De Pearl Harbor al 11-S: Provocaciones y pretextos para la guerra imperialista

James Petras
Traducido para Rebelión por S. Seguí
04/06/08

En una democracia imperialista, la guerra no puede declararse con un simple decreto presidencial; exige el consentimiento de unas masas fuertemente motivadas y dispuestas a aceptar los sacrificios humanos y materiales que conlleva. Los líderes imperialistas tienen que crear sentimientos de injusticia y moralidad visibles y de gran carga emocional a fin fomentar la cohesión nacional y superar la oposición natural a las muertes tempranas, la destrucción y la perturbación de la vida civil, así como la brutal militarización que acompaña a la sumisión al dominio absolutista por parte de los militares.

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La exigencia de inventarse una causa es particularmente evidente en los países imperialistas, por cuanto su territorio nacional no está amenazado. No hay un ejército de ocupación a la vista que oprima a las masas del país en su vida cotidiana. El enemigo no perturba la vida normal de cada día, como lo haría el reclutamiento forzoso. ¿Quién estaría dispuesto, en tiempo de paz, a sacrificar sus derechos constitucionales y su participación en la sociedad civil hasta sujetarse a una ley marcial que impidiera el ejercicio de todas sus libertades civiles?

La tarea de los gobernantes imperiales consiste en inventarse un mundo en el que el enemigo que vayan a atacar –por ejemplo, una potencia emergente como Japón— sea presentado como un invasor; o cuando se trate de movimientos revolucionarios –los comunistas chinos o coreanos— en guerra civil contra un gobernante satélite del imperio como un movimiento de agresión; o bien como una conspiración terrorista vinculada a movimientos antiimperialistas o anticoloniales islámicos o laicos. Las democracias imperialistas del pasado no tenían necesidad de consultar a las masas o de ganarse su apoyo en sus guerras expansionistas; contaban con ejércitos voluntarios, mercenarios y súbditos coloniales dirigidos y mandados por oficiales coloniales. Sólo con la confluencia del imperialismo, de las políticas electorales y de la guerra total surgió la necesidad de conseguir además el consentimiento y el entusiasmo que permitan llevar a cabo el reclutamiento masivo y obligatorio.

Dado que todas las guerras imperiales de Estados Unidos se han librado en ultramar, – lejos de cualquier amenaza de ataque o invasión— los gobernantes estadounidenses se hallan ante la particular tarea de conseguir un casus belli inmediato, espectacular e hipócritamente defensivo.

Con este objetivo, los presidentes de EE UU han creado circunstancias, inventado incidentes y actuado en complicidad con sus enemigos, a fin de excitar el belicoso temperamento de las masas en favor de la guerra.

El pretexto para las guerras son actos de provocación que ponen en marcha una serie de contramedidas por parte del enemigo, que luego se utilizan para justificar una movilización militar masiva por parte del imperio y legitimar así la guerra.

Las provocaciones maquinadas por los Estados requieren la complicidad uniforme de los medios de comunicación de masas en el periodo previo a la guerra abierta, es decir requieren que se presente a la potencia imperial como víctima de su propia y confiada inocencia y sus buenas intenciones. Las cuatro guerras imperiales principales libradas por Estados Unidos en los últimos 67 años recurrieron a provocaciones, pretextos e intensa propaganda por parte de los medios de comunicación de masas con el fin de movilizar a éstas en favor de la guerra. Un ejército de académicos, periodistas y expertos de los medios de comunicación reblandecen al público en preparación para la guerra por medio de escritos y comentarios demonizantes. Todos y cada uno de los aspectos de los objetivos militares se presentan como el mal total –y por ende, totalitario–, en el que hasta la más benigna política está vinculada a unos fines demoníacos del Estado en cuestión.

