El informante de Guantánamo
Tim Golden, The New York Times - El Sábado (17-11-2007)
Matthew Diaz había surgido desde abajo. Tenía a su padre preso y condenado a muerte, pero él estaba haciendo una brillante carrera en la Armada y se había titulado de abogado. Hasta que llegó a Guantánamo y todo cambió: decidió que había que denunciar los abusos que allí se cometían.
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Bien avanzada la noche del domingo 2 de enero de 2005, el teniente comandante Matthew Diaz se instaló en su escritorio en el centro de detención estadounidense en la Bahía de Guantánamo, Cuba, para dedicarse a un nuevo proyecto.
A menudo trabajaba a altas horas de la noche. Desde la época en que Diaz se enlistó en el Ejército a los 17 años, el trabajo duro había sido su característica. Había obtenido un título en el college mientras servía como sargento de artillería y terminado la escuela de Derecho un semestre antes, mientras conducía un camión postal los fines de semana. En 10 años como abogado de la Armada, sus evaluaciones habían sido sobresalientes. A medida que su período de seis meses en Guantánamo llegaba a su fin, su labor como asesor legal adjunto en ese lugar al parecer era más de lo mismo.
Sin embargo, la tarea que absorbía a Diaz esa noche de enero lo estaba llevando por un camino diferente. Instalado en un computador seguro, imprimió página tras página de información clasificada. Cuando estuvo listo, había reunido un documento de 39 hojas. En letras minúsculas, hizo una lista con los nombres, números de serie carcelarios y otra información de cada uno de los 551 hombres que en ese entonces Estados Unidos tenía detenidos en Guantánamo.
El gobierno quería mantener la información en secreto. Seis meses antes, la Corte Suprema había estremecido al gobierno de Bush al defender el derecho de los prisioneros en Guantánamo a desafiar su detención mediante recursos de amparo. Pero el gobierno siguió diciendo que ellos no tenían "derechos legales" y específicamente no tenían derecho a un abogado. Funcionarios del Pentágono explicaron que estaban reteniendo los nombres de los prisioneros por la propia seguridad de ellos. Pero mantener los nombres en secreto hacía que los abogados tuvieran más dificultades para presentar recursos en nombre de los prisioneros y debatir las afirmaciones oficiales de que virtualmente todos los hombres eran terroristas.
La indignación de Diaz ante las políticas del gobierno había ido en aumento desde su llegada a Guantánamo. No tenía dudas de que había hombres peligrosos ahí. Pero había llegado a creer que el Pentágono estaba describiendo falsamente cómo se trataba a los detenidos y la amenaza que presentaban algunos de ellos. Como abogado, encontró que la obstinación de la Casa Blanca era insostenible. "Siento que estoy en el lado equivocado", confidenció a un par de abogados que estaban representando a detenidos en Guantánamo.
Ahora, Diaz sabía que estaba cruzando una línea. El 14 de enero, la última noche de su estada, volvió a la oficina una vez más. Mientras sus colegas se estaban preparando para ofrecerle una comida de despedida, colocó la lista de nombres dentro de una tarjeta del Día de San Valentín que había adquirido en la misma base. Y esperaba que el sobre rojo pudiera pasar sin problemas por la oficina de correos de Guantánamo.
El sobre llegó a las oficinas de Nueva York del Centro de Derechos Constitucionales, un grupo izquierdista de defensa legal opositor a la política de Guantánamo del gobierno. Diaz había enviado la tarjeta a Barbara Olshansky, una abogada del Centro a quien no conocía. Semanas antes, ella había escrito al Pentágono para solicitar los nombres de los detenidos de modo que se pudieran ofrecer abogados para representarlos. Diaz sabía que el gobierno jamás consideraría acceder a la solicitud.
Olshansky, una mujer de 43 años, abrió la tarjeta y sospechó que era una broma. Otros abogados del Centro pensaron en una trampa del gobierno. Difícilmente se les ocurrió que alguien en el cuartel del campo de detención pudiera estar tratando de ayudarlos, me contó la abogada.
Olshansky estuvo semanas pensando qué hacer. El presidente del Centro, Michael Ratner, sugirió entregar los documentos a la prensa. Pero después de algunas consultas, ella llamó al despacho del juez de distrito federal quien presidía el juicio que llevaba ella sobre Guantánamo. Le manifestó al secretario del juez que había recibido cierta información que podría ser pertinente al caso. Le ordenaron que entregara el material al Departamento de Justicia.
