campañas por dinero y fuerza de sus amigos de los desayunos de oraciones, cuyo número se había multiplicado rápidamente.

Según relató Vereide en una biografía del año 1961, Vikingo Moderno, un jefe de sindicato se unió al grupo, proclamando que el movimiento de las oraciones haría obsoletos a los sindicatos. Dijo, “Me arrodillé y pedí a Dios que me perdone…he sido un factor perturbador y una espina en Tú carne”. Un “decidido capitalista que había sido director del comité de empleados en el gran golpe” puso su mano izquierda sobre el hombro del líder del trabajo y dijo, “Jimmy, sobre esta base, seguiremos juntos”. Vereide y sus nuevos hermanos se trasladaban a lo largo del noroeste en vehículos con chofer (un Dusenburg de $20,000 llevaba hermanos a una misión, alardeó). Grupos de desayunos de oración se formaron en docenas de ciudades, desde San Francisco a Filadelfia. Vereide había decidido que ya había suficientes ministros; su campo de acción se concentraría en individuos con los medios para arrebatar el mundo para Dios. Vereide llamó a su potencial rebaño de ricos y poderosos, aquellos con la única necesidad del “verdadero” Jesús, los “negociantes”.

Vereide llegó a Washington, D.C. el 6 de septiembre de 1941, como invitado de un hombre denominado solo como “Coronel Brindley”. “Finalmente aquí estoy”, escribió a su mujer, Mattie, que permaneció en Seattle. “En un día o dos – muchos sabrán que estoy en la ciudad y por gracia de Dios la misma zumbará”. En pocas semanas había organizado su primer encuentro de oraciones en D.C., a la cual asistieron más de cien congresistas. Para el año 1943, ya instalado en una suite del Club Universitario del Coronel Brindley, Vereide era una persona con acceso a información confidencial. “¡Qué día tan ocupado y lleno de actividad!”, escribió a Mattie el 22 de enero.

El vicepresidente me llevó al Capitolio y me aconsejó respecto a los programas y planes, y luego me presentó al Senador [Ralph Owen] Brewster y al Senator [Harold Hitz] Burton – luego planificamos actividades del desayuno de oración y conseguimos su cooperación. Luego visitamos la Corte Suprema con algunos de ellos…luego de vuelta al Senado….la mano del Señor está sobre mí. El está conduciendo.

Para el final de la guerra, casi un tercio de los senadores de EEUU asistían a uno de sus encuentros de oraciones semanales.

En 1944, Vereide había previsto lo que denominó “el nuevo orden mundial”. “Cuando finalice la guerra habrá muchos más hombres disponibles para seguir”, Vereide escribió en una carta a su mujer. “Ahora el campo de trabajo debe ser relajado y nuestro liderazgo llevado a enfrentar a Dios con humildad, oración y obediencia”. Comenzó a organizar encuentros de oraciones para delegados de Naciones Unidas, en las cuales los instruiría en el plan de Dios para la reconstrucción de la ruina de la guerra. Donald Stone, un administrador de alto rango del Plan Marshall, se unió al directorio de la organización de Vereide. En una carta no fechada, escribió a Vereide que “pronto comenzaría una gira por el mundo para el [Plan Marshall], combinándolo con su misión espiritual”. En 1946, Vereide también recorrió el mundo, viajando con cartas de presentación de media docena de senadores y representantes, y de Paul G. Hoffman, director del Plan Marshall. También viajó con un mandato del General John Hildring, secretario asistente de estado, para supervisar la creación de una lista de buenos alemanes de “carácter predecible” (muchos de los cuales, Vereide creía, estaban siendo retenidos por tener “la tenue conexión” con el régimen nazi), que podían ser liberados de prisión “para ser utilizados, según sus habilidades, en la tremenda tarea de reconstrucción”. Vereide se reunió con sobrevivientes judíos y escuchó sus historias, pero nunca consideró adecuados a ex-Nazis para las demandas de un gobierno “fuerte”, mientras estuvieran dispuestos a adorar a Cristo de la misma forma que habían adorado a Hitler.