Dado que el enemigo en ciernes no tiene ningún lado bueno y, peor aún, dado que el Estado totalitario controla todo y a todos, no es posible ningún proceso de reforma interna o de cambio. De ahí que la derrota del mal total sólo pueda alcanzarse mediante la guerra total. El Estado y el pueblo convertidos en objetivos deben ser destruidos a fin de ser redimidos. En pocas palabras, es preciso disciplinar la democracia imperial y convertirla en un monstruo militar basado en la complicidad de las masas con sus crímenes de guerra imperial. La guerra contra el totalitarismo se convierte en el vehículo de control estatal total necesario para la guerra imperial.

En las guerras contra Japón, Corea, Vietnam y la guerra post 11 de septiembre contra un régimen nacionalista, laico e independiente de Iraq y la república islámica de Afganistán, el gobierno estadounidense, con el apoyo uniforme de los medios de comunicación y el Congreso, provocó una respuesta hostil por parte de sus objetivos y maquinó un pretexto en el que se basó la movilización masiva para unas guerras sangrientas y prolongadas.


Provocación y pretexto en la guerra contra Japón.

El presidente Franklin Delano Roosevelt (FDR) puso muy alto el listón en materia de provocación y creación de pretextos capaces de socavar el sentimiento mayoritariamente contrario a la guerra, y de unificar y movilizar el país para el conflicto. Robert Stinnett, en su brillante y documentado estudio Day of Deceit: The Truth About FDR and Pearl Harbor (El día del engaño. La verdad sobre FDR y Pearl Harbor) demuestra que Roosevelt provocó la guerra con Japón al seguir metódica y deliberadamente un programa de ocho pasos de hostigamiento y bloqueo contra Japón desarrollado por el comandante Arthur H. McCollum, director del Departamento de Extremo Oriente de la Oficina de Inteligencia de la Marina de Estados Unidos. En el estudio se presenta una documentación sistemática de los telegramas estadounidenses en los que se informaba del seguimiento de la armada japonesa hacia Pearl Harbor, que demuestran claramente que Roosevelt supo de antemano del ataque japonés a la citada base, al haber seguido cada paso de la flota japonesa a lo largo de su recorrido.

Peor aún, Stinnett revela que al almirante H.E. Kimmel, encargado de la defensa de Pearl Harbor, se le negó el acceso a los decisivos informes del espionaje estadounidenses relativos a los movimientos de aproximación de la flota japonesa, con lo que le impidió la defensa de la base. El ataque furtivo de los japoneses, que produjo la muerte de más de 3.000 militares estadounidenses y la destrucción de un gran número de buques y aviones, provocó con éxito la guerra que FDRoosevelt había deseado. En la etapa anterior al ataque, el presidente Roosevelt había ordenado la ejecución del memorando de octubre de 1940 elaborado por los servicios de inteligencia de la Marina y cuyo autor fue el citado McCollum, con las ocho medidas concretas equivalentes a acciones de guerra, entre otras el bloqueo económico de Japón, el suministro de armas a los enemigos de Japón, impedir a Tokio el acceso a determinadas materias primas de valor estratégico para su economía, y la denegación de acceso portuario, con todo lo cual se provocaba la confrontación militar. Para superar el rechazo generalizado a la guerra, Roosevelt necesitaba que Japón cometiese una acción espectacular, destructiva e inmoral contra una base militar estadounidenses claramente defensiva que convirtiese a la pacifista opinión pública norteamericana en una máquina de guerra cohesionada, indignada y biempensante. De ahí la decisión presidencial de rebajar la defensa de Pearl Harbor al negar al almirante Kimmel, datos básicos sobre el previsto ataque del 7 de diciembre de 1941. El precio pagado por EE UU fue de 2.923 muertos y 879 heridos, y una acusación y juicio contra el almirante Kimmel por negligencia. A cambio, Roosevelt consiguió su guerra. El exitoso resultado de la estrategia de Roosevelt condujo a medio siglo de supremacía imperial en la región de Asia y el Pacífico. Sin embargo, un resultado no previsto fue la derrota de las tropas imperiales japonesas y estadounidenses en China continental y en Corea del Norte por los victoriosos ejércitos comunistas de liberación nacional.


