El ridículo en la historia - Fascismo y catástrofe en Italia
Alberto Asor Rosa
Il Manifesto
Traducido para Rebelión por Liliana Piastra
05/06/09
Creo que sería oportuno hacer alguna reflexión sobre el papel del ridículo en la historia. Ridículo: «que mueve a risa, que induce a consideraciones irrisorias y despectivas por falta de sensatez, de sentido común o de buen juicio...; que expone a escarnio a quien cae en él, lo mantiene o lo muestra como alguien movido por convicciones absurdas o carente de motivaciones razonables...; tonto, irracional, insensato, necio» (Grande Dizionario della lingua italiana, llamado el Battaglia, XVI).
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Estas consideraciones, entre otras muchas, me hacía yo al ver hace algunos meses uno de esos documentales ilustrados con películas de la época que Nicola Caracciolo ha dedicado a los primeros años del siglo XX italiano, y más concretamente ese puñado de fotogramas, que apenas si duran unos segundos pero que son extraordinariamente elocuentes (todo hay que decirlo), en los que Benito Mussolini, de uniforme, tocado con un fez y lleno de condecoraciones, anuncia desde el balcón de Palazzo Venecia, en Roma, la conquista del Imperio: con los ojos desorbitados, los puños apoyados en los costados, la mandíbula inmarcesible que, proyectada hacia el cielo, ondea tres o cuatro veces adelante y atrás para afirmar, intensa y persuasivamente, ante la muchedumbre, el pensamiento que acaba de expresar. Dios mío, pensé, ¿cómo pudo este bufón obsceno, este comicastro de variedades, enjaezado con esos vulgares disfraces carnavalescos, seducir durante años a la gran mayoría de una población con un pasado no del todo inexperto y primitivo? ¿Cómo es posible que, ante un espectáculo así, la muchedumbre que atestaba la histórica plaza, en lugar de aclamarle rabiosamente, no lo despachara de inmediato con una carcajada colosal?
Lo mismo podríamos decir de su más querido colega y amigo, el desquiciado alemán Adolf Hitler, cuya oratoria a la nación alemana, desde lo alto de la tribuna nocturna del estadio de Nüremberg, frente a miles de hombres disciplinadamente alineados en el sólido «orden» nazi (¡la «diferencia alemana»!), no puede dejar de imponernos hoy en día la misma pregunta: ¿cómo es posible que ese condicionamiento histérico, esa especie de brío histriónico paroxístico, esa exhibición facial-gestual de saltimbanqui no haya provocado la reacción que debería provocar siempre el ridículo, en sus múltiples formas de payasada, inverosimilitud, insensatez? Pero este punto en concreto –el ridículo y la historia alemana– lo retomaré más adelante.
Ahora es inevitable –me doy cuenta de ello– que el pensamiento del lector se desplace a nuestros tiempos: el pelo de pega, el pañuelito estrecho, los taconcitos de verdad, los chistes verdes, el gesto de ponerle cuernos a uno de los primeros ministros más acreditados de Europa, los comentarios sexuales, las anécdotas picantes, la elocución aproximada y poco italiana, la interacción obsesiva de la mentira, el desprecio a gritos de las reglas, las manías persecutorias, las salidas chistosas a la viejecita de los Abruzos víctima del terremoto: «ande, váyase a uno de los hoteles de la costa, que pagamos nosotros, y ¡no olvide llevarse la crema solar», la exageración y la irrealidad cuentista de las promesas, la incultura de que hace gala hasta en la forma de gesticular y de vestirse, la sonrisa estereotipada de bufón –en fin, todas esas cosas que vemos todos los días desde que nos levantamos hasta que nos acostamos– componen los rasgos de la figura más ridícula que ha podido producir la era contemporánea, el «ridículo italiano» en su versión más notable y exagerada. Y sin embargo nadie se ríe de ello, es más, para bien o para mal, hasta se toma demasiado en serio.
Si este es el panorama, se me ocurren algunas preguntas y/o cuestiones. Ante todo, a lo largo de la historia se observan evidentemente distintos tipos de ridículo: desde el grotesco, imperial-rimbombante, de tipo fascista, pasando por el lúgubre, es más, tendente a lo macabro, del nazismo, al comercial-mediático de nuestros tiempos italianos, variante pequeñoburguesa emergente y trepa de la clase en cuestión. Pero, como veremos, todos tienen algo en común. Naturalmente, el ridículo no se limita a la figura del Jefe, aunque emane de él. Baste pensar en el cortejo carnavalesco de los jerarcas nazis: ¡en Göring! ¡en Hesse! Baste pensar en su (sin duda más teatral) equivalente italiano; ¡Starace, Secretario del Pnf! Baste pensar en lo de ahora: ¡Gelmini Ministra de Educación! ¡La Russa Ministro de Defensa! ¡Carfagna Ministra de Igualdad! ¡Brunetta Ministro!
