La demencia belicista de EEUU

Azmi Bishara
Al Ahran Weekly
Traducido del inglés por Sinfo Fernández para Rebelión
18/11/07

Un general del Pentágono que regresara hoy en día a su puesto de trabajo tras 20 años de retiro se quedaría en gran medida sorprendido. Hace dos décadas que su país salió victorioso del orden comunista internacional tras cuarenta años de enfrentamiento político, cultural, económico y de servicios de inteligencia que derivó en innumerables conflictos, revoluciones y golpes en diversas zonas del globo, y durante los cuales su agencia había invertido toda su energía y recursos. Por eso, él se había marchado en los años dorados confiando en que los EEUU estaban más a salvo y más seguros ahora que se había superado lo que Ronald Reagan había apodado como “Imperio del Mal”. Su confianza se habría visto fortalecida por el hecho de que los últimos proyectos de ley sobre distribución de armas que el presidente había sometido al Congreso alcanzaban la suma de medio millón de billones en valor actual, lo que hizo que la destrozada economía soviética corriera a emprender otra carrera de armamento. Imaginen la sorpresa de ese general retirado, veinte años después de que su gobierno enterrara a ese enemigo en aras a la libertad y estilo estadounidense de vida, al ver que el presidente actual, para el año 2008, ha pedido al Congreso que apruebe en esta era de paz un presupuesto militar equivalente, en términos actuales, al volumen del presupuesto de 1987, es decir, alrededor de unos 505.000 millones de dólares.

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El presupuesto militar estadounidense equivale a la suma de todos los presupuestos militares del resto del mundo y es cinco veces mayor que los presupuestos militares conjuntos de los países que EEUU ha identificado como sus enemigos potenciales (según expone un artículo de Richard Betts, director del Instituto Saltzman de Estudios sobre la Paz y la Guerra, que apareció en el Chicago Sun-Times del 28 de octubre pasado).

Ahora bien, los escépticos pueden sostener que la comparación antes mencionada es injusta porque no tiene en cuenta la necesidad de costes excepcionales para subvencionar las actuales guerras en Iraq y Afganistán. A esto podría uno responder, en primer lugar, que Iraq y Afganistán no suponen ninguna “excepción”. En EEUU, a cualquier anciano de ochenta años de edad le resultaría difícil recordar un período de tiempo durante el cual su país no estuviera en guerra o haciendo preparativos para una guerra. A diferencia de los primeros ciento cincuenta años de la historia estadounidense, los últimos ochenta son un continuo historial de movimientos entre un conflicto o intervención militar a otro en el curso de lo que podría describirse como el acuciante despliegue del Imperio estadounidense que hoy contemplamos. En segundo lugar, las invasiones de Iraq y Afganistán se están financiando mediante presupuestos de gastos suplementarios fuera del presupuesto federal. Si al proyecto de presupuesto para defensa de 2008 se le añadieran los 142.000 millones de dólares ya canalizados hacia esas guerras, se llegaría a los 650.000 millones de dólares, lo que supone un 25% más que el presupuesto militar estadounidense para 1968, en el cenit de la guerra fría y la carrera armamentista, en el momento en el que los EEUU estaban implicados en la intervención militar más feroz de su historia: la guerra de Vietnam.

Desde luego, el presupuesto de defensa estadounidense está conformado por otros afanes además de la necesidad de financiar al ejército y las actuales guerras del país. Un incentivo poderoso es la investigación y el desarrollo científico y tecnológico, especialmente en áreas que son intercambiables entre las industrias civil y militar, y las inversiones, sin las que las firmas estadounidenses más importantes no podrían mantenerse a flote en la lucha capitalista por la supervivencia. A pesar de la existencia o naturaleza de las amenazas percibidas para la seguridad nacional estadounidense, el presupuesto militar y la investigación tecnológica y el complejo productivo forman un pilar esencial de la economía imperial. Crean puestos de trabajo, desarrollan industrias civiles y, en sentido general, bombean vitalidad a toda la maquinaría. Es decir, contrariamente a las proclamas de los expertos en economía de libre mercado de que ese desarrollo industrial, científico y tecnológico avanza con rapidez sin la intervención del estado, es éste, de hecho, el que aporta todo el peso en la investigación, desarrollo y producción de infraestructuras. Ese es uno de los factores que le han aportado a EEUU una serie de ventajas, en muchas áreas, sobre otros países.