Provocación y pretexto en la guerra contra Corea

La incompleta conquista de Asia, tras la derrota del imperialismo japonés a manos de Estados Unidos, y en particular los levantamientos revolucionarios en China, Corea e Indochina, plantearon un desafío estratégico a los constructores del imperio estadounidense. La masiva ayuda financiera y militar que facilitaron a sus satélites chinos no pudo impedir la victoria del Ejército Rojo antiimperialista. El presidente Harry Truman se halló ante un grave dilema: cómo consolidar la supremacía imperial estadounidense en el Pacífico en una era de crecientes levantamientos nacionalistas y comunistas, cuando una gran mayoría de los soldados y civiles estadounidenses, hartos de guerra, exigían la desmovilización y el regreso a la vida y la economía civil. Como Roosevelt en 1941, Truman tenía que provocar una confrontación tal que pudiese dramatizarse como un ataque ofensivo contra Estados Unidos –y sus aliados– y que pudiese servir como pretexto para vencer la generalizada resistencia a otra guerra imperial.

Truman y el mando militar del Pacífico, a cargo del general Douglas MacArthur, optaron por la península de Corea como escenario para la detonación de la guerra. Durante la guerra coreano-japonesa, las fuerzas guerrilleras comunistas habían liderado la guerra de liberación nacional contra el ejército japonés y sus colaboradores coreanos. Tras la derrota de Japón, la revuelta nacional se convirtió en lucha social revolucionaria contra las clases altas coreanas, colaboradoras de los ocupantes japoneses. Tal como señala Bruce Cumings en su clásica obra The Origins of Korean War (Los orígenes de la guerra de Corea), la guerra civil precedió y definió el conflicto antes y después de la ocupación estadounidense y la división de Corea en un Norte y un Sur. Los avances políticos del movimiento nacional de masas, dirigido por los comunistas antiimperialistas junto al descrédito de los colaboradores coreanos de las fuerzas de ocupación, socavaron los esfuerzos de Truman por dividir arbitrariamente el país geográficamente. En plena guerra civil de clases, Truman y MacArthur crearon una provocación: intervinieron para establecer bases militares y un ejército de ocupación estadounidenses, y armaron a los anteriores colaboradores con la ocupación japonesa, de carácter antirrevolucionario. La presencia hostil de Estados Unidos en un mar de ejércitos antiimperialistas y movimientos sociales civiles condujo inevitablemente a la escalada del conflicto social, en el que los satélites coreanos de Estados Unidos llevaban las de perder. A medida que el Ejército Rojo avanzaba con rapidez desde sus bases en el Norte y unía sus fuerzas a los movimientos sociales revolucionarios del Sur se encontró con una feroz represión y matanzas de civiles, trabajadores y campesinos antiimperialistas a manos de los colaboradores de EE UU, de quien recibían el armamento. Ante la inminente derrota, Truman declaró que la guerra civil era realmente una invasión de los coreanos del Norte contra el territorio del Sur. Truman, como Roosevelt estaba dispuesto a sacrificar a las tropas estadounidenses colocándolas bajo el fuego directo de los ejércitos revolucionarios, a fin de militarizar y movilizar la opinión pública estadounidense en defensa de sus avanzadillas imperiales en la parte septentrional de la península de Corea.

En los preparativos de la invasión estadounidense de Corea, Truman, el Congreso y los medios de comunicación llevaron a cabo una campaña de propaganda y purga de las organizaciones pacifistas y antimilitaristas en toda la sociedad civil estadounidense. Decenas de miles de personas perdieron sus empleos, centenares fueron encarceladas y centenares de miles fueron puestos en listas negras. Los sindicatos y las organizaciones cívicas fueron copados por individuos favorables a la guerra y al imperio. La propaganda y las purgas facilitaron la propagación del peligro de una nueva guerra mundial, so pretexto de que la democracia estaba amenazada por el totalitarismo comunista en expansión. En realidad, la democracia había sido degradada en preparación de una guerra imperial destinada a sostener a un satélite y conseguir una cabeza de playa militar en el continente asiático.