En 1955, el Senador Frank Carlson, un cercano asesor de Eisenhower y un más cercano asociado de Vereide, organizó un encuentro en el cual definió la misión de la Familia como una “ofensiva espiritual a escala mundial”, mediante la cual se haría causa común con cualquiera que se opusiera a la Unión Soviética. El mismo año, la Familia financió una película de propaganda anticomunista, Libertad Militante, para uso del Departamento de Defensa con el objetivo de influenciar la opinión en el extranjero. En la era de Kennedy, la ofensiva espiritual poseía frentes en todos los continentes a excepción de la Antártida (los misioneros de la Familia no la visitarían hasta los 1980’s). En 1961, el Emperador Haile Selassie de Etiopía entregó a la Familia un privilegiado terreno en la ciudad de Addis Ababa destinado para las oficinas centrales en África, y para aquel entonces la Familia también tenía amigos poderosos en Sudáfrica, Nigeria y Kenya. De regreso a casa, el Senador Strom Thurmond preparó varios informes para Vereide respecto a las deliberaciones del Senado. El ex presidente Eisenhower, según declararía Doug Coe tiempo después en un encuentro privado de políticos, prometió operativos secretos para ayudar con los movimientos de la Familia. Incluso en la España de Franco, Vereide presumió en un desayuno de oración en 1965: “existen células secretas tales como la Embajada Americana y la oficina de Standard Oil que nos permite movernos prácticamente en cualquier lugar”.

Hacia fines de los sesentas, los discursos para los grupos locales de desayunos de oración se habían vuelto eventos de noticias, y los viajes de los miembros de la Familia en nombre de Cristo atrajeron una creciente atención de la prensa. Vereide comenzó a preocuparse de que el movimiento al cual había dedicado su vida pudiera transformarse en tan solo otro partido político. En 1966, pocos años antes que fuera “promovido” hacia el cielo a la edad de 84 años, Vereide escribió una carta declarando que era hora de “sumergir la imagen institucional de la Familia”. La Familia ya no reclutaría miembros poderosos en público, ni tampoco reclutaría tantos. “Siempre hubo un solo hombre”, escribió Vereide, “o un pequeño núcleo que había comprendido la visión para su país y de lo que podía significar espiritualmente el ‘liderazgo conducido por Dios’ para la nación y para el mundo…Son estos hombres, juntos, quienes pueden cumplir la visión que Dios me entregó años atrás”.

***
Pasadas dos semanas de mi estancia, Bengt anunció a los hermanos que se anotaría en la universidad. Había elegido una lo suficientemente cerca para estar en comunión con la casa, con un programa que esperaba que complemente (incluso quizás renueve, me dijo en privado) su relación con Cristo. Luego de la cena cada noche desaparecía en la pequeña oficina escaleras arriba para componer su declaración de objetivos en la computadora de la casa.

Sabiendo que yo era escritor, eventualmente me entregó el ensayo para que lo leyera. Nos sentamos en la “oficina” de Ivanwald, una habitación apenas grande para nosotros dos. Cruzamos las piernas en direcciones opuestas para no golpearnos las rodillas.

Mi educación formal ha sido una progresión desde confusión y desesperación a la esperanza, comenzó el ensayo. Su historia familiar era una rutina fundamentalista de perderse y encontrarse: cada hombre y mujer es pecador, pero no obstante redimido. Y así y todo, los pecados de Bengt no eran de la carne sino de la mente. En la universidad había abandonado la ambición de convertirse en doctor para estudiar filosofía: Nietzsche, Kierkegaard, Hegel. Educado en la fe, sus ideas sobre Dios se desmoronaron frente la disciplinada furia de los filósofos. “Corté y corrí”, me dijo. Hacia África, donde de día trabajaba en barcos y en clínicas, y de noche leía Dostoevsky y la Biblia, sus más oscuros y más seductores pasajes: Lamentos, Trabajo, Canción de las Canciones. Estos autores eran similares, observó en su ensayo: Escribían sobre el sufrimiento como compañía.

