Perú - Torrentes de sangre en el Amazonas
James Petras
Rebelión
Traducido para Rebelión por Félix Terrones
18/06/09
A comienzos de junio, el presidente peruano Alan García, un aliado del presidente norteamericano Barack Obama, ordenó a camiones antimotines, helicópteros de combate y centenares de compañías de armamento pesado atacar y dispersar una protesta pacífica y legal organizada por los miembros de comunidades indígenas de la selva peruana, quienes protestaban contra la entrada de compañías mineras transnacionales en sus tradicionales tierras natales. Docenas de indígenas fueron asesinados o se encuentran desaparecidos, muchos fueron heridos y arrestados, así como varios policías peruanos, mantenidos como rehenes por los protestantes indígenas, fueron asesinados durante el asalto. El presidente García declaró la ley marcial en la región para imponer su unilateral e inconstitucional mandato en el que otorga los derechos de explotación minera a las compañías extranjeras, las cuales infringen la integridad de las tradicionales comunidades indígenas del Amazonas.
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Alan García no es un desconocido en lo que se refiere a masacres promocionadas por el gobierno. En junio de 1986, ordenó a los militares bombardear las prisiones capitalinas, las cuales albergaban centenares de prisionero políticos que protestaban contra las condiciones de encarcelamiento (el resultado fue de más de 400 víctimas “oficiales”). Tiempo después, oscuras fosas comunes revelaron docenas de muertos. Esta notoria masacre ocurrió mientras García auspiciaba una reunión de la, así llamada, “Internacional Socialista” en Lima. Su partido político – APRA (Alianza por la revolución americana) -, miembro de la “Internacional”, fue de estas tendencias “nacional-socialistas”, frente a cientos de funcionarios social-demócratas europeos. Acusado de apropiación indebida de fondos gubernamentales y de entregar en 1990 su despacho con una tasa de inflación de casi 8000%, aceptó apoyar a Alberto Fujimori, entonces candidato presidencial, a cambio de amnistía. Cuando Fujimori impuso una dictadura en 1992, García se auto-exilió en Colombia y, posteriormente, en Francia. Regresó el 2001 cuando prescribieron los cargos de corrupción que se le imputaban y Fujimori era obligado a dimitir entre acusaciones de haber organizado escuadrones de la muerte y espiado a sus críticos. García ganó las elecciones presidenciales del 2006 en una segunda vuelta contra el candidato nacionalista pro-indígena y ex-oficial del ejército, Ollanta Humala, gracias al financiamiento y apoyo mediático de sectores de la derecha limeña, oligarquías de orígenes étnicos europeos y agencias americanas de “cooperación” transoceánica.
De regreso en el poder, García no dejó duda alguna acerca de su agenda política y económica. En octubre del 2007, anunció su estrategia para colocar a las compañías mineras transnacionales en el centro de de su programa de “desarrollo” económico al mismo tiempo que justificaba, bajo el rótulo de “modernización” la reubicación de los pequeños productores de comunidades y pueblos indígenas.
García hizo aprobar leyes congresales acordes con el “Tratado de libre comercio para las Américas” (ALCA) promovido por USA. Perú fue uno de los tres únicos países latinoamericanos que apoyaron la propuesta americana. Él abrió su país al saqueo sin precedentes de sus recursos, mano de obra, tierra y mercados a manos de las transnacionales. Esto fue una violación del acuerdo negociado en la Organización Internacional del Trabajo (1969) que obligaba al gobierno peruano a consultar y tratar con los habitantes indígenas la explotación de sus tierras y ríos. Bajo esta política de apertura, el sector minero de la economía se expandió con velocidad y obtuvo enormes beneficios de los, sin precedentes incrementos mundiales en los precios de compra, así como del crecimiento de la demanda asiática (China) de materias primas. Las corporaciones multinacionales fueron atraídas por las bajas tasas corporativas peruanas, los pagos de regalías, el casi libre acceso al agua y las baratas tarifas eléctricas subsidiadas por el gobierno.
La aplicación de regulaciones ambientales fue suspendida en estas regiones, frágiles ecológicamente, llevándolas a extendidas contaminaciones de ríos, agua subterránea, aire y suelos en las aledañas comunidades indígenas. Los tóxicos de las operaciones mineras acabaron en matanzas masivas de peces e inutilizaron el agua para el consumo humano. Las operaciones diezmaron los bosques tropicales, minando de ese modo los medios de vida de cientos de miles de aldeanos comprometidos con el artesanado tradicional, la recolección forestal de subsistencia y otras actividades agrícolas.