La invasión estadounidense de Corea en sostén de su tiránico satélite fue presentada como una respuesta a la invasión de Corea del Norte contra Corea del Sur, y a la amenaza a nuestros soldados defensores de la democracia. Las elevadas pérdidas sufridas por las tropas estadounidenses en retirada desmintieron las declaraciones del presidente Truman de que esa guerra imperial era sólo una operación policial. A finales del primer año de la guerra imperial, la opinión pública se volvió contra la guerra y pasó a considerar a Truman como un guerrerista mentiroso. En 1952, el electorado optó por el general Dwight Eisenhower y su promesa de terminar con la guerra, y en 1953 se logró un armisticio. El uso de una provocación militar por parte de Truman para detonar un conflicto con los ejércitos revolucionarios coreanos triunfantes y luego la manipulación del pretexto de un supuesto peligro para las fuerzas estadounidenses le permitió lanzar una guerra pero no conseguir una victoria completa: la guerra finalizó con una Corea dividida. Truman abandonó la presidencia en desgracia y descrédito, y en la opinión pública predominó el antibelicismo durante el siguiente decenio.


El pretexto del incidente del golfo de Tonkín y la guerra de Indochina

La invasión y la guerra de Estados Unidos contra Vietnam forman parte de un proceso prolongado que comenzó en 1954 y duró hasta la derrota final de 1975. De 1954 a 1960 Estados Unidos envió asesores militares para entrenar el ejército del corrupto, impopular y fracasado régimen colaboracionista del presidente Ngo Dinh Diem. Con la elección del presidente John F. Kennedy, Washington aumentó drásticamente el número de asesores militares, comandos –los llamados boinas verdes– y escuadrones de la muerte (Plan Phoenix). A pesar de la intensificación de la participación estadounidense y su papel preponderante en la dirección de las operaciones militares, el subalterno ejército survietnamita estaba perdiendo la guerra contra Fuerzas Armadas Populares de Liberación (Viet Cong) y el Frente de Liberación Nacional de Vietnam del Sur (FNL), que contaban con el apoyo claro de la abrumadora mayoría del pueblo vietnamita.

Tras el asesinato del presidente Kennedy, Lyndon Johnson asumió la presidencia y se halló ante el inminente colapso del régimen títere vietnamita y la derrota de su protegido, el ejército de Vietnam del Sur.

Estados Unidos perseguía dos objetivos estratégicos con la guerra de Vietnam. El primero estaba relacionado con el establecimiento de una serie de gobiernos satélites y bases militares en Corea, Japón, Filipinas, Taiwan, Indochina, Pakistán, Birmania septentrional (por mediación de los señores del opio, descendientes del Kuomingtang, y los secesionistas shan) y Tíbet, con el objetivo general de rodear a China, desarrollar operaciones de comandos en el interior de este país con ayuda de las fuerzas militares subordinadas, y bloquear el acceso de este país a sus mercados naturales. El segundo objetivo estratégico en la invasión y ocupación estadounidense de Vietnam era parte de su programa general de destrucción de los poderosos movimientos nacionales de liberación y antiimperialistas existentes en Asia del Suroeste, en particular en Indochina, Indonesia y Filipinas. El objetivo era la consolidación de regímenes clientelares que permitiesen establecer bases militares, desnacionalizasen y privatizasen sus materias primas y proporcionasen apoyo político y militar a la construcción del imperio estadounidense. La conquista de Indochina era parte esencial de dicha construcción imperial en Asia. Washington contaba con que al derrotar al país más potente del Sureste asiático y el movimiento antiimperialista más importante de la zona, los países vecinos, en particular Laos y Camboya, caerían fácilmente.

Washington tuvo que hacer frente a múltiples problemas. En primer lugar, debido al colapso del régimen y el ejército títeres survietnamitas Estados Unidos tuvo que proceder a una escalada masiva de su presencia militar, en la que sus propias fuerzas sustituyeron a las del régimen títere y extendieron e intensificaron sus bombardeos a Vietnam del Norte, Camboya y Laos. En pocas palabras, convirtió una guerra encubierta y limitada en una guerra masiva y de dominio público.