El presupuesto militar estadounidense no sólo se destina a financiar la investigación para desarrollar escudos de misiles antibalísticos, para combatir el shock psicológico y los síndromes de stress, sino también a impulsar la propaganda estatal y toda la maquinaria de los medios de comunicación. Con el desarrollo de la tecnología de mando cibernética, la investigación mediante la cibernética sofisticada ha recibido tan enorme porción de desembolsos para gastos de defensa, que ha hecho que las ciudades estadounidenses compitan unas con otras para albergar las bases y sedes de centros de investigación dedicados a proteger las redes de ordenadores y datos de las agencias y bancos gubernamentales, incluso los del Pentágono, frente a piratas informáticos y virus, que, según parece, van a convertirse en las próximas y más poderosas armas del “terrorismo global” contra Occidente. Como ocurre con todos los saltos tecnológicos importantes, las consecuencias de la inversión en la investigación y desarrollo cibernéticos supondrán, ciertamente, tanto beneficios como inconvenientes para las generaciones futuras.

Lo que nos preocupa ahora es que aunque esta dinámica económica no puede exactamente instrumentalizarse para incitar de forma activa a los EEUU hacia conflictos militares a través de los lobbys que representan a los miembros constituyentes del complejo militar-industrial e investigativo, sí sirve al menos para exacerbar las tensiones internacionales, magnificar las amenazas y trabajar en general para crear un clima que conduzca a actividades más rentables. Al igual que el establishment de los medios de comunicación y de la política sionista, también el establishment económico-militar estadounidense tiene sus propios representantes, periodistas, organizaciones y personal en Washington. Me atrevería a decir que hay alguna ley tácita que les dice que exageren la fortaleza del enemigo y que aviven las tensiones y que, cuando las cosas empiecen a entrar en una espiral incontrolable, presenten entonces los hechos como una forma de conspiración. En cualquier caso, no albergo duda alguna de que las declaraciones de Bush sobre la inminente capacidad de los misiles iraníes para alcanzar objetivos en los EEUU y el espectro de una tercera guerra mundial si Irán consigue la bomba nuclear, así como los comentarios de Rice de que Irán representa el mayor de los peligros para la seguridad nacional estadounidense, recorrerán un largo camino hasta satisfacer las ansias de inmensas asignaciones presupuestarias del establishment económico-militar estadounidense.

Todo lo cual nos lleva a otro mundo, a la otra cara del progreso: la escalada se produce por razones que se quieren presentar como “racionales”, en el sentido de que parecen presentar argumentos lógicos para justificar asignaciones militares o, quizás, para seguir avanzando en el control de las mayores reservas petrolíferas del mundo o para servir a los intereses de Israel. En realidad, sin embargo, esas racionalizaciones explotan ideas e imágenes estereotípicas que están lejos de ser racionales. Los estereotipos pueden existir ya de forma latente, pero se magnifican y canalizan decididamente a través de la prensa, del politiqueo populista, de las películas de factoría Hollywood y de otros medios hasta que llegan a conformar una cultura dominante. Es en esta constante movilización subliminal de las masas donde se localiza el otro impulso hacia el progreso tecnológico.

Con todo, uno no puede sino comentar la gran cantidad de mentiras deliberadas o mitos que sin querer se mantienen sobre los países y pueblos objeto de esas campañas. Son una serie de mentiras y mitos que se presentan para incrementar las tensiones, con un ojo puesto en el posible recurso a la fuerza, en particular contra aquellos países que se resisten a la hegemonía imperial y luchan por promocionarse ellos mismos como potencias dentro de sus áreas geográficas. A pesar de nuestra propia opinión respecto a esos países, seguramente hay algo perverso cuando repetimos las proclamas y estereotipos que la máquina de propaganda estadounidense produce. Después de todo, ¿por qué tendría que aceptar alguien del Tercer Mundo la premisa de que EEUU está capacitado para determinar quién puede o no puede poseer energía nuclear y quién puede, o no, suponer una amenaza si la posee? En primer lugar, EEUU es el único país que ha utilizado armas nucleares desde que se inventó la tecnología que las facilita; en segundo lugar, esas armas se utilizaron contra ciudades densamente pobladas; y en tercer lugar, esto ocurrió cuando se dispuso en solitario del monopolio sobre esa tecnología. Incluso después de que otros países se unieran al club nuclear, ese ejemplo ha permanecido como el único en la historia de la utilización de las armas nucleares. Ningún país socialista las usó nunca, ni siquiera en vísperas del colapso de ese orden. Ni tampoco ningún país islámico, ni la India, ni cualquier otro país. Sólo los EEUU se han colocado ese laurel.

