Encontremos nuestras voces proféticas - A la busca de una terca esperanza de vivir en una cultura muerta

Robert Jensen
CounterPunch
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
18/06/09

Durante muchos años dije que vivimos en una “cultura agonizante,” pero he abandonado esa frase. La cultura dominante en EE.UU. – etnocentrismo híper-nacionalista y un capitalismo corporativo depredador conformado por el patriarcado y la supremacía blanca, materializado dentro de un amplio ataque humano contra el ecosistema planetario – no se muere. Ya está muerta. Por cierto, el gobierno de EE.UU. y las corporaciones basadas en EE.UU. siguen ejerciendo un poder increíble en el interior y en todo el mundo, y podría parecer extraño si me refiriera a una sociedad que puede imponer su voluntad a una parte tan gran del mundo como si fuera una cultura muerta. Enferma, tal vez incluso agonizante, ciertamente en los últimos suspiros del poder imperial - ¿pero muerta? Sí, en el sentido de la ausencia de vida en el alma de la cultura.

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En lugar de salvar la cultura dominante, nuestra tarea es no sólo dejar que desaparezca de la escena, sino acelerar esa transición. Jesús reconoció, en su tiempo, que era necesaria una separación radical de lo antiguo. Cuando un discípulo aceptó seguirle pero pidió que primero le permitiera ir a enterrar a su propio padre, Jesús le dijo.” Sígueme; deja que los muertos entierren a sus muertos.” [Mateo 8:21-22]

Es hora de que dejemos de tratar de revivir nuestra cultura muerta, que dejemos de creer que la nación-Estado y el capitalismo – nacidos en, y todavía infectados por, el patriarcado y la supremacía blanca – puedan ser la base para un futuro justo y sostenible. Es hora de ir a un ámbito más profundo. Incluso con los reveses económicos y militares de los últimos años, muchos en EE.UU. siguen adheridos estrechamente a un triunfalismo engañoso – una creencia en que EE.UU. es la máxima culminación de la promesa humana, una ciudad luminosa sobre el monte, un fanal para el mundo. La fe que necesitamos debe darnos fuerza para admitir que vivimos en una cultura muerta y para expresar esa dura verdad.

Fuera de eso, debe permitirnos, en primer lugar, ser decentes los unos con los otros aunque sepamos que ser despiadado será recompensado. Segundo, debe darnos ánimo para enfrentar sistemas que resistirán intensamente el cambio y que recompensarán a los que se niegan a reconocer la necesidad urgente del cambio. Tercero, nuestra fe debe darnos el poder de mantener esos compromisos personales y políticos sin garantías de que podamos trascender y sobrevivir a esta cultura muerta.

La última prueba de nuestra fuerza es si podemos reconocer no sólo que vivimos en una cultura muerta sino también que puede que no haya modo de escapar. Es verdad que a través de la historia las culturas han muerto, los imperios han caído, las sociedades han sido reemplazadas por contrincantes. El mundo sobrevivió a través de todo eso. Pero hay que considerar la capacidad destructora sin precedentes de las fuerzas armadas de EE.UU., la patología arraigada encastrada en nuestras psiques por el capitalismo, el daño ecológico que ya ha sido hecho, y el daño ulterior que probablemente ocurra durante un colapso – ya no es obvio que para cuando el imperio de EE.UU. colapse, el mundo sobreviva en algo parecido a la forma que conocemos. Y a medida que evoluciona ese futuro tendremos que hacer frente a las falsas ilusiones (tanto de grandeza como de persecución) que el poder y la afluencia tienden a producir en las elites y en el público en general, que debilitarán el pensamiento claro que será tan desesperadamente necesario.

La última prueba de nuestra fuerza es si seremos capaces de perseverar en la busca de sostenibilidad y justicia incluso si tenemos buenas razones para creer que ambos proyectos terminen por fracasar. No podemos saberlo con seguridad, pero ¿podemos vivir con esa posibilidad? ¿Podemos meditar al respecto y a pesar de ellos comprometernos a una acción plena de amor hacia los demás y hacia el mundo no-humano?