Miré hacia arriba. “Un doble”, dije, recordando los alter egos de Dostoevsky.

Bengt asintió. “¿Sabes cómo puedes mirar algo durante un largo momento y no verlo de la forma que realmente es? Así han sido las escrituras para mí”. A través de Dostoevsky comenzó a ver el Antiguo Testamento por lo que es: implacable en su horror, un Dios de fuego, un torbellino, “un oso a la espera”, “un león agazapado”. Aún peor es su Hombre: violador, asesino, ladrón, tonto.

“Pero”, dijo Bengt, “así no es como termina”.

Bengt se refería a Jesús. Pensé en el final de Los Hermanos Karamazov: el santo Alyosha, liderando un grupo de muchachos a irse de un funeral para tener un banquete de panqueques, todos aplaudiendo y proclamando hermandad eterna. En África, Bengt vio personas enfermas, con hambre, atrapadas por la guerra, pero que sin embargo experimentaban alegría. Bengt recordó escuchar a un grupo de hombres hambrientos tocar las percusiones. “La duda”, dijo, “es tan solo un preludio de la alegría”.

Ya había escuchado eso antes por parte de reconocidos cristianos, pero sospeché que Bengt se refería a algo diferente. Una línea en El Poseído de Dostoevsky me recordó a él: cuando el nacionalista conservador Shatov pregunta a Stavrogin, el radical de corazón frío, “¿No eras tú quien dijo que si incluso se comprobaba matemáticamente que la Verdad se encontraba fuera de Cristo, preferirías permanecer con Cristo apartado de la Verdad?”. Stavrogin, que se negaba a ser acorralado, lo negó.

“Exactamente”, dijo Bengt. En África había visto caer la parafernalia de la cristiandad. Lo único que quedaba era Cristo. “No puedes discutir con el poder absoluto”.

Dejé el ensayo. Bengt me lo devolvió. “Quiero saber que piensas sobre el final”.

Continúa, mientras más leía sobre Jesús también me interesaba su estilo de interacción con otras personas. Estaba fascinado en particular por un encuentro en el Evangelio de José, capítulo 1, verso 35-39, en el cual Jesús les pregunta a dos hombres porque lo están siguiendo. En respuesta, los hombres le preguntan a Jesús en que lugar se queda, a lo cual responde, “Vengan y vean”. No estoy seguro de que manera Jesús hace la pregunta, concluyó Bengt, pero por la respuesta, parecía que preguntaba, “¿Qué es lo que desean?”.

“De eso se trata”, dijo Bengt. “Deseo”. Se acomodo en su silla. “Piensa sobre ello: ‘¿qué deseas?’”.

“¿Dios?”

“Si”

“¿Esa es la respuesta?”, pregunté.

“Él es la cuestión”, replica Bengt, sonriendo, satisfecho con su invención mediante la cual la duda se convierte en la esencia de un dogma. Dios era tan solo lo que Bengt deseaba que fuera, inclusive lo que Bengt fuera, frente a la cara de Dios, es decir, “nada”. No solo por estética, razoné, Bengt y la Familia rechazaban la etiqueta de “Cristianos”. Su fe y práctica se asimilaba a una perversa forma de Budismo, con su Dios fuera de “la verdad”, con su Cristo en todas partes y en ninguna parte al mismo tiempo, con Sus órdenes formuladas como preguntas, con Su voluntad tan divina como sus propios deseos. Y lo que la Familia deseaba, desde Abraham Vereide a Doug Coe a Bengt, era poder, poder mundano, con el cual el reino de Cristo podía ser recuperado, célula por célula.

Poco después de nuestra conversación, Bengt colocó un cubo al lado del baño escaleras abajo en la habitación de camas. De ahora en adelante, anunció, todos los objetos personales dejados en el comedor irían a parar al cubo. “Si no encuentran algo, muchachos, búsquenlo en el cubo”, dijo Bengt en la cena.