Pero en lugar de alarmarnos frente a la audacia de estarse proclamando como juez único en asuntos de proliferación nuclear, y en lugar de horrorizarnos ante el monopolio de Israel en esta región, tanto en relación a la energía nuclear como a las armas nucleares, nos llenamos de sarcasmo para dirigirnos al “ingenuo” intento de Mohamed Al Baradei de mantener la autoridad de la Agencia Internacional para la Energía Atómica (AIEA), de la cual EEUU fue padre fundador. El laureado Premio Nóbel, a quien Occidente había aclamado virtualmente como héroe, cree que debería ser la AIEA quien determinara cómo inspeccionar la tecnología nuclear si se alcanza un acuerdo con Irán y cómo actuar si no se llega a dicho acuerdo. Esto parece perfectamente razonable. Pero los comentaristas políticos y los medios se han alineado inmediatamente con los antojos y caprichos nacidos de la arrogancia del poderío estadounidense. Es impactante comprobar cómo se ha asumido sin crítica alguna el discurso político estadounidense. Y ciertamente que es político; lo que significa que no es neutral y que se llegará a las conclusiones que EEUU quiere que todo el mundo endose.

Cualquiera que acepte el precedente de etiquetar de organización terrorista a la agencia gubernamental oficial de un país sin que esta etiqueta se le esté aplicando a ninguna otra agencia gubernamental en el mundo, ni siquiera a ciertas agencias israelíes que tienen una extensa historia de planificación y prácticas terroristas, caerá, al hacer cualquier categorización, en el sistema vinculante estadounidense de criterios imperantes frente a los que no hay nada que hacer con los estándares objetivos, pero sí mucho que hacer frente a la formulación de pretextos de Washington para hacer exactamente lo que le da la gana. Los argumentos de Washington convencen a muy pocos en el extranjero. Pero esto no le importa nada, ya que tiene capacidad y poder para hacer aplicar sus definiciones a la fuerza. Casi llegó a intervenir militarmente en Darfur sobre la base de la clasificación (y la del lobby sionista) que hizo definiendo la horrible violencia allí existente entre tribus agrícolas y nómadas como “genocidio árabe contra los africanos” –un conflicto que sucesivos gobiernos sudaneses han explotado de diferentes formas mediante sus cambiantes alianzas-.

Los opositores a la política estadounidense no llegarán a parte alguna tratando de convencer a los EEUU de los errores de sus definiciones. Su única oportunidad de éxito reside en su habilidad para persuadirles de que al poner en marcha sus definiciones en un determinado escenario, pondrán en riesgo sus intereses en otro. Esto es algo que no puede llevarse a cabo en una conferencia académica sobre terrorismo y sus definiciones. Defenderse del apogeo natural de una política de confrontación y de la movilización y guerra psicológica concomitantes requiere de una lucha sostenida. También supone un cierto tipo de conciencia. Hay diferencia entre adoptar una postura contra la guerra en Irán, mientras se critica a la vez la política iraní, y la postura contra la guerra en Iran mientras se culpa a Ahmadineyad por exponerse a la agresión estadounidense. La segunda posición es, actualmente, una forma elegantemente confusa de apoyar la guerra. Y se engrana muy bien con la posición estadounidense, la cual, oficialmente al menos, no defiende la guerra a toda costa sino que dice más bien que si Irán no acepta determinadas condiciones, será entonces responsable de las consecuencias.

Pocos países, incluido Israel, siguen en pie de guerra sin ofrecer justificaciones variadas. La diferencia en este caso es que algunas personas están coreando, en esta parte del mundo, las justificaciones de EEUU para ir a la guerra contra Irán. Imagino que, en parte, este eco de la posición estadounidense tiene sus orígenes en un curioso argumento que mantiene que EEUU es un país disparatado y que su presidente está majareta, y por eso otros gobiernos acertarían al hacer lo que él dice porque, si así no lo hacen, sus dirigentes serán responsables de las catástrofes que sobrevengan sobre sus propios países. De repente se espera que todos aquellos gobiernos del mundo que son habitualmente acusados de ser irracionales sean más racionales que la única superpotencia mundial y que el hombre que la dirige. Pero si la política exterior estadounidense es realmente tan irracional, este hecho debe ser seguramente una sólida razón para oponerse a ella, porque para lo único que sirve el argumento antes mencionado es para ayudar y amparar una forma de chantaje internacional.

Oponerse a la guerra, como se ha señalado antes, requiere una acción sostenida. No es momento para argumentos estériles sino para construir una coalición por la paz o un movimiento en contra de la guerra, que en algún lugar del mundo ha de estar ya tomando forma, aunque todavía no en esta región.

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