Las utilidades de la bonanza minera acaban, inicialmente, en manos de las compañías transoceánicas. El régimen de García distribuye las rentas del estado a sus simpatizantes, entre los que se encuentran los especuladores financieros e inmobiliarios, importadores de bienes de lujo así como compinches políticos de los exclusivos, amurallados y altamente custodiados barrios limeños y country-clubs. Así como los márgenes de utilidad de las multinacionales alcanzaron un increíble 50% y las ganancias gubernamentales excedieron el billón de dólares, las comunidades indígenas carecieron de vías pavimentadas, agua potable, servicios de salud y escuelas. Peón aún: experimentaron un veloz deterioro de sus vidas cotidianas a medida que el influjo del capital minero condujo al incremento de los precios de medicinas y alimentos básicos. Incluso el Banco Mundial en su Reporte Anual del 2008 y los editores del Financial Time de Londres instaron al régimen de García a confrontar el creciente descontento y la crisis entre las comunidades indígenas. Delegaciones de comunidades indígenas viajaron a Lima para entablar un diálogo con el Presidente y pedirle que se ocupe de la degradación de sus tierras y comunidades.
Los delegados fueron recibidos a puertas cerradas. García manifestó que “el progreso y la modernidad provienen de las grandes inversiones realizadas por las multinacionales… (y no de) los pobres campesinos que no tienen un centavo para invertir”. Él interpretó los llamados a un diálogo pacífico como signo de debilidad entre los habitantes indígenas del Amazonas e incrementó, en consecuencia, sus subvenciones a las concesiones de explotación entregadas a las corporaciones multinacionales para que continuaran adentrándose en la selva. Cortó virtualmente toda posibilidad de diálogo y acuerdo con las comunidades indígenas.
Las comunidades indígenas del Amazonas respondieron formando la Asociación Inter-étnica de Desarrollo de la Selva Peruana (AIDESEP). Celebraron protestas públicas durante siete semanas que culminaron en el bloqueo de dos autopistas internacionales. Esto encolerizó a García, quien se refirió a los manifestantes como “salvajes” y “bárbaros” y envió a unidades de policías y militares para ahogar la acción popular. Lo que García descuidó fue el hecho de que una significativa proporción de los indígenas de estos pueblos sirvieron como reclutas del ejército y combatieron en la guerra de 1995 contra Ecuador mientras otros fueron entrenados en organizaciones comunales de autodefensa. Estos veteranos combatientes no fueron intimidados por el estado de terror y sus reacciones a los iniciales ataques policiales que terminaron con heridos de ambos lados, es decir, policías e indígenas. Entonces, García declaró “guerra a los salvajes” mediante el envío de armamento pesado, helicópteros y tropas blindadas con orden de “disparar a matar”.
Los activistas de AIDESEP reportaron más cien muertos entre los que se cuentan protestantes indígenas y familiares de éstos: los indígenas fueron asesinados en las calles, en sus casas y en sus lugares de trabajo. Se sospecha que los restos de numerosas víctimas fueron arrojados en quebradas y ríos.
Conclusion
El régimen de Obama, previsiblemente, no emitió juicio alguno de inquietud o protesta frente a una de las peores masacres de civiles peruanos en esta década (perpetrada por uno de los aliados más cercano a los americanos en el sur del continente). García, durante sus conversaciones con el embajador norteamericano, acusó a Venezuela y Bolivia de instigar el “levantamiento” indígena y citó como prueba de sus acusaciones una carta de apoyo del presiden boliviano Evo Morales a la Cumbre Intercontinental Indígena que tuvo lugar en Lima. Se declaró la ley marcial y toda la región amazónica peruana se encuentra cubierta por militares. Los mítines fueron prohibidos y los familiares de los desaparecidos están impedidos de buscarlos.
En toda América latina, las más importantes organizaciones indígenas han expresado su solidaridad con los movimientos indígenas peruanos. En Perú, los movimientos sociales, sindicatos y grupos de defensa de derechos humanos organizaron una huelga general el 11 de junio. Temiendo el despliegue del descontento general, “El Comercio”, periódico conservador limeño, advirtió a García que adoptara medidas conciliatorias para impedir un levantamiento urbano general. El 10 de junio fue declarada una tregua de un día, pero las organizaciones indígenas rechazaron ponerle fin al bloqueo de carreteras hasta que el Gobierno de García rescindiera sus ilegales decretos de cesión de tierras.
Entretanto, un extraño silencio se cierne sobre la Casa Blanca. Nuestro habitualmente dicharachero presidente Obama, tan afecto a recitar lugares comunes acerca de la diversidad y la tolerancia así como a elogiar la paz y la justicia, no puede encontrar una sola frase dentro de su preparado guión para condenar la masacre de legiones de indígenas en la amazonía peruana. Cuando egregias violaciones de derechos humanos son cometidas en América latina por un “presidente-cliente” apoyado por USA, que sigue las fórmulas de “libre mercado” dictadas por Washington, la liberalización de leyes ambientales y hostigamientos en contra de países anti-imperialistas (Venezuela, Bolivia, Ecuador), Obama prefiere la complicidad a la condena.
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