El origen de las crisis y su perpetuación

Juan Ignacio Crespo
Corriente Roja/Rebelión
11/09/10


Desde comienzos del siglo XVII, y coincidiendo con la Guerra de los Treinta Años, el mundo fue consciente de que había entrado en una grave crisis económica. Los excesos de los años anteriores, facilitados por la enorme liquidez en oro proveniente del Nuevo Mundo, empezaron a pasar factura por la vía de una caída de los salarios reales y la sensación de que todo estaba por derrumbarse. Esa sensación no dejaba de amplificarla la guerra entre el norte protestante y el sur católico que en el continente europeo libraban la batalla por la hegemonía política, económica y religiosa.

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La descripción que hacía el historiador Fernand Braudel de esa etapa suena extrañamente familiar y podría aplicarse casi punto por punto a los últimos años de la economía española y también de la mundial (la comparación podría extremarse, simbólicamente, y aplicarse a la lucha entre sistemas financieros). También hay una convergencia del lenguaje empleado a la hora de transmitir el dramatismo de la crisis: "Hay un peligro real de que se derrumbe nuestra fábrica social", se lamenta el portavoz de las empresas que contratan con los Ayuntamientos de California entre los que alguno (Maywood, en el sur del Estado) ha tenido que reducir sus gastos tan drásticamente que ha despedido a todos sus funcionarios, policías y bomberos incluidos. En fin, que tanto las crisis como las palabras utilizadas para describirlas tienen un parecido extremo, lo que no debería sorprender cuando se aprecia lo similar que también resultan en su origen. Y, sin embargo, el velo que lo recubre resulta ser tan tupido que lo que hay detrás de él parece inescrutable.

Empresas menos rentables

Lo habitual es pensar que las empresas pierden rentabilidad cuando ha empezado una recesión económica. Sin embargo, esa pérdida de rentabilidad resulta haber comenzado de manera previa a la crisis. Podría decirse, estilizando al máximo la argumentación, que es la caída en la rentabilidad de las empresas lo que provoca las crisis económicas, así como también es la posterior recuperación de esa rentabilidad lo que permite que las crisis se terminen.

Todo eso antes de que las empresas que han conseguido sobrevivir a la crisis empiecen a recuperar su rentabilidad, las expectativas generales mejoren y se reinicie el círculo virtuoso de la recuperación del consumo, la producción y el empleo.

Frente a una explicación tan abstracta y concentrada, suelen circular las explicaciones variopintas y concretas, asignando la causa de las crisis unas veces a la subida de los precios del petróleo (1973-1974); o a esa subida de precios junto con el incremento en los tipos de interés (1980-1982); por no decir a la especulación financiera e inmobiliaria (Japón en 1990) o ambas a la vez junto con la crediticia (que llevó a la situación actual). Incluso los accidentes geopolíticos a veces contribuyen a incrementar las dudas sobre las causas de las recesiones: un ejemplo de ellos fue la invasión de Kuwait por las tropas de Irak en agosto del año 1990, el atentado contra las Torres Gemelas o la propia Guerra del Yom Kipur.

Sin embargo, aunque todos esos elementos tienen importancia en el desarrollo y agudización de las recesiones, el origen de estas hay que buscarlo siempre en otra causa remota: la caída de la rentabilidad media de las empresas que, a veces, puede haberse iniciado incluso tres años antes de que los efectos más severos de la crisis empiecen a hacerse sentir.

Tal es el caso de la economía estadounidense cuando se observa la evolución de los beneficios unitarios del conjunto de las empresas no financieras, cuyo producto equivale aproximadamente a la mitad del PIB de Estados Unidos (no se incluyen aquí ni los bancos, ni otro tipo de empresas financieras, ni las compañías de seguros, ni el sector público).

Pues bien -ver gráfico- desde mediados de los años cincuenta no ha habido recesión de la economía estadounidense que no haya ido precedida de una caída previa del beneficio unitario de las empresas no financieras. Lo que convierte la caída de este indicador en condición necesaria para que se produzca una recesión (no es, en cambio, condición suficiente el que caiga para que una recesión se produzca, ya que, a veces, emite falsas alarmas que no terminan en recesión).

En una palabra: no hay recesión si no hay caída previa de beneficios empresariales. Pero ¿qué es lo que provoca la caída de los beneficios? Aunque podrían correr ríos de tinta para contestar esta pregunta, la respuesta más plausible es esta: en primer lugar la competencia empresarial que a lo largo del ciclo expansivo de la economía va agudizándose; esa competencia se intensifica cuando aparecen nuevos actores en la escena internacional, tal es el caso de Alemania y Japón en los años sesenta o de China más recientemente. A veces coincide también con la subida del precio de las materias primas (así ocurrió en los años setenta: las materias primas empezaron a subir de precio en 1972, casi dos años antes de que lo hiciera con fuerza el precio del petróleo) y con el incremento de los costes salariales.

La fase aguda de la crisis se produce por causa de la huida hacia delante que inician las empresas al comprobar que cae su beneficio unitario (intentando compensar con cantidades mayores producidas la caída de la rentabilidad unitaria). Lo que con frecuencia lleva al exceso de capacidad instalada que termina por no utilizarse o a la sobreproducción sin más. Para acometer las inversiones que terminarán siendo un exceso se recurre a incrementar el apalancamiento o endeudamiento, acentuándose así las dificultades financieras de las empresas al estallar la crisis y transmitiendo el problema a sus acreedores bancarios.

La crisis actual se vio anunciada por la caída del beneficio unitario de las empresas estadounidenses en el verano de 2006. Es decir, 15 meses antes de que la recesión comenzara y dos años antes de la caída de Lehman Brothers.

La obsesión por la W

El hecho de que la crisis económica y financiera haya sido de proporciones enormes ha dado pie a dos oleadas distintas de malos augurios. En la primera, académicos de gran prestigio se empeñaron en ver una gran depresión de la que se tardaría en salir. Cuando la recesión en Estados Unidos se reveló como grave a la par que estándar, con una duración de 18 meses, y tras el desconcierto inicial, los malos augurios se transformaron en profetizar la W (caída de nuevo en la recesión o double dip). Sin embargo, la economía de EE UU lleva ya 12 meses de crecimiento sin que haya signos de que otra recesión esté a menos de uno o dos años vista. Y es que, por una parte, las recesiones emparejadas son extremadamente infrecuentes y, por otra, no se dan por ahora ninguna de las condiciones necesarias que suelen provocar una recesión: subida de tipos de interés; inversión de la curva de tipos (que los de corto sean más elevados que los de largo plazo); incremento del precio de las materias primas y nueva caída de la rentabilidad empresarial. Cuando los detalles de la contabilidad nacional en Estados Unidos para el segundo trimestre se den a conocer, será el momento de juzgar cómo de sólida está siendo allí esta recuperación. Para entonces ya estará descartada probablemente la W, aunque el exceso de capacidad instalada todavía sin utilizar y la necesidad de que los bancos se recapitalicen hará que quizá no esté tan lejana la siguiente recaída. Eso sí, fuera ya de la definición razonable que pueda hacerse de la W.

Juan Ignacio Crespo es director europeo de Thomson Reuters.

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