La mentira, la traición y la verdad en el libro que más le dolió a Bush

El ex Secretario de Prensa de la Casa Blanca Scott McClellan salió al aire el jueves para explicar sus denuncias contra sus ex jefes del gobierno de Bush. McClellan estuvo en el programa Today Show, donde afirmó que el Presidente Bush le confesó que había autorizado que se revelara que Valerie Plame era una agente encubierta de la CIA; afirma que le preguntó al Presidente cuando estaban a bordo del Fuerza Aérea Uno si había sido él quien había aprobado que se revelara a los medios la identidad de Plame. Según McClellan, Bush respondió: “Sí, fui yo”.

Claudio Fantini
MDZ On Line
30-05-2008

Un terremoto político generaron las denuncias de un ex vocero de la Casa Blanca sobre las manipulaciones orquestadas desde el gobierno para implementar la invasión de Irak. El libro no revela nada nuevo, pero confirma hechos que justificarían un juicio político y perjudican a John McCain, quien como senador había avalado la razón de guerra.

¿Tiene razón Scott McClellan cuando dice que sólo busca ser leal a la verdad, o sus ex colegas de la Casa Blanca, que califican a su libro de “patético” y a él de “oportunista” y “traidor”?
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El libro del ex secretario de prensa del gobierno norteamericano, acusa al entorno del mandatario de haber concretado la invasión a Irak mediante una política de manipulación, engaños y mentiras a la prensa, al Congreso y a la opinión pública. En rigor, no se trata de revelaciones sino de la confirmación de algo que, en definitiva, a esta altura resulta más que evidente. Pero tiene razón George W. Bush al preguntarse por qué su antiguo colaborador no dijo todo esto cuando era parte del gobierno.

Toda la carrera de McClellan fue al lado de Bush. Era jovencito cuando entró en la gobernación de Texas. En aquellas oficinas de la ciudad de Sacramento, la capital tejana, entabló con su jefe una relación muy sólida, que empapó sus ideas de ese conservadurismo religioso que Bush tomó del ideólogo Marvin Olavsky y su libro “La tragedia de la compasión en América”.

Fue allí, en la casa de gobierno de Sacramento, donde conoció al estratega político Karl Rove y también a muchos de los impulsores del llamado Proyecto para un Nuevo Siglo Americano, cuyos puntos neurálgicos eran el unilateralismo y la invasión de Irak. Por tanto, si luego entró a la Casa Blanca de la mano de Bush y fue el secretario de prensa de ese equipo gubernamental, es imposible que no haya tenido en claro por entonces como se manejaba la administración en torno a su proyecto de invadir Irak. Sencillamente, es imposible que no haya escuchado las dudas y sospechas que, puertas hacia adentro del gobierno, planteaba el secretario de Estado Colin Powell, por ejemplo.

Finalmente, que ahora, cuando ya no forma parte del gobierno y Bush languidece como “pato rengo” siendo el más impopular presidente de la historia, McClellan publique un libro mostrándose defraudado por las trapisondas de la administración a la que sirvió, evidencia de manera inequívoca el oportunismo artero del traidor. Pero la baja estofa moral del autor no invalida el contenido. Y está claro que el libro está en lo cierto cuando habla de manipulaciones, engaños y mentiras como instrumento favorito del entorno presidencial para justificar una guerra innecesaria y atroz.

El denunciante no fue otra víctima del engaño sistemático, sino su cómplice. Presentarse como defraudado constituye un fraude. Sobre todo porque McClellan conocía como pocos al poderoso ex asesor presidencial y vio de cerca el caso paradigmático del juego sucio que practicó la administración Bush: la cuestión Valery Plame.

Mentira y venganza

A nadie se la habría ocurrido que un joven con problemas de alcoholismo, vida disipada y mediocre rendimiento académico, podría convertirse en el líder de los conservadores religiosos. Ningún miembro de la familia Bush hubiera apostado un céntimo por su carrera política y todos pensaban en Jeb (a la postre gobernador de Florida) para llegar a la presidencia. Sin embargo, Karl Rove convirtió a George W. Bush en gobernador de Texas, que hasta ese momento había sido un bastión demócrata. Después logró que en la interna republicana derrotara al senador John McCaine, un político experimentado, prestigioso e intelectualmente superior. Y finalmente lo depositó en el Despacho Oval, donde lo ayudó a permanecer ganando la reelección, a pesar de que a esa altura ya sobraban razones para que perdiera.