El 15 de marzo de 2005, un agente federal con abrigo negro voló de Washington a Nueva York. Tomó un taxi hasta las oficinas del Centro en pleno Manhattan y le pidió que esperara mientras él iba a retirar la tarjeta y su contenido. Una vez que el FBI empezó a investigar, no tuvo problemas para estrechar la lista de posibles sospechosos. Diaz había impreso el documento desde su propio computador, había comprado la tarjeta en la base y había dejado sus huellas en la lista. En mayo pasado, Matthew Diaz era el único militar estadounidense en ser condenado y encarcelado por un acto de insubordinación dirigido a las políticas de detención del gobierno de Bush.
Este militar se había ofrecido como voluntario para ir a Guantánamo a principios de 2004, después de un año y medio como oficial legal adjunto en la Estación Naval Great Lakes, una base de entrenamiento al norte de Chicago. Su superior, el comandante Peter J. Straub, lo recomendó para un pronto ascenso, describiéndolo como "un perfecto oficial naval" y "un líder sobresaliente de integridad incuestionable". Seis buenos meses en Guantánamo contribuirían a sus posibilidades de ser comandante, le manifestó Straub.
Cuba le sonaba bien a Diaz: desafiante, no peligroso y razonablemente próximo a Jacksonville, Florida, donde vivía su hija de 12 años con su ex esposa. No cuestionaba la necesidad de las fuerzas armadas de detener a algunos terroristas sospechosos, me contó más tarde.
"Mi alejamiento de todo eso", me explicó durante su confinamiento en la prisión de la Armada en Charleston, Carolina del Sur, "se debió a que aún existía una orden del Departamento de Defensa que indicaba que se tratara humanamente a los prisioneros".
El uniformado había visto su cuota de cárceles, tanto militares como civiles. Pero nunca había visto nada como las jaulas de malla de alambre en Guantánamo. Los prisioneros se veían más tristes que temibles, aseguró.
Como abogado adjunto en la Misión Especial Conjunta en Guantánamo, Diaz tenía una visión básica de los dramas legales que se estaban desarrollando en el campo. Distribuía el correo de los abogados para los detenidos. Trataba con los fiscales y defensores que se preparaban para los procesos de la comisión militar. Con el escándalo de Abu Ghraib todavía fresco, a Diaz se le asignó la labor de hacer una planilla de cálculo para uso interno sobre los alegatos de abuso registrados en Guantánamo. Estaba preocupado, contó, pero esperaba poder lograr un impacto positivo.
Durante gran parte de su vida adulta, Diaz era la persona en su familia de quien siempre se esperaba que hiciera lo correcto. Sus padres se divorciaron en malos términos, cuando él tenía 6 años. Cuando pequeños, Diaz, su hermana mayor y sus dos hermanos menores dormían en una sola cama, se cocinaban ellos mismos y salían a comprar mercaderías cuando llegaban los cupones de comidas (que entrega el gobierno a las familias de bajos recursos).
Su único respiro se produjo unos años más tarde, cuando se fue a vivir con su padre, quien se había trasladado a California después de titularse de enfermero. Robert Diaz arrendó un cómodo rancho en las afueras de Apple Valley, una comunidad de clase media. "En cierto modo era como un paraíso", recordó el abogado.
Cuando Matthew terminaba el noveno año en Apple Valley High School, un día tocaron el timbre de la puerta y al abrirla se encontró con los asistentes del alguacil que portaban una orden de registro. Una cantidad inusual de pacientes ancianos había muerto en dos pequeños hospitales donde Robert Diaz había trabajado, varios de ellos después de sufrir violentos ataques de apoplejía. Los fiscales del condado de Riverside dijeron que los pacientes habían muerto debido a potentes inyecciones de la droga que se utilizaba comúnmente para el corazón, lidocaína. Robert, quien era nuevo en ambos hospitales, se convirtió en el principal sospechoso.
Robert nunca había tenido problemas con la ley. Nadie lo había visto inyectar a los pacientes con la droga. Ni, a pesar de los altos niveles de lidocaína no metabolizada en sus cuerpos, era seguro que hubieran sido asesinados. Pero Robert Diaz fue el único enfermero que estaba de turno cuando todos ellos murieron, y él a veces portaba jeringas previamente cargadas de lidocaína en su bolsillo. Fue arrestado en noviembre de 1981 y acusado por la muerte de 12 pacientes.
"Ahí es cuando las cosas empezaron a desmoronarse", me contó Matthew. Se mantuvo cerca de su padre, pero la defensa legal de Robert Diaz fue una debacle.
A medida que se aproximaba el juicio, Robert sugirió que Matthew considerara enrolarse en las fuerzas armadas. Casi un año más tarde, el joven estaba sirviendo en una unidad de artillería de defensa aérea en Alemania Occidental cuando vio un breve ítem sobre su padre en el periódico militar. Robert Diaz había sido condenado. El 11 de abril de 1984, el juez lo sentenció a morir en la cámara de gas.
