Una pequeña luz roja - Sobre el fascismo israelí

Uri Avnery
CounterPunch
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
29/04/09

Tal vez Avigdor Lieberman sea sólo un episodio pasajero en los anales del Estado de Israel. Tal vez el fuego que trata de prender sólo eche algunas llamas y se apague solo. O tal vez las investigaciones policiales del grave affaire de corrupción del que se le sospecha lo eliminen de la esfera pública.

Pero lo contrario también es posible. La semana pasada prometió a sus acólitos que las próximas elecciones lo llevarán al poder.

Tal vez Lieberman resulte ser un “Israbluf” (un término que él mismo gusta de utilizar), y se revele que tras la espantosa fachada no hay más que un impostor común.

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Puede que este Lieberman verdaderamente desaparezca, y sea reemplazado por otro Lieberman todavía peor.

De todos modos, debemos enfrentar francamente el fenómeno que representa. Si alguien cree que sus declaraciones suenan fascistas, tendrá que preguntarse si existe la posibilidad de que un régimen fascista pueda llegar al poder en Israel.

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La premonición INICIAL es un resonante NO. ¿En Israel? ¿En el Estado Judío? ¿Después del Holocausto que trajo consigo el fascismo nazi? ¿Hay quién pueda imaginar que los israelíes se conviertan en algo semejante a los nazis?

Cuando Yeshayahu Leibowitz acuñó, hace muchos años, el término “judeo-nazis,” hubo un estallido en todo el país. Incluso muchos de sus admiradores pensaron que el turbulento profesor había ido demasiado lejos.

Pero las consignas de Lieberman lo justifican en retrospectiva.

Algunos desechan el logro de Lieberman en las recientes elecciones. Después de todo, su partido “Israel es nuestra casa” no es el primero que surge de la nada y gana impresionantes 15 escaños. Exactamente la misma cantidad que fue conseguida por el partido Dash del general Yigael Yadin en 1977 y por el partido

Shinui de Tommy Lapid en 2003 – y ambos desaparecieron pronto sin dejar rastros.

Pero los votantes de Lieberman no son como los de Yadin y Lapid, que eran ciudadanos comunes aburridos con ciertos aspectos particulares de la vida israelí. Muchos de sus votantes son inmigrantes de la antigua Unión Soviética, que ven a su “Ivett,” inmigrante de la ex república soviética de Moldavia, como representante de su “sector.” Aunque muchos de ellos llevaron consigo de su antigua patria una visión del mundo derechista, antidemocrática e incluso racista, no plantean de por sí un peligro para la democracia israelí.

Pero el poder adicional que convirtió al partido de Lieberman en la tercera facción por su tamaño en la nueva Knesset [parlamento] vino de otro tipo de votante: jóvenes nacidos en Israel, mucho de los cuales acababan de participar en la Guerra de Gaza. Votaron por él porque creían que expulsaría a los ciudadanos árabes de Israel, y a los palestinos fuera del todo el país histórico.

No son gente marginal, fanática o desfavorecida, sino jóvenes normales que terminaron la escuela secundaria y sirvieron en el ejército, que bailan en discotecas y quieren formar familias. Si gente semejante vota en masa por un racista declarado con un pungente olor a fascista, el fenómeno no puede ser ignorado.

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Hace cincuenta años escribí un libro llamado “La esvástica”, en el que describí cómo los nazis se apoderaron de Alemania. Me ayudaron mis recuerdos de infancia. Tenía 9 años cuando los nazis llegaron al poder. Presencié las agonías de la democracia alemana y los primeros pasos del nuevo régimen antes que mis padres, en su infinita sabiduría, decidieran escapar y asentarse en Palestina.

Escribí el libro en vísperas del juicio de Adolf Eichmann, después de darme cuenta que la joven generación en Israel sabía mucho sobre el Holocausto pero casi nada sobre la gente que lo provocó. Lo que me ocupó más que nada fue la pregunta: ¿Cómo pudo un partido tan monstruoso llegar democráticamente al poder en uno de los países más civilizados del mundo?

El último capítulo de mi libro se llamaba “Puede pasar aquí.” Era una paráfrasis del título de un libro del escritor estadounidense Sinclair Lewis, “Eso no puede pasar aquí” en el que describió precisamente cómo podría pasar en EE.UU.

Argumenté en el libro que el nazismo no es una enfermedad específicamente alemana, que en ciertas circunstancias cualquier país del mundo podría ser infectado por ese virus – incluido nuestro propio Estado. A fin de evitar ese peligro, hay que comprender las causas subyacentes para el desarrollo de la enfermedad.

Cuando se afirma que estoy “obsesionado” por este tema, que veo ese peligro amenazando en cada esquina, respondo: No es verdad. Durante años he evitado discutir ese tema. Pero es verdad que llevo en mi cabeza una pequeña luz roja que se enciende cuando siento el peligro.

Esa luz está centellando.

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¿Qué hizo que brotara la enfermedad nazi? ¿Qué hizo que brotara en un cierto momento y no en otro? ¿Por qué en Alemania y no en otro país con problemas similares?