El segundo problema fue la reticencia de importantes sectores de la opinión pública estadounidense, en particular los estudiantes universitarios –y sus progenitores de clase media y clase trabajadora–, que se hallaban ante el reclutamiento obligatorio y que eran opuestos a la guerra. La escala y la amplitud de la participación militar prevista y considerada necesaria para vencer en la guerra imperial requería un pretexto, una justificación.

El pretexto debía ser concebido de modo que pudiese presentarse a los ejércitos invasores estadounidenses en situación de respuesta a un ataque inesperado de una potencia agresora (Vietnam del Norte). El presidente Johnson, el secretario de Defensa, el alto mando de la Marina y la Fuerza Aérea, el Consejo Nacional de Seguridad, todos actuaron de modo concertado. Lo que se conoció como el incidente del golfo de Tonkín partió de una información inventada sobre un par de supuestos ataques, los días 2 y 4 de agosto de 1964, frente a la costa de Vietnam del Norte por parte de las fuerzas navales de la República Democrática de Vietnam contra dos destructores estadounidenses: el USS Maddox y el USS Turner Joy. Utilizando como pretexto el relato inventado de dichos ataques, el Congreso estadounidense aprobó casi por unanimidad la Resolución del Golfo de Tonkín, de 7 de agosto de 1964, que puso en manos del presidente Johnson todos los poderes para desarrollar la invasión y ocupación de Vietnam, que en 1966 llegó a la cifra de 500.000 efectivos militares estadounidenses. La Resolución del Golfo de Tonkín autorizó al presidente Johnson a llevar a cabo operaciones militares en toda Asia suroriental sin necesidad de una declaración de guerra, a la vez que le proporcionaba la libertad de “tomar todas las medidas necesarias, incluso el uso de la fuerza armada, en apoyo de todo miembro o Estado incluido en el protocolo del Tratado de Defensa Colectiva de Asia del Sureste que pida asistencia en defensa de la libertad.”

El 5 de agosto de 1964, Lyndon Johnson se dirigió al país por radio y televisión, y anunció un bombardeo masivo de represalia sobre instalaciones navales norvietnamitas, operación bautizada como Pierce Arrow. En 2005, algunos documentos oficiales hechos públicos por el Pentágono, el Organismo de Seguridad Nacional (NSA) y otros departamentos gubernamentales revelaron que no hubo ataque vietnamita. Al contrario, según el Instituto Naval de Estados Unidos, en 1961 había comenzado ya un programa de ataques secretos a cargo de la CIA contra Vietnam del Norte, que fue retomado por el Pentágono en 1964. Estos ataques marítimos a la costa norvietnamita realizados por medio de patrulleras ultrarrápidas de fabricación noruega (adquiridas por EE UU para la marina títere survietnamita y bajo control directo de la marina estadounidense) fueron parte de la operación. El secretario de Defensa, Robert McNamara, reconoció ante el Congreso que buques de guerra estadounidenses participaron en ataques a la costa norvietnamita antes del llamado incidente del Golfo de Tonkín, desmontando las acusaciones del presidente Johnson de un ataque no provocado. La principal mentira, no obstante, fue la afirmación de que el USS Maddox respondió al ataque de una patrullera norvietnamita. Los buques vietnamitas, según informaciones posteriores de la NSA hechos públicos en 2005, ni siquiera llegaron a acercarse al Maddox y se hallaban a una distancia superior a los nueve kilómetros. El buque estadounidense realizó tres disparos de cañón y luego afirmó haber sufrido daños en su quilla por disparos de una ametralladora calibre 14.5 mm. El ataque del 4 de agosto nunca tuvo lugar. El capitán John Herrick, del USS Turner Joy, afirmó por cable que “muchos de los contactos y disparos de torpedos parecen dudosos… No ha habido contacto visual (de buques norvietnamitas) por el Maddox.”