Unos años más tarde, su padre empezó a enviarle documentos de su juicio. Diaz reunió los archivos en un Tupperware. Mientras más leía, más se convencía de que su padre era la víctima inocente de una defensa incompetente y se interesaba cada vez más en las leyes. Su esposa en esa época, Melissa Reed, señaló que la elección de su marido estuvo profundamente influenciada por el destino de su padre.
A su mejor amigo en la Escuela de Derecho, Diaz le confidenció su esperanza de que algún día pudiera ayudar a conseguir la libertad de su padre. Pero en 1992, la Corte Suprema de California rechazó la apelación de Robert Diaz al encontrar "evidencia sustancial" para su condena original. Matthew siguió intentando ayudar, acarreando con él la ruma de documentos legales de su padre mientras pasaba de un cargo a otro.
Mientras Diaz se instalaba en Guantánamo en el verano de 2004, el liderazgo militar estaba tratando de mostrar una cara más humana al mundo. Al examinar las denuncias de abuso que los prisioneros y otras personas habían estampado en Guantánamo, Diaz no vio un maltrato de la intensidad de Abu Ghraib. Algunos internos aseguraban haber sido golpeados por los guardias; algunos funcionarios informaban de interrogatorios que consideraban abusivos. Pero a medida que el archivo de denuncias crecía, indicó Diaz, las autoridades seguían sosteniendo públicamente que sólo se había confirmado una pequeña cantidad.
Se suponía que parte de la incertidumbre legal que rodeaba a los detenidos de Guantánamo iba a ser resuelta por las comisiones militares que iniciaron sus procedimientos ese verano. Pero lo que Diaz vio de las audiencias iniciales a fines de agosto no lo tranquilizó. Le pareció que un ex juez del Ejército que presidía un tribunal estaba confundido con respecto a cómo proceder. "Sea cual fuere el tema que la defensa planteara, él no tenía las respuestas", recordó. "Era vergonzoso".
Entre sus otras responsabilidades estaba el ayudar a manejar a los abogados civiles que empezaron a llegar para visitar a los prisioneros. El primero en hacerlo fue Gitanjali Gutierrez, una joven abogada de dos detenidos británicos, Moazzam Begg y Feroz Abbasi. Diaz le pidió que lo tuviera presente si sus clientes fueran llevados alguna vez a los tribunales y ella necesitara que un abogado uniformado la ayudara en la defensa.
A medida que se aproximaba el final de su estada, la frustración de Diaz iba en aumento. Los archivos de abusos de prisioneros que él y otros colegas habían recopilado ahora llenaban dos grandes carpetas. Una declaración, de un alto personero del FBI, indicaba que las autoridades militares habían ignorado denuncias de agentes de la entidad sobre crueles técnicas de interrogación.
En las declaraciones que más tarde harían al FBI, los colegas de Diaz lo describirían como profesional, afable y fácil de tratar. Este abogado militar tuvo cuidado de no desafiar el modo en que se hacían las cosas y fue prudente en cuanto a sus puntos de vista sobre Guantánamo. "Me guardaba mis opiniones", señala. Para la comunidad militar en general, él podría incluso sonar un poco oficioso también. Bajo el título "Quince minutos de fama con el teniente comandante Matt Diaz", un artículo del boletín de la misión especial Behind the Wire hablaba de un chico latino que, "abandonado a su suerte a los 17 años", se abrió paso a través de las filas y tuvo éxito como abogado de la Armada.
"¿Qué le gusta de Guantánamo?", le preguntó el entrevistador.
"Me gusta la misión", señaló. "Principalmente, todo el mundo está tratando de hacer lo correcto, y me agrada ser parte de eso y contribuir".
Una tarde de julio, mientras estábamos sentados a una mesa en la sofocante área de visita de la prisión de Charleston, le pregunté si realmente creía en lo que había dicho. Me respondió que sí, y describió a soldados y oficiales que hacían esfuerzos extraordinarios por actuar debidamente con los hombres que estaban detenidos como terroristas. "Generalmente estaban muy abajo en la cadena para constituir una diferencia", explicó. Investigadores del Pentágono que estaban preparando un informe sobre los abusos en Guantánamo ignoraron algunos de los casos que él ayudó a recopilar.
El 21 de diciembre, el Pentágono le envió a Diaz una copia de la carta de Barbara Olshansky. Ella estaba solicitando al gobierno los nombres y nacionalidades de los detenidos de modo que los abogados pudieran presentar el recurso de amparo en su nombre. En una respuesta preliminar, el gobierno escribió que los detenidos tenían otras formas para obtener una representación.