Miré en el cubo. Esto es lo que encontré: un par de chancletas. Una edición de bolsillo de dichos de Jesús. Un frisbee. Una copia de Órdenes Ejecutivas, por Tom Clancy, tapa dura. Una Biblia de cuero marrón, en buen estado, hermosamente impresa en papel cebolla, entregada a Bengt Carlson por Palmer Carlson. Ropa interior sucia.

Cuando agarré la Biblia, las páginas se abrieron en el Evangelio de José, y mis ojos cayeron en una sola línea subrayada, capítulo 15, verso 3: “Ya estás limpio”.

Cada vez que un grupo lo suficientemente grande de soldados de Dios ingresaba a Ivanwald, Doug Coe tenía una excusa para cenar. Doug era, por espíritu, el discípulo más cercano a Cristo, el extraordinario maestro, los hermanos veían su visita como mucho más importante que la de cualquier senador o primer ministro. La noche que llegó llevaba una flamante camiseta de golf y pantalones oscuros, y su piel estaba bien bronceada. Trajo a un invitado con él, un político albanés cuya pálida cara y su traje gris, que le quedaba mal, hacían ver a Doug mucho más radiante. En sus tempranos setentas, Doug parece apenas haber pasado los cincuenta: su pelo es oscuro, sus mejillas bronceadas. Su sonrisa es como un farol.

“¿De qué lugar de Paraguay eres?”, Doug preguntó a Rogelio.

“Asunción”, dijo.

Doug sonrió. “He ido varias veces”. Mascó por un rato. “Asunción. Un líder latino fue asesinado allí hace veinte años. Un nicaragüense. ¿Alguien sabe quién era?”

Esperé que alguien hablara, pero nadie lo hizo. “Somoza”, dije. El dictador destituido por los Sandinistas.

“Somoza”, dijio Doug, mirándome. “Un hombre interesante”.

Doug me miró fijamente. Le devolví la mirada. “Me gustaba visitarlo”, dijo Doug. “Un hombre muy malo, detrás de su ametralladora”. Sonrió como si fuera a reírse, pero en vez de ello, se llevó el tenedor a la boca. “Y aún así”, dijo, “tenía corazón para los pobres”. Doug me miró fijo. Le devolví la mirada.

“¿Alguna vez piensas sobre las oraciones?”, preguntó. Pero la pregunta no era para mí. No era para nadie. Doug estaba preparando una parábola.

Había un hombre que él conocía, que realmente no creía en las oraciones. Entonces Doug le hizo una apuesta. Si este hombre elegía algo y rezaba por ello durante cuarenta y cinco días, todos los días, le aseguró que Dios lo cumpliría. No importaba si el hombre creía. No hubiese importado si era cristiano. Todo lo que importaba era el hecho de la oración. Todos los días. Cuarenta y cinco días. No podía perder, le dijo Doug al hombre. Si Jesús no respondía sus oraciones, Doug le pagaría $500.

“¿Por qué debería rezar?”, preguntó el hombre.

“¿Por qué crees que Dios quisiera que reces?”, Doug le preguntó.

“No lo sé”, dijo el hombre. “¿Qué tal África?”

“Bien”, dijo Doug. “Elige un país”.

“Uganda”, dijo el hombre, porque era el único que podía recordar.

“Bien”, le dijo Doug. “Cada día, durante cuarenta y cinco días, reza por Uganda. Dios por favor ayuda a Uganda. Dios por favor ayuda a Uganda”.

En el día treinta y dos, Doug nos dijo, este hombre conoció una mujer de Uganda. Ella trabajaba con huérfanos. Venga de visita, ella le dijo al hombre, y entonces fue, ese mismo fin de semana. Y cuando llegó a su casa, reunió un millón de dólares en donaciones de medicinas para los huérfanos. “Así que lo ves”, Doug le dijo, “Dios contestó tus plegarias. Me debes $500”.

Había más. Luego que el hombre regresara a EEUU, el presidente de Uganda lo llamó a a su casa y dijo, “Estoy haciendo un nuevo gobierno. ¿Me ayudarías a tomar algunas decisiones?”

“Entonces”, nos dijo Doug, “mi amigo dijo al presidente, ‘¿porqué no viene usted y reza conmigo en América? Tengo un buen grupo de amigos, senadores, congresistas, con quienes gusto rezar, y ellos gustarían rezar con usted’. Y ese presidente vino a Los Cedros, y conoció a Jesús. Y su nombre es Yoweri Museveni, y ahora es el presidente de todos los presidentes de África. Y es un buen amigo de la Familia”.

“Eso es increíble”, dijo Beau.

“Si”, dijo Doug, “es bueno tener amigos. ¿Saben que diferencia puede hacer un amigo? ¿Un amigo con el que estás de acuerdo?”. Sonrió. “Dos o tres coinciden, ¿y rezan? Pueden hacer cualquier cosa. Coincidencia. Acuerdo. ¿Qué significa?”. Doug me miró. “Tú eres escritor. ¿Qué quiere decir?”.

Recordé la carta de Pablo a los filipinos, que habíamos comenzado a memorizar: Completad mi gozo a fin de que penséis de la misma manera, teniendo el mismo amor.

“Unidad”, dije. “Acuerdo significa unidad”.

Doug no sonrió. “Si”, dijo. “Unidad total. Dos, o tres, se vuelven uno. ¿Saben que existe otra palabra para ello?”

Nadie habló.

“Se llama alianza. ¿Dos o tres están de acuerdo? Pueden hacer cualquier cosa. Una alianza es…poderosa. ¿Puedes pensar en alguien que hizo una alianza con amigos?”

Todos sabíamos la respuesta, hemos escuchado su nombre invocado numerosas veces en este contexto. Andrew de Australia, sentado a un lado de Doug, aclaró su garganta: “Hitler”.

“Si”, dijo Doug. “Si, Hitler hizo una alianza. La Mafia hace una alianza. Es algo muy poderoso. Dos o tres que se ponen de acuerdo”. Ingirió otro bocado de su plato. “Bueno, muchachos”, dijo, “tengo que irme”.

Mientras Doug Coe se iba, los corazones de mis hermanos latían fuerte: por los pobres, por la alianza. “Increíble”, dijo Bengt. Nos paramos para lavar los platos.

En una de mis últimas noches en Ivanwald, los chicos del vecindario preguntaron a mis hermanos y a mí si queríamos jugar. Eran unos seis chicos, de siete a once años de edad, todos miembros principiantes de la Familia. Querían jugar persecución con linterna. Estaba despejado, y la luz de la calle destellaba contra el asfalto, y los escondites eran detrás de los árboles y arbustos. Uno de los chicos comenzó a contar, y mis hermanos, grandes y pequeños, se dispersaron. Yo me recosté sobre una ladera. Desde allí podía rastrear los movimientos en las sombras y oler las hojas de menta del jardín. Una figura se acercó y me levanté y corrí por la calle y el jardín hacia una pared que mi perseguidor, un pequeño niño, tendría problemas para trepar. Pero una vez que pudo pasarla continuó siguiéndome, y cuando casi desaparecía entre los árboles su luz de linterna me atrapó. “¡Jeff te veo allí!”, gritó el niño. Me detuve y di la vuelta, y sostuvo la luz frente a mí. Enceguecido, solo podía escuchar el ruido de sus zapatillas corriendo hacia mí por la calle. “Okay, muchacho”, susurró, y apagó la linterna. Reconocí que era el pequeño Stevie, de quien teníamos pegado un dibujo suyo de una ametralladora en nuestra habitación. Me entregó la linterna, se dio la vuelta, y comenzó a correr, luego se detuvo y miró por sobre su hombro. “Ahora eres tú”, susurró, y desapareció en la oscuridad.

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