El ridículo del Jefe, utilizado noche y día como instrumento fundamental para captar el consenso, se extiende como una mancha de aceite, se une al ridículo ya presente embrionariamente en lo más profundo de la sociedad que le rodea, contamina a veces también a la oposición (os ahorro los ejemplos posibles para no extenderme demasiado, pero puedo aseguraros que no me faltan). Fijemos un límite histórico-político para nuestra exposición: creo que no se puede negar que el tipo, intelectual o político, que podríamos definir como democrático o demócrata liberal, por regla general rehúye la categoría y la práctica del ridículo. No es ridículo Giovanni Giolitti. No son ridículos ni Aldo Moro ni Enrico Berlinguer: o mejor dicho, lo son solo lo estrictamente necesario para garantizarse el favor de la gente (así pues, ¿el ridículo es inherente al ejercicio mismo de la política, de cualquier política? Buena pregunta: tendremos que volver sobre ello). En todo caso, debido a su rechazo mayoritario del exhibicionismo actoral y de las prácticas del disfraz, son o parecen grises. De hecho, quienes eligen como práctica política y cultural el exhibicionismo y la pasarela les acusan de esa grisura como si fuera una culpa: baste pensar en las ofensas descaradas que lanzó contra hombres como Giolitti y Nitti otro grande, grandísimo «ridículo» («digno de burla», ibid) de principios del siglo XX italiano, Gabriele d'Annunzio.
Por consiguiente, si no me equivoco, la pregunta principal de este razonamiento debería ser la siguiente: ¿cómo es posible que algo que razonablemente, y en condiciones normales, sólo habría podido provocar risa, en ciertos momentos de la historia europea de principios del siglo XX (sobre todo, lamentablemente, alemana e italiana) se convirtiera en un componente fundamental del éxito político de un individuo y de la subsiguiente catástrofe cultural? (y, claro está, viceversa, para ser más exactos, porque el proceso se mueve a la vez en ambos sentidos). Ya hubo quien intentó definir las dinámicas de la que, en última instancia, habría que considerar como una auténtica perversión histórico-social, un morbo de los pueblos: y, si parva licet, nos atrevemos a implicarle. Thomas Mann advirtió desde el principio el carácter ridículo y grotesco del experimento nazi: para él Hitler, el Gran Dictador, es en realidad «un turbio sinvergüenza», «un obseso infame», «un bandido», el «astuto explotador de la crisis mundial», un «perro rabioso atado con cadena», una «garra de histérico cerrada en un puño», un «vagabundo infernal » (observación de pasada: nunca salió nada parecido de la pluma de ningún gran intelectual italiano de la época, lo cual no es suficiente para marcar de forma indeleble rasgos y vocaciones de ambas culturas).
Añadiría algo más –limitándome al pasado– sobre lo que han dicho los grandes cómicos, desde Petrolini hasta Chaplin, de la impura, envilecida comicidad de los miserables payasos que intentaron hacerles la competencia, pero lo dejaremos para la próxima entrega.
Para explicar cómo pudo ese disparatado y exagerado «ridículo» seducir a un pueblo de gran cultura como el alemán, Mann recurre a dos tipos de motivaciones, que también pueden sernos útiles a nosotros. Por un lado, una crisis de democracia: su incapacidad para resolver los problemas de aquella sociedad en aquella fase histórica concreta.
Es justamente esa incapacidad la que, desde el punto de vista masivo, despeja el camino a la pérdida de todo sentido del ridículo (esto es, en otras palabras: a toda percepción razonable de los valores). Por otro, se produce lo que yo llamaría una degeneración masiva de la propia opción y lógica democrática, la inversión de las prácticas normales de consenso, que se rigen por la ley, a una especie de explosión de instintos neobárbaros, que ya no sabe distinguir la luz de la razón (como vemos, también en este caso el proceso se mueve en ambas direcciones al mismo tiempo, de arriba abajo y de abajo arriba). Escuchemos las palabras increíblemente lúcidas de Mann: «La inmensa oleada de barbarie excéntrica y de vulgaridad primitiva, plebeyamente democrática, producto de impresiones violentas, desconcertantes y al mismo embriagadoras y estimulantes para los nervios, que está arrollando a la humanidad» (de Appel and die Vernunft: esto es, «Una súplica a la razón», un título que ya es todo un programa, considerando que el discurso es de octubre de 1930, cuando los alemanes todavía habrían podido tomarlo en cuenta, pero no lo hicieron).
Por lo tanto, parafraseando, si es que lo logramos, podríamos decir que el ridículo como instrumento de seducción política es señal infalible del abandono de la tradición y del ámbito democráticos y de la apertura de una nueva e inquietante franja de experiencias que, llámese dictadura o democracia autoritaria, tienden, de una forma u otra, a traspasarlos; la pérdida masiva del sentido del ridículo es la prueba más genuina de la degeneración de un pueblo en una mezcla de individuos separados, enajenados por la fascinación de un –esencialmente replicante, si bien formalmente mutante– «obseso infame» cualquiera. Entendámonos, el ridículo es un poco como el mal olor: no todos lo notan en el mismo momento, y hay quien no lo nota nunca. Es decir, por definición (definición cultural y política) ser capaces de notarlo –esto es, lo que normalmente solemos llamar sentido del ridículo– es de por sí un hecho elitista, es difícil que las masas den con él por sí mismas. Pero cuando las masas lo han perdido por completo quiere decir que las elites han sido totalmente derrotadas, y entonces se despeja el camino a la hegemonía del «bufón». En fin, se trata siempre del mismo tema, mejor dicho, del mismo proceso, aunque se puede declinar de varias maneras.
Para poder reírse de sus incomparables «ridículos» de antaño, los alemanes y los italianos han necesitado una espantosa guerra, a lo largo de la cual los oropeles han ido cayendo uno detrás de otro, los uniformes carnavalescos se han hecho jirones y la mueca oculta tras la máscara se ha mostrado en todo su horror: aún no se podía volver a reír de ello, se hizo a posteriori, mucho más tarde, cuando ya en realidad no hacía ninguna falta, porque sencillamente ya no había de qué reírse. ¿Qué catástrofe hemos de esperarnos (y de desear) para que los italianos puedan reírse del «ridículo» que hoy les gobierna?
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