Las consecuencias del montaje del incidente y la provocación del Golfo de Tonkín fueron la justificación de una escalada de guerra que costó la vida a cuatro millones de personas en Indochina, y que mutiló, desplazó e hirió a varios millones más, además de causar la muerte de 58.000 militares estadounidenses y heridas a medio millón más en un esfuerzo fallido de construcción militarista del imperio. En otros lugares de Asia, los constructores del imperio estadounidense consolidaron sus gobiernos títere: en Indonesia, que tenía uno de los mayores partidos comunistas legales del mundo, un golpe militar diseñado por la CIA, con la aprobación de Johnson, llevó al poder al general Suharto, quien asesinó a más de un millón de sindicalistas, campesinos, intelectuales progresistas, maestros y comunistas (junto a los miembros de sus familias).

Lo llamativo de la declaración de guerra de EE UU en Vietnam es que este país no respondió a las provocaciones de la Marina que sirvieron de pretexto para la guerra. Por consiguiente, Washington tuvo que inventarse una respuesta vietnamita para poder utilizarla como pretexto para la guerra.

La idea de inventarse falsas amenazas militares –como el incidente del golfo de Tonkín— y luego utilizarlas como pretexto para lanzar la guerra contra Vietnam se repitió en el caso de las invasiones de Iraq y Afganistán. De hecho, los creadores de las políticas del gobierno de Bush que lanzaron las dos citadas guerras, intentaron impedir la publicación de un informe realizado por el más alto comandante de la Marina, en el que refería cómo la NSA distorsionó los informes de inteligencia relativos al incidente de Tonkín a fin de cumplir el ardiente deseo del gobierno de Johnson de contar con un pretexto para la guerra.


El pretexto del 11 de septiembre y las invasiones de Iraq y Afganistán

En 2001, la gran mayoría del público estadounidense estaba preocupado por una serie de problemas internos: la recesión económica, la corrupción empresarial (Enron, WorldCom, etc.), el estallido de la burbuja punto com o cómo evitar un nuevo enfrentamiento militar en Oriente Próximo. No se percibía en Estados Unidos ningún interés en ir a la guerra por Israel, ni lanzar una nueva contra Iraq, especialmente después de la derrota y humillación de este país diez años antes, y de las brutales sanciones económicas que se le habían impuesto. Las compañías petroleras estadounidenses negociaban nuevos acuerdos con los países del Golfo y tenían en perspectiva, con algo de suerte, un Oriente Próximo estable y en paz con el único borrón de Israel y sus salvajes ataques contra los palestinos y sus amenazas a sus adversarios. En la elección presidencial del año 2000, George W. Bush fue elegido a pesar de haber perdido en la votación popular, en gran parte gracias a manejos electorales (con la complicidad del Tribunal Supremo) que impidieron el voto de parte de la población de raza negra en Florida. La belicosa retórica de Bush, y su énfasis en la seguridad nacional, tuvo ecos sobre todo en sus asesores sionistas y en el lobby pro israelí; el resto de estadounidenses hizo oídos sordos. Esta brecha entre los planes para Oriente Próximo de sus principales cargos sionistas en el Pentágono, la oficina del vicepresidente y el NSC, y las preocupaciones del pueblo estadounidense en general con sus problemas internos era llamativa. Ni los artículos de los periódicos sionistas, ni la retórica y la teatralidad anti árabe y anti musulmana proferida por Israel y sus portavoces en EE UU tenían repercusión sobre la opinión pública. En general, nadie creía en una amenaza inminente para la seguridad nacional por un ataque terrorista catastrófico, definido como un ataque con armas químicas, biológicas o nucleares. La opinión pública estadounidense estimaba que las guerras de Israel en Oriente Próximo y la exigencia por parte de sus voceros en Estados Unidos de una intervención no formaban parte de sus vidas ni de los intereses nacionales.

El principal desafío de los militaristas del gobierno de Bush era cómo hacer que la opinión pública estadounidense apoyase el nuevo programa bélico para Oriente Próximo a falta de cualquier tipo de amenaza visible, creíble e inmediata por parte de un país soberano de Oriente Próximo.

Los sionistas gozaban de posiciones privilegiadas en todos los puestos clave de gobierno como para lanzar una guerra ofensiva de alcance mundial. Tenían ideas claras sobre qué países atacar (los adversarios de Israel en Oriente Próximo), habían definido la ideología pertinente (guerra contra el terrorismo, defensa preventiva), habían proyectado una secuencia bélica, y habían vinculado su estrategia bélica regional a una ofensiva militar global contra todo tipo de gobiernos, movimientos y líderes opuestos a la construcción imperial por los medios militares estadounidenses. Lo único que necesitaban era coordinar a la élite para facilitarle un incidente terrorista catastrófico que pudiera desencadenar la nueva guerra mundial que habían expuesto y defendido públicamente.

La clave del éxito de la operación consistía en incitar a los terroristas y en propiciar una negligencia calculada y sistemática, marginando deliberadamente a los agentes de los servicios secretos y los informes de organismos de inteligencia que identificaban a los terroristas, sus planes y sus métodos. En subsiguientes audiencias de investigación, era preciso fomentar la imagen de negligencia, ineptitud burocrática y fallos de seguridad a fin de cubrir la complicidad del gobierno en el éxito de los terroristas. Era absolutamente esencial contar con un elemento que permitiera movilizar un apoyo masivo y ciego al lanzamiento de una guerra mundial de conquista y destrucción centrada en los países y los pueblos árabes y musulmanes, y este elemento era un acontecimiento catastrófico del que pudiera responsabilizarse a éstos.

Después del choque inicial del 11 de septiembre y la campaña propagandística desencadenada, que saturó los hogares estadounidenses, algunos elementos críticos comenzaron a cuestionar los preparativos del atentado, especialmente cuando algunos informes de organismos de inteligencia nacionales y extranjeros comenzaron a difundir que los responsables estadounidenses de las políticas tenían informaciones claras de los preparativos del ataque terrorista. Tras muchos meses de presión popular sostenida, el presidente Bush procedió a crear una comisión de investigación de los hechos del 11 de septiembre, presidida por antiguos políticos y funcionarios gubernamentales. Philip Zelikow, académico y ex funcionario gubernamental, destacado defensor de la defensa preventiva (es decir, la política de guerra ofensiva promovida por los militantes sionistas del Gobierno), fue nombrado director ejecutivo encargado de preparar y redactar el informe oficial de la Comisión de Investigación del 11 de septiembre. Zelikow estaba al corriente de la necesidad de un pretexto –como el del 11 de septiembre– para lanzar una guerra permanente de ámbito mundial que él mismo había recomendado. Con una sagacidad que sólo podía venir de alguien familiarizado con el montaje que condujo a la guerra, Zelikow había escrito: “Como Pearl Harbor, este acontecimiento dividiría a nuestro pasado y nuestro futuro en un antes y un después. Estados Unidos (sic) podría responder con medidas draconianas, reducción de las libertades civiles, una mayor vigilancia de los ciudadanos, la detención de sospechosos y la utilización de fuerza letal (tortura)”, (véase Philip Zelikow y otros, Catastrophic Terrorism – Tackling the New Dangers, Foreign Affairs, 1998).

Zelikow dirigió el informe de la Comisión que eximió al gobierno de todo conocimiento o complicidad en el 11-S, pero que convenció a pocos estadounidenses, al margen de los medios de comunicación y el Congreso. Las encuestas realizadas en el verano de 2003 sobre los datos y las conclusiones de la Comisión mostraron que una mayoría de la opinión pública estadounidense, especialmente la población neoyorquina, expresaba públicamente un alto grado de desconfianza y rechazo. El público sospechaba de la complicidad del Gobierno, especialmente cuando se reveló que Zelikow había consultado a algunas de las principales figuras investigadas, como el vicepresidente Dick Cheney y el gurú presidencial Karl Rove. En respuesta a los ciudadanos escépticos, Zelikow tuvo un rapto de locura y calificó a los no creyentes de “gérmenes patógenos cuya infección debía combatirse.” Con un lenguaje que recordaba la retórica social-darwinista hitleriana, se refirió a las críticas al encubrimiento de la Comisión como “bacterias que pueden infectar el cuerpo entero de la opinión pública.” Sin duda, este berrinche pseudocientífico reflejó el miedo y asco que Zelikow siente por los que lo involucraron con un régimen militarista que inventó el pretexto para una guerra catastrófica en favor del Estado favorito de Zelikow: Israel.

A lo largo de la década de 1990, la construcción imperial desarrollada por EE UU e Israel había tomado una renovada virulencia: Israel siguió despojando a los palestinos y ampliando sus asentamientos coloniales; y George Bush senior invadió Iraq y destruyó sistemáticamente la infraestructura económica militar y civil de este país, a la vez que fomentaba la creación del estado satélite de Kurdistán, tras la adecuada limpieza étnica, al norte del país. Como su antecesor, Ronald Reagan, el presidente George H. Bush dio su apoyo a fuerzas irregulares anticomunistas en su conquista de Afganistán, fuerzas que libraron una guerra santa contra un gobierno laico nacionalista y de izquierdas. Al mismo tiempo, intentó equilibrar la construcción imperial por vía militar con la expansión del imperio económico estadounidense, sin ocupar Iraq y tratando, sin éxito, de frenar la expansión colonial israelí en Cisjordania.

Con la llegada de Bill Clinton a la presidencia, se retiraron todas las trabas a la construcción militar del imperio. Clinton provocó una destructiva guerra balcánica, bombardeó sin piedad y desmembró Yugoslavia, bombardeó periódicamente Iraq y amplió las bases militares estadounidenses en los Emiratos Árabes. Bombardeó la principal fábrica de productos farmacéuticos de Sudán, invadió Somalia e intensificó el criminal boicot económico a Iraq que produjo la muerte de unos 500.000 niños. En el seno del gobierno de Clinton, algunos sionistas liberales pro Israel se unieron a los constructores del imperio en posiciones clave para la elaboración de políticas. La expansión militar y la represión israelíes alcanzaron nuevas cotas a medida que los colonos judíos financiados por EE UU y las fuerzas militares israelíes, fuertemente armadas, asesinaban a adolescentes palestinos desarmados que protestaban contra la presencia en los territorios ocupados durante la primera Intifada. En otras palabras, Washington amplió su penetración y ocupación militar en los países y las sociedades árabes, desacreditando y debilitando así el poder de sus gobiernos satélites sobre sus respectivos pueblos.

Estados Unidos puso fin a la ayuda militar que había dado a los grupos armados anticomunistas islámicos de Afganistán, una vez alcanzados los objetivos estadounidenses de destrucción del régimen laico apoyado por la Unión Soviética (acompañada por el asesinato de miles de maestros.) Como consecuencia de la financiación estadounidense se creó una vasta y desestructurada red de combatientes islámicos bien entrenados dispuestos a la lucha contra otros regímenes. Muchos de ellos fueron trasladados por el gobierno de Clinton a Bosnia, donde los combatientes islámicos combatieron en una guerra por delegación y separatista contra el gobierno central, laico y socialista, de Yugoslavia. Otros recibieron financiamiento para desestabilizar Irán e Iraq, y fueron considerados por Washington como fuerzas de choque para futuras conquistas militares estadounidenses. No obstante, la coalición imperial de Clinton, formada por colonialistas israelíes, combatientes mercenarios islámicos y separatistas kurdos y chechenos se deshizo a medida que Estados Unidos e Israel avanzaban hacia la guerra y la conquista de Estados árabes y musulmanes, y Estados Unidos ampliaba su presencia militar en Arabia Saudí, Kuwait y los Estadosos del Golfo.

No fue fácil vender la construcción del imperio basado en el dominio militar contra Estados nación existentes; ni al público estadounidense, