Las incursiones nocturnas amenazan la Operación Kandahar
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La Locura del Medio Oriente
James Gundun
Global Research
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
29/5/2010
Acabamos de recoger en alta mar a los pasajeros del Challenger II que se ha averiado. Los quince pasajeros son de nacionalidad griega, estadounidense y noruega. Aparte, nos acaban de informar de que ayer la Vicepresidenta del Parlamento Europeo Isabel Durant hizo las sıguientes declaraciones en una rueda de prensa para apoyar a la Flotılla: “Hacemos un llamado para que esta misión humanitaria destinada a aliviar a la población palestina de Gaza pueda llegar a puerto de manera segura”. Desde Noruega tambien ha llegado el apoyo de un alto responsable del Gobierno a la Flotilla.
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No estaban mintiendo cuando decían que llegaría el Día D y que sería en Kandahar. El pasado sábado, tropas afganas y estadounidenses “pululaban” con cierta fanfarria por Kokaran, una barriada situada en las afueras, en la zona oeste de la capital provincial. Pero, al igual que en Marjah, los oficiales estadounidenses estaban resueltos a impresionar a su público por la coordinación entre las tropas afganas y estadounidenses, además de los beneficios que ello conlleva.
“Ningún soldado estadounidense se introdujo en los hogares”, informaba Los Angeles Times. “Agentes femeninas de la policía afgana, con sus rostros cubiertos por pañuelos, registraron los recintos. Policías masculinos interrogaron a los vecinos, confiscando las armas de varios hombres que no tenían permiso para usarlas”.
Los talibanes, al igual que en Marjah, también ofrecieron una dura aunque infrecuente resistencia cuando se dispersaron.
“La clave es conseguir una porción de gobernanza que funcione, mostrando a los vecinos que lo que vieron hoy va a perdurar”, dijo el Capitán Michael Thurman, comandante de la 293ª Compañía de la Policía Militar, que dirigió la operación sobre el terreno junto a un jefe de la policía afgana. “Es un proceso largo y sólo estamos en el principio”.
O quizá la clave es comprender que los afganos de Kandahar no quieren estar el resto del verano y todo el 2011 como están “hoy”.
Para “mostrárselo a los locales” se fijó una shura para el lunes que pusiera las cosas claras sobre el tapete para futuras operaciones y proyectos de desarrollo. Un oficial de asuntos civiles canadiense dijo que un “equipo de desarrollo” preguntaría a los patriarcas de los pueblos sobre sus necesidades “para que no les dictemos a ellos lo que tienen que conseguir”.
Llegó el lunes y Los Angeles Times informaba: “Se suponía que era una reunión sobre gobernanza y desarrollo, dos de los tres pilares del esfuerzo de contrainsurgencia estadounidense en la provincia de Kandahar este verano. En su lugar, la shura, o asamblea de líderes locales, reunidos en una comisaría de policía, se convirtió en una sesión de quejas sobre el tercer pilar: la seguridad. Los patriarcas se quejaron amargamente de un ataque del ejército estadounidense contra su barriada, Kokaran, la noche anterior, y de la redada del sábado”.
“Estas grandes operaciones no son buenas. Llenan de preocupación a la gente”, dijo el Haji Fadi Mohammad a los oficiales estadounidenses “mientras los otros ancianos murmuraban y asentían”.
Los oficiales estadounidenses respondieron defendiendo la redada y la incursión nocturna, diciendo que siempre se sigue un protocolo y casi nunca se dispara. Verdad o no, olvidan –o ignoran- que la realidad es que en esas ocasiones el caos prevalece frente a las misiones realizadas con éxito. En la batalla de relaciones públicas, EEUU no puede permitirse ni una sola historia como la siguiente.
Y ha habido ya demasiadas noches como la del 14 de mayo de 2010.
El amanecer envolvía Surkhrod, un pueblecito de la provincia oriental de Nangarhar, cuando sobrevino la tormenta. Las fuerzas especiales de EEUU y un destacamento afgano cayeron en tropel sobre un recinto, atronando la atmósfera con megáfonos para que la gente saliera del edificio con las manos en alto: “una práctica que dicen respetar siempre”.
“Es literalmente un guión”, dijo un oficial estadounidense que afirma que les recibieron con una “lluvia de disparos” desde el interior del recinto.
El registro, según la versión estadounidense, dio como resultado que se encontraran armas ligeras de las que suele haber en las casa rurales, pero también, “radios de las que suelen usar los insurgentes, chalecos de munición, un uniforme militar y –lo más condenable ante sus ojos- un mortero, un dispositivo sofisticado utilizado sólo con propósitos militares”.
Ocho talibanes cayeron muertos cuando la niebla de la batalla se despejó, incluido un comandante del que las Fuerzas Especiales de EEUU dijeron que llevaban tres días siguiéndole los pasos. La OTAN emitió un comunicado de prensa a las pocas horas afirmando que habían matado a ocho “terroristas”; el Ministro de Defensa afgano se apresuró a decir lo mismo. ¿Alguna vez ha estado tan bien cuidado Afganistán?
“No había talibanes aquí, ni uno solo”, dijo Rafiuddin Kushkaki, el propietario de los campos de trigo dorados por el sol que rodean el recinto rural, tratando de contener las lágrimas. “Alguien engañó a los estadounidenses. Cometieron un error”.
Quizá fueron los talibanes, o una tribu rival. Quizá una equivocación honesta o un descuido. No importa que EEUU se declare culpable. Ese es el precio de la contrainsurgencia. Pero la naturaleza visceral de estos casos es algo en sí misma. Los relatos de los campesinos, incluidos Kushkaki y los miembros de su familia, afirman que el tiroteo estalló sin aviso alguno alrededor de la una de la madrugada. La mayoría de la gente dormía en el interior del patio.
“Mi hermano corrió fuera para ver lo que sucedía; le mataron de inmediato”, explica Kushkaki. “Mi hijo salió corriendo y también le dispararon. Le llevé adentro en mis brazos, pero se desangró hasta morir, aquí, sobre esta alfombra”.
Los ocho muertos no eran precisamente talibanes.
Puede que las tropas estadounidenses gritaran primero. Los campesinos dijeron que no oyeron nada excepto el ataque, un factor que hizo que se despertaran de su sueño. Las fuerzas estadounidenses pudieron entrar por la parte de atrás o desde lo alto para ser recibidos por varios jóvenes armados. La “lluvia de disparos” pudo haber confundido los primeros disparos dentro del patio, aunque este escenario no tranquiliza las conciencias.
En el peor de los casos, el ataque nocturno desembocó en una catástrofe. Los errores a la hora de identificar a los asesinos son más propios de los cárteles mejicanos, no de los soldados estadounidenses. Es muy simple: asaltar la casa equivocada y actuar de forma desenfrenada no tiene justificación. Hesamuddin Kushkak, el tío de uno de los chicos, tuvo que perderse también los funerales cuando las fuerzas de la coalición le detuvieron para interrogarle. Declaró que el hecho de que le liberaran tres días después prueba que las fuerzas estadounidenses se equivocaron.
“Me interrogaron una y otra vez, ‘¿dónde escondes los cohetes?’, y les contesté: ‘Adelante, registrad el recinto’. El ejército dijo que nunca se encontraron los cohetes que buscaba el comandante. Les dije todo lo que sabía y ahora yo quiero saber algo de ellos. Quiero saber quién les dio esa información errónea. Quiero saber por qué mi sobrino está muerto. Quiero saber por qué nos ha pasado esto ha nosotros”.
¿Cuál es la prueba más comprometedora, la vista de un mortero? Los familiares afirman que apareció allí cuando las tropas estadounidenses se dieron cuenta de su error. Excluir esta opción sería ingenuo teniendo en cuenta la rapidez con la que la OTAN publicó su comunicado. El encubrimiento se puso en marcha de inmediato.
Y aún se preguntan los comandantes estadounidenses por el temor obsesivo de los kandaharis ante los asaltos nocturnos.
Los Angeles Times se las arregló para lograr el testimonio de dos altos oficiales de las operaciones especiales de EEUU que afirmaron que el pasado año se lanzaron alrededor de mil asaltos nocturnos, aunque McChrystal ordenó públicamente limitarlos. Defendieron que los asaltos, como el de los comandantes de la OTAN en la shura de Kokaran, se llevaban a cabo para salvar cientos de vidas, afirmando que el 80% de los asaltos terminan sin disparar un tiro y que menos del 2% provocan víctimas civiles.