Si bien otros abogados militares creían que el campo de detención finalmente estaba empezando a abrirse a personas ajenas al recinto, a Diaz le sorprendía lo que consideraba una obstinación del gobierno.
"Sin importar lo que los tribunales determinaran, simplemente ellos seguían con sus tácticas obstruccionistas", manifestó. "Yo sabía que si no hacía nada, nadie más lo iba a hacer". Una noche entró en una base de datos interna para ver qué listas podría encontrar. Fue fácil; consiguió los nombres de cien de una vez. Diaz contó más tarde que no analizó detenidamente cómo podría recibirse la información en Nueva York. "Pensaba que entablarían una demanda en nombre de aquellos detenidos o quizás se contactarían con sus familias", me indicó.
Mientras estaba en cama una noche, pensó sobre el riesgo que correría si seguía adelante. La carrera por la cual se había esforzado tanto estaría en peligro. Él estaba muy cerca de conseguir un ascenso a comandante, o de retiro con la pensión de oficial.
Este abogado militar más tarde diría que no sabía que la información que envió por correo era clasificada. Las listas que imprimió no estaban marcadas con la palabra "Secreto", aunque las autoridades pertinentes reconocieron después que lo deberían haber estado. Sus abogados pusieron énfasis en que él tenía acceso a información ultrasecreta mucho más sensible que la que envió.
El 18 de mayo de este año, después de un juicio de una semana, un panel de siete oficiales navales condenó a Diaz por cuatro de los cinco cargos, lo que incluyó uno sobre revelación de información secreta de defensa que "se podría utilizar para perjuicio de los Estados Unidos o para ventaja de una nación extranjera". Para entonces, casi dos años y medio después que Diaz había abandonado Guantánamo, la política del plan de detención había cambiado. Los nombres de los detenidos se habían dado a conocer según el Acta de Libertad de Información. La Corte Suprema había fallado contra el gobierno una vez más, defendiendo los estándares mínimos de las Convenciones de Ginebra y anulando las comisiones militares. El Presidente declaró que le gustaría cerrar Guantánamo lo antes posible.
Diaz no testificó durante el juicio. Pero en una declaración a los jurados antes de ser condenado, parecía consumido por el remordimiento. "No quería levantar una polvareda y poner en peligro mi carrera", expresó a los jurados, que podrían haberlo enviado a la cárcel por 13 años. "Soy una deshonra. Estoy avergonzado. Desilusioné a la Armada". Después de tres horas de nuevas deliberaciones, el jurado emitió una pena notablemente leve de cárcel por seis meses y expulsión de las fuerzas armadas.
Cuando conversamos un par de meses más tarde en la prisión de Charleston, Diaz estaba menos arrepentido. Aseguró que no guardaba ningún resentimiento hacia Olshansky y el Centro de Derechos Constitucionales por entregar su tarjeta a las autoridades. Al mirar en retrospectiva, insistió en que trató de hacer lo correcto de la forma equivocada.
Ahora está revisando las transcripciones de su propio juicio –como revisó una vez las de su padre– y está trabajando en una apelación con el mismo abogado de California que manejó las apelaciones de su padre. Poco antes de su liberación de la prisión de Charleston este mes, fue despojado de su licencia para ejercer la abogacía militar. Contó que no tiene seguridad de cómo mantendrá a su familia ahora, pero que está pensando en buscar un empleo en el área de asistencia legal, aun cuando fue excluido de la barra de abogados civiles también.
En noviembre de 2006, según me confidenció, voló a San Francisco solo y condujo hasta San Quintín. Fue la primera vez que le contó a su padre sobre los cargos que enfrentaba y el riesgo de ser enviado también a la cárcel. Su padre se apenó por lo que había sucedido, pero también se sintió orgulloso de que su hijo hubiera intentado hacer lo que creía correcto.
"Él entendió", aseguró Diaz.
1 comentarios:
HOMBRES CON LA INTEGRIDAD DE DIAZ ES QUE NECESITA LOS EEUU, QUE SIN TEMOR DENUNCIEN LO QUE ES INCORRECTO,Y LA FORMA COMO UN GOBIERNO ENGAÑA A SU PAIS CON UNA COSTITUCION QUE DA VERGUENZA, LO APLAUDO Y LO ADMIRO, TIENE MI RESPERO Y CONSIDERACION, SR DIAZ QUE EL PADRE LO BENDIGA Y PROSPERE. MIGUEL MEDINA DESDE CARACAS, VENEZUELA.
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