La respuesta es que el fascismo es un fenómeno especial, diferente de cualquier otro. No es una “extrema derecha”, una extensión de actitudes “nacionalistas” o “conservadoras”. El fascismo es en muchos sentidos lo opuesto del conservadurismo, aunque pueda aparecer en un disfraz conservador. Tampoco es una radicalización del nacionalismo ordinario y normal, que existe en toda nación.

El fascismo es un fenómeno único y tiene características únicas: la noción de ser una “nación superior”, la negación de la humanidad de otras naciones y minorías nacionales, un culto del líder, un culto de la violencia, el desdeño por la democracia, una adoración de la guerra, el desprecio por la moral convencional.

Todos estos atributos crean en conjunto el fenómeno, que no tiene una definición científica concertada.

¿Cómo llegó a suceder?

Cientos de libros han sido escritos sobre el tema, se han presentado docenas de teorías, y ninguna de ellas es satisfactoria. Con toda humildad propongo mi propia teoría, sin pretender que sea más válida que ninguna de las otras.

Según mi percepción, una revolución fascista estalla cuando una personalidad muy especial encuentra una situación nacional muy especial.

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También se han escrito muchos libros sobre la personalidad de Adolf Hitler. Casa fase de su vida ha sido examinada bajo el microscopio, cada una de sus acciones ha sido discutida incansablemente. No hay secretos sobre Hitler, pero Hitler ha seguido siendo un enigma.

Uno de sus rasgos más obvios fue su patológico antisemitismo, que fue mucho más allá de toda lógica. Lo acompañó hasta la última hora de su vida, cuando dictó su testamento y se suicidó. En los momentos más desesperados de su guerra, cuando sus soldados en el frente clamaban por refuerzos y suministros, valiosos trenes fueron desviados para transportar judíos a los campos de la muerte. Cuando la Wehrmacht [ejército alemán] sufría una atroz falta de casi todo, trabajadores judíos fueron sacados de fábricas esenciales y enviados a la muerte.

Se han sugerido muchas explicaciones para su patológico antisemitismo, y todas han sido desmitificadas. ¿Quería Hitler vengarse de un judío del que se sospechaba que haya sido su verdadero abuelo? ¿Odiaba al doctor judío que trató a su adorada madre antes que muriera? ¿Era un castigo por el director judío de la escuela de arte que no reconoció su genio? ¿Odiaba a los judíos pobres que encontró cuando carecía de vivienda en Viena? Todo esto ha sido examinado y fue considerado insatisfactorio. El enigma persiste.

Lo mismo vale para sus otros puntos de vista y atributos personales. ¿Cómo logró el poder de hipnotizar a las masas? ¿Qué poseía que hizo que tanta gente, de todo tipo, se identificara con él? ¿De dónde surgieron sus desenfrenadas ansias de poder?

No lo sabemos. No existe una explicación completa y satisfactoria. Sólo sabemos que entre los millones de alemanes y austríacos que vivieron en esos días, y de los miles que crecieron en circunstancias similares, hubo (que sepamos) un solo Hitler, una persona única. Para pedir prestado un término a la biología: fue una mutación única.

Pero ese único Hitler no se habría convertido en una personalidad histórica si no hubiera encontrado una Alemania en circunstancias únicas.

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Alemania a fines de la república de Weimar también ha sido tema de numerosos libros. ¿Qué hizo que el pueblo alemán adoptara el nazismo? ¿Causas históricas, con raíces en la terrible catástrofe de la Guerra de los Treinta Años o incluso eventos anteriores? ¿El sentido de humillación después de la derrota en la Primera Guerra Mundial? ¿La cólera contra los vencedores, que hicieron morder el polvo a Alemania e impusieron inmensas indemnizaciones? ¿La terrible inflación de 1923, que eliminó los ahorros de clases enteras? ¿La Gran Depresión de 1929, que echó a la calle a millones de alemanes decentes y diligentes?

Esa pregunta, tampoco ha encontrado una respuesta satisfactoria. Otra gente también ha sido humillada. Otros pueblos han perdido guerras. La Gran Depresión afectó a docenas de países. También en EE.UU. y en el Reino Unido, millones fueron despedidos de sus puestos de trabajo. ¿Por qué el fascismo no tomó el poder en esos países (con la excepción de Italia, claro está)?

A mi juicio, la chispa fatal fue encendida en un momento aciago en el que un pueblo listo para el fascismo encontró al hombre que tenía los atributos de un líder fascista.

¿Qué habría sucedido si Adolf Hitler hubiera muerto en un accidente automovilístico en el otoño de 1932? Tal vez otro líder nazi habría llegado al poder – pero el Holocausto no hubiera ocurrido, y tampoco, probablemente, la Segunda Guerra Mundial. Sus probables reemplazantes – Gregor Strasser, quien era No. 2, o Hermann Goering, el as piloto adicto a la morfina – eran ciertamente nazis, pero ninguno de ellos fue un segundo Hitler. Carecían de su personalidad demoníaca.

¿Y qué habría pasado si Alemania no hubiera caído en una profunda desesperación? Las potencias occidentales podrían haber detectado el peligro a tiempo y ayudado a la reconstrucción de la economía alemana y a reducir el desempleo. Podrían haber abrogado el infame Tratado de Versalles, impuesto por los vencedores después de la Primera Guerra Mundial, y permitido que los alemanes recuperaran su autorespeto. La república alemana podría haber sido salvada, los dirigentes morales, que Alemania tenía en gran cantidad, podrían haber recuperado su rol dirigente.

¿Qué habría pasado entonces? Adolfo Hitler, a quien el ampliamente adorado presidente del Reich, mariscal de campo, había llamado desdeñosamente “el cabo bohemo”, habría seguido siendo un pequeño demagogo en los márgenes lunáticos. El Siglo XX habría sido muy diferente. Decenas de millones de víctimas de la guerra y seis millones de judíos no habrían perdido la vida, sin llegar a saber lo que podría haber pasado.

Pero Hitler no murió temprano y el pueblo alemán no fue salvado de su destino. Se encontraron en un momento crucial, y estalló la chispa, encendiendo el detonador que condujo a la histórica explosión.

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Un encuentro tan desafortunado no se limita, evidentemente, al fascismo. Ha ocurrido en la historia en otras circunstancias y a otras personas.

Winston Churchill, por ejemplo. Sus estatuas salpican el paisaje británico, y es considerado uno de los más grandes dirigentes británicos de todos los tiempos.

Sin embargo, hasta fines de los años treinta, Churchill fue un fracaso político. Pocos lo admiraban, y menos todavía lo apreciaban. Muchos de sus colegas lo detestaban de todo corazón. Era considerado un ególatra, un arrogante demagogo, un borracho errático. Pero en un momento de peligro existencial, los británicos encontraron en su persona su portavoz y al líder que tomó sus destinos en sus manos. Pareció como si en los primeros 65 años de su vida, Churchill hubiera estado preparándose para ese momento, y como si Gran Bretaña hubiera estado esperando precisamente a ese hombre.

¿Habría sido diferente la historia si Churchill hubiera muerto el año antes de trombosis coronaria, cáncer al pulmón o cirrosis del hígado, y Neville Chamberlain hubiera continuado en el poder? Ahora sabemos que él y sus colegas, incluido el influyente ministro de exteriores, Lord Halifax, consideraron seriamente la aceptación de la oferta de paz de Hitler de 1940, basada en la partición del mundo entre los imperios alemán y británico.

O Lenin. Si el estado mayor imperial alemán no hubiera suministrado el famoso tren sellado para llevarlo de Zurich a Suecia, de donde siguió a San Petersburgo, ¿habría tenido lugar la revolución bolchevique, que cambió la cara del Siglo XX? Es verdad que Trotsky llegó antes que él, y también Stalin. Pero ninguno de los dos era un Lenin, y sin Lenin es muy posible que no hubiera tenido lugar, y ciertamente no tal como lo hizo.

Tal vez se podría agregar a esta lista a Barack Obama. Una persona muy especial, de origen y carácter únicos, que tuvo un profético encuentro con el pueblo estadounidense en un momento importante de su destino, cuando estaba sufriendo dos crisis al mismo tiempo – la económica y la política – que proyectan sus sombras sobre todo el mundo.

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Volvamos a Israel. ¿Se acerca el Estado de Israel a una crisis existencial – moral, política, económica – que lo convertiría en una nación en peligro? ¿Es posible que Lieberman, o alguien que tome su lugar, resulte ser una personalidad demoníaca como Hitler, o por lo menos Mussolini?

En nuestra situación actual hay algunos indicios peligrosos. La última guerra mostró una decadencia mayor de nuestros estándares morales. El odio hacia la minoría árabe de Israel aumenta, y también el odio hacia el pueblo palestino ocupado que sufre una lenta estrangulación. En algunos círculos, el culto de la fuerza bruta gana en fuerza. El régimen democrático está en una crisis sin fin. La situación económica puede caer en el caos, de modo que las masas lleguen a ansiar un “hombre fuerte”. Y la creencia en que somos un “pueblo elegido” ya está profundamente arraigada.

Puede que esos indicios no lleven necesariamente al desastre. La historia está llena de naciones en crisis que se recuperaron y volvieron a la normalidad. Aparte del Hitler real, que ascendió a alturas históricas, hubo probablemente cientos de otros Hitler, no menos dementes y no menos talentosos, que terminaron sus vidas como cajeros de bancos o escritores frustrados, porque no encontraron una oportunidad histórica.

Tengo mucha fe en la resistencia de la sociedad israelí y de la democracia israelí. Creo que tenemos fuerzas ocultas que saldrán a la luz cuando más falta haga.

Nada “tiene” que pasar. Pero todo “puede” pasar. Y la pequeña luz roja no dejará de centellear.

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Uri Avnery es escritor israelí y activista por la paz en Gush Shalom. Es colaborador del libro de CounterPunch: “The Politics of Anti-Semitism.”

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