Dicho de otra manera: ¿Y si nuestra especie estuviera en un impasse evolutivo? ¿Y si las adaptaciones que produjeron nuestro increíble éxito evolutivo – nuestra capacidad de comprender ciertos aspectos sobre cómo el mundo funciona y de manipular a ese mundo para nuestra ventaja a corto plazo – son precisamente las cualidades mismas que garantizan que nos destruiremos y posiblemente el mundo? ¿Y si lo que nos ha permitido dominar sea lo que al fin nos destruya? ¿Y si la historia de la humanidad fuera una tragedia dramática en el sentido clásico, una historia en la que las semillas de la destrucción del protagonista se encuentran en su interior, y el drama es el desarrollo de la inevitable caída?

Claro que nadie puede saberlo con seguridad. ¿Pero y si? ¿Tenemos la fuerza para ponderarlo? En una cultura de manos-a-la-obra-y-hagámoslo, ¿qué pasaría si lo hiciéramos eternamente y a pesar de ello no lográramos realizar la tarea? La mayoría de la gente diría que demostramos nuestra fuerza cuando encaramos tales tareas con la actitud de que lo podemos hacer. Una demostración de mayor fuerza – tal vez la mayor fuerza que podamos imaginar – es emprender esas tareas con un entendimiento no sólo de que el fracaso es posible, sino de que puede ser probable. Esto va a contrapelo en una cultura que supone que el éxito es inevitable. Pero no hay ningún requerimiento en la teología o la política que diga que una prognosis tiene que ser siempre favorable. Podría haber no sólo males sociales para los que no existe una cura – podría ser que nosotros, humanos, somos sólo suficientemente listos para meternos en problemas en todos los frentes, pero nunca lo suficiente como para salir de ellos. ¿Y si la tragedia de la inteligencia humana fuera que tendemos a crear problemas complejos para los cuales no hay soluciones simples?

Si somos verdaderamente fuertes – y si amamos con toda nuestra fuerza – debemos enfrentar esas preguntas. La fuerza no se muestra mediante la producción de un sentido de esperanza que ignora la realidad sino enfrentando, sin sucumbir ante ella, una situación que podría ser desesperada. No significa que la esperanza no esté a nuestra disposición, sino que tenemos que buscar honestamente lo que Albert Camus llamó una “terca esperanza:”

Mañana el mundo puede estallar en fragmentos. En esa amenaza que cuelga sobre nuestras cabezas hay una lección de verdad. Mientras enfrentamos un futuro semejante, jerarquías, títulos, y honores son reducidos a lo que son en realidad: una bocanada de humo pasajera. Y la única certeza que nos queda es la del sufrimiento desnudo, común a todos, que entremezcla sus raíces con las de una terca esperanza. [Albert Camus, “The Wager of Our Generation,” en Resistance, Rebellion, and Death, (New York: Vintage, 1960), pp. 239-240.]

Si vamos a reivindicar una terca esperanza, tenemos que hacerlo honestamente y actuar ante ella con integridad. Es lo que significa hablar proféticamente. Nunca antes ha sido más importante que todos encontremos nuestras voces proféticas.

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Este ensayo forma parte del nuevo libro de Robert Jensen “All My Bones Shake: Seeking a Progressive Path to the Prophetic Voice,” de Soft Skull Press.

Robert Jensen es profesor de periodismo en la Universidad de Texas en Austin y miembro del consejo del Centro de Recursos Activistas de la Tercera Costa. http://thirdcoastactivist.org. Su último libro es “Getting Off: Pornography and the End of Masculinity” (South End Press, 2007). Jensen es también autor de “The Heart of Whiteness: Race, Racism, and White Privilege and Citizens of the Empire: The Struggle to Claim Our Humanity” (ambos de City Lights Books); y de “Writing Dissent: Taking Radical Ideas from the Margins to the Mainstream” (Peter Lang). Para contactos escriba a: rjensen@uts.cc.utexas.edu y sus artículos se encuentran en línea en http://uts.cc.utexas.edu/~rjensen/index.html.

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