Pero ese 20% y ese 2% podrían alcanzar un 100% en Kandahar y, para empezar, los porcentajes verdaderos son realmente mucho más altos. Los oficiales estadounidenses reconocieron que los 29 civiles muertos del pasado año eran “según su propio cómputo”. Los ocho miembros de la familia de Rafiuddin Kushakaki no entraban en ese cómputo. La Casa Blanca y el Pentágono han alabado la inteligencia del pueblo afgano, no pueden haberse vuelto estúpidos de repente.
El Pentágono manifestó que iban a limitar los asaltos pero las mil incursiones dicen otra cosa. La OTAN afirma que no mata cuando realmente lo hace y lo encubre en cuanto puede. Así han ido desarrollando una pauta de comportamiento. Como el incremento del Presidente Obama ha empezado ya a avinagrarse, un asalto individual se convierte en un microcosmos del general de la estrategia estadounidense: palabras amables, mayor fuerza, errores, encubrimiento, repetición.
El desafío en Afganistán está en manos del Presidente afgano y su medio hermano Wali, a quien los comandantes estadounidenses dejaron inútilmente en el poder, y en los talibanes. De algún modo, de alguna manera, EEUU debe descubrir un remedio para las raíces de la discordia. El dirigente de la oposición Abdullah Abdullah dijo recientemente que Kandahar tiene una oportunidad para estabilizarse bajo control del Gobierno, pero no acertó a explicar cómo.
“Sitúan la corrupción y el mal gobierno como el problema número uno, incluso antes de los talibanes y Al-Qaida”, contó a NPR dejando a un lado sus propias dudas sobre Karzai cuando estuvo en Washington D.C. “Así es como piensa la gente en Kandahar. Pero el Gobierno de Afganistán no lo considera desde ese ángulo. Eso es lo que hace que todo sea tan problemático”
El titular de Los Angeles Times tachaba a los oficiales estadounidenses de “satisfechos” y a los afganos de “indignados” por el asalto de Sukhrod. No es ésa precisamente la receta adecuada para lograr la estabilidad en Kandahar o Afganistán.
James Gundun es científico político y analista de temas de contrainsurgencia. Vive en Washington D.C. Puede contactarse con él en The Trench, un blog realista de política exterior, en www.hadalzone.blogspot.com
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No estaban mintiendo cuando decían que llegaría el Día D y que sería en Kandahar. El pasado sábado, tropas afganas y estadounidenses “pululaban” con cierta fanfarria por Kokaran, una barriada situada en las afueras, en la zona oeste de la capital provincial. Pero, al igual que en Marjah, los oficiales estadounidenses estaban resueltos a impresionar a su público por la coordinación entre las tropas afganas y estadounidenses, además de los beneficios que ello conlleva.
“Ningún soldado estadounidense se introdujo en los hogares”, informaba Los Angeles Times. “Agentes femeninas de la policía afgana, con sus rostros cubiertos por pañuelos, registraron los recintos. Policías masculinos interrogaron a los vecinos, confiscando las armas de varios hombres que no tenían permiso para usarlas”.
Los talibanes, al igual que en Marjah, también ofrecieron una dura aunque infrecuente resistencia cuando se dispersaron.
“La clave es conseguir una porción de gobernanza que funcione, mostrando a los vecinos que lo que vieron hoy va a perdurar”, dijo el Capitán Michael Thurman, comandante de la 293ª Compañía de la Policía Militar, que dirigió la operación sobre el terreno junto a un jefe de la policía afgana. “Es un proceso largo y sólo estamos en el principio”.
O quizá la clave es comprender que los afganos de Kandahar no quieren estar el resto del verano y todo el 2011 como están “hoy”.
Para “mostrárselo a los locales” se fijó una shura para el lunes que pusiera las cosas claras sobre el tapete para futuras operaciones y proyectos de desarrollo. Un oficial de asuntos civiles canadiense dijo que un “equipo de desarrollo” preguntaría a los patriarcas de los pueblos sobre sus necesidades “para que no les dictemos a ellos lo que tienen que conseguir”.
Llegó el lunes y Los Angeles Times informaba: “Se suponía que era una reunión sobre gobernanza y desarrollo, dos de los tres pilares del esfuerzo de contrainsurgencia estadounidense en la provincia de Kandahar este verano. En su lugar, la shura, o asamblea de líderes locales, reunidos en una comisaría de policía, se convirtió en una sesión de quejas sobre el tercer pilar: la seguridad. Los patriarcas se quejaron amargamente de un ataque del ejército estadounidense contra su barriada, Kokaran, la noche anterior, y de la redada del sábado”.
“Estas grandes operaciones no son buenas. Llenan de preocupación a la gente”, dijo el Haji Fadi Mohammad a los oficiales estadounidenses “mientras los otros ancianos murmuraban y asentían”.
Los oficiales estadounidenses respondieron defendiendo la redada y la incursión nocturna, diciendo que siempre se sigue un protocolo y casi nunca se dispara. Verdad o no, olvidan –o ignoran- que la realidad es que en esas ocasiones el caos prevalece frente a las misiones realizadas con éxito. En la batalla de relaciones públicas, EEUU no puede permitirse ni una sola historia como la siguiente.
Y ha habido ya demasiadas noches como la del 14 de mayo de 2010.
El amanecer envolvía Surkhrod, un pueblecito de la provincia oriental de Nangarhar, cuando sobrevino la tormenta. Las fuerzas especiales de EEUU y un destacamento afgano cayeron en tropel sobre un recinto, atronando la atmósfera con megáfonos para que la gente saliera del edificio con las manos en alto: “una práctica que dicen respetar siempre”.
“Es literalmente un guión”, dijo un oficial estadounidense que afirma que les recibieron con una “lluvia de disparos” desde el interior del recinto.
El registro, según la versión estadounidense, dio como resultado que se encontraran armas ligeras de las que suele haber en las casa rurales, pero también, “radios de las que suelen usar los insurgentes, chalecos de munición, un uniforme militar y –lo más condenable ante sus ojos- un mortero, un dispositivo sofisticado utilizado sólo con propósitos militares”.
Ocho talibanes cayeron muertos cuando la niebla de la batalla se despejó, incluido un comandante del que las Fuerzas Especiales de EEUU dijeron que llevaban tres días siguiéndole los pasos. La OTAN emitió un comunicado de prensa a las pocas horas afirmando que habían matado a ocho “terroristas”; el Ministro de Defensa afgano se apresuró a decir lo mismo. ¿Alguna vez ha estado tan bien cuidado Afganistán?
“No había talibanes aquí, ni uno solo”, dijo Rafiuddin Kushkaki, el propietario de los campos de trigo dorados por el sol que rodean el recinto rural, tratando de contener las lágrimas. “Alguien engañó a los estadounidenses. Cometieron un error”.
Quizá fueron los talibanes, o una tribu rival. Quizá una equivocación honesta o un descuido. No importa que EEUU se declare culpable. Ese es el precio de la contrainsurgencia. Pero la naturaleza visceral de estos casos es algo en sí misma. Los relatos de los campesinos, incluidos Kushkaki y los miembros de su familia, afirman que el tiroteo estalló sin aviso alguno alrededor de la una de la madrugada. La mayoría de la gente dormía en el interior del patio.
“Mi hermano corrió fuera para ver lo que sucedía; le mataron de inmediato”, explica Kushkaki. “Mi hijo salió corriendo y también le dispararon. Le llevé adentro en mis brazos, pero se desangró hasta morir, aquí, sobre esta alfombra”.
Los ocho muertos no eran precisamente talibanes.
Puede que las tropas estadounidenses gritaran primero. Los campesinos dijeron que no oyeron nada excepto el ataque, un factor que hizo que se despertaran de su sueño. Las fuerzas estadounidenses pudieron entrar por la parte de atrás o desde lo alto para ser recibidos por varios jóvenes armados. La “lluvia de disparos” pudo haber confundido los primeros disparos dentro del patio, aunque este escenario no tranquiliza las conciencias.
En el peor de los casos, el ataque nocturno desembocó en una catástrofe. Los errores a la hora de identificar a los asesinos son más propios de los cárteles mejicanos, no de los soldados estadounidenses. Es muy simple: asaltar la casa equivocada y actuar de forma desenfrenada no tiene justificación. Hesamuddin Kushkak, el tío de uno de los chicos, tuvo que perderse también los funerales cuando las fuerzas de la coalición le detuvieron para interrogarle. Declaró que el hecho de que le liberaran tres días después prueba que las fuerzas estadounidenses se equivocaron.
“Me interrogaron una y otra vez, ‘¿dónde escondes los cohetes?’, y les contesté: ‘Adelante, registrad el recinto’. El ejército dijo que nunca se encontraron los cohetes que buscaba el comandante. Les dije todo lo que sabía y ahora yo quiero saber algo de ellos. Quiero saber quién les dio esa información errónea. Quiero saber por qué mi sobrino está muerto. Quiero saber por qué nos ha pasado esto ha nosotros”.
¿Cuál es la prueba más comprometedora, la vista de un mortero? Los familiares afirman que apareció allí cuando las tropas estadounidenses se dieron cuenta de su error. Excluir esta opción sería ingenuo teniendo en cuenta la rapidez con la que la OTAN publicó su comunicado. El encubrimiento se puso en marcha de inmediato.
Y aún se preguntan los comandantes estadounidenses por el temor obsesivo de los kandaharis ante los asaltos nocturnos.
Los Angeles Times se las arregló para lograr el testimonio de dos altos oficiales de las operaciones especiales de EEUU que afirmaron que el pasado año se lanzaron alrededor de mil asaltos nocturnos, aunque McChrystal ordenó públicamente limitarlos. Defendieron que los asaltos, como el de los comandantes de la OTAN en la shura de Kokaran, se llevaban a cabo para salvar cientos de vidas, afirmando que el 80% de los asaltos terminan sin disparar un tiro y que menos del 2% provocan víctimas civiles.
Pero ese 20% y ese 2% podrían alcanzar un 100% en Kandahar y, para empezar, los porcentajes verdaderos son realmente mucho más altos. Los oficiales estadounidenses reconocieron que los 29 civiles muertos del pasado año eran “según su propio cómputo”. Los ocho miembros de la familia de Rafiuddin Kushakaki no entraban en ese cómputo. La Casa Blanca y el Pentágono han alabado la inteligencia del pueblo afgano, no pueden haberse vuelto estúpidos de repente.
El Pentágono manifestó que iban a limitar los asaltos pero las mil incursiones dicen otra cosa. La OTAN afirma que no mata cuando realmente lo hace y lo encubre en cuanto puede. Así han ido desarrollando una pauta de comportamiento. Como el incremento del Presidente Obama ha empezado ya a avinagrarse, un asalto individual se convierte en un microcosmos del general de la estrategia estadounidense: palabras amables, mayor fuerza, errores, encubrimiento, repetición.
El desafío en Afganistán está en manos del Presidente afgano y su medio hermano Wali, a quien los comandantes estadounidenses dejaron inútilmente en el poder, y en los talibanes. De algún modo, de alguna manera, EEUU debe descubrir un remedio para las raíces de la discordia. El dirigente de la oposición Abdullah Abdullah dijo recientemente que Kandahar tiene una oportunidad para estabilizarse bajo control del Gobierno, pero no acertó a explicar cómo.
“Sitúan la corrupción y el mal gobierno como el problema número uno, incluso antes de los talibanes y Al-Qaida”, contó a NPR dejando a un lado sus propias dudas sobre Karzai cuando estuvo en Washington D.C. “Así es como piensa la gente en Kandahar. Pero el Gobierno de Afganistán no lo considera desde ese ángulo. Eso es lo que hace que todo sea tan problemático”
El titular de Los Angeles Times tachaba a los oficiales estadounidenses de “satisfechos” y a los afganos de “indignados” por el asalto de Sukhrod. No es ésa precisamente la receta adecuada para lograr la estabilidad en Kandahar o Afganistán.
James Gundun es científico político y analista de temas de contrainsurgencia. Vive en Washington D.C. Puede contactarse con él en The Trench, un blog realista de política exterior, en www.hadalzone.blogspot.com
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