Howard Fineman definió a Karl Rove a la perfección, diciendo que “es un cazador cuya presa favorita es, en los montes, la codorniz, y en Washington, los adversarios del presidente y del vicepresidente”. Y su furtiva efectividad radicó siempre en el juego sucio, en la intriga y en la conspiración. Por eso fue Karl Rove quien descubrió los vínculos de Joseph Wilson con el Partido Demócrata, encontrando en ellos el arma para descalificar al diplomático que desmintió públicamente a la Casa Blanca en su afirmación de que Saddam había comprado uranio enriquecido al gobierno de Níger.

Wilson publicó un artículo en The New York Times reiterando los resultados de la investigación que el gobierno le había encomendado en Níger, al ver que la administración Bush insistía en sostener que el líder iraquí había adquirido en el país africano material para hacer bombas atómicas. La publicación hizo estallar las iras de Dick Cheney, quien sabía que el diplomático estaba casado con una agente de la CIA y por eso escribió al borde de la nota una pregunta inquietante: “¿Lo habrá mandado su esposa con los gastos pagados?”.

Posiblemente, el poderoso asesor presidencial fue quien dio la idea al todopoderoso vicepresidente de castigar a Wilson, revelando la pertenencia de su mujer, Valery Plame, a la Agencia Central de Inteligencia. Aunque quien terminó siendo juzgado y castigado por semejante tropelía fue Lewis “Scooter” Libby, jefe del gabinete vicepresidencial.

El acoso judicial que finalmente obligó a Karl Rove a renunciar el año pasado, tiene que ver con la expulsión de doce fiscales federales que investigaban al gobierno, golpe perpetrado por la Casa Blanca y uno de los tantos escándalos que evidenció hasta que punto el gobierno neoconservador usó vendettas y dañó los cimientos institucionales de los Estados Unidos.

Rove llegó a ser el más influyente consejero presidencial de la historia norteamericana y siempre actuó en equipo con el más poderoso vicepresidente de todos los tiempos.

Pero tras la debacle electoral oficialista en las elecciones legislativas del 2006, Cheney y Rove quedaron debilitados y no pudieron defender a los otros dos miembros del clan extremista gubernamental que ideó e impulsó la invasión de Irak: Donald Rumsfeld y Paul Wolfowitz.

Lo que sí pudieron es convencer a Bush para que exonere a “Scooter” Libby de ir preso tras ser declarado culpable de filtración a la prensa del nombre de Valery Plame como agente de la CIA, y el presidente accedió a pesar del golpe que eso significa para el estado de derecho y para la salud institucional de la república.

Si el fiscal Patrick Fitzgerald tiene el coraje de no cerrar el caso Valery Plame, y actúa con la convicción y las agallas con que el fiscal Garrison investigó el asesinato de JFK a pesar de la Comisión Warren, sus indagaciones debieran llevarlo hasta el despacho del vicepresidente y también impedir que Rove, por el sólo hecho de haber renunciado a su cargo de asesor presidencial, pueda eludir la responsabilidad que le cabe por haber atacado a un diplomático revelando ilegalmente la pertenencia de su esposa a la CIA. En definitiva, fue Karl Rove quien descubrió los vínculos demócratas de Joseph Wilson, y fue Dick Cheney quien escribió al borde de la página del New York Times la inquietante pregunta: ¿Lo habrá enviado su esposa con todos los gastos pagados?

Todos los extremistas que rodeaban a Bush se han ido. Ya no están Richard Perle, al que llamaban “príncipe de la oscuridad”; ni David Frum, el creador del concepto “eje del mal”. También se fueron Kenneth Adelman, Douglas Feith, Michael Rubin y John Bolton; además de los dos jerarcas de las tinieblas Rumsfeld y Wolfowitz. Si Dick Cheney permanece es porque ocupa un cargo electivo, pero quedó confinado en una cuarentena política, en gran medida porque el mundo de estos días muestra el fracaso de su obnubilada visión internacional.

En el marco de esa debacle, lo que hizo McClellan no tiene ningún mérito. Al contrario, se parece al puñal de Brutus y lleva el sello del oportunismo y la traición. Aún así, su libro es un aporte positivo a la política norteamericana, porque confirma el juego sucio como regla de un gobierno que siempre levantó banderas religiosas y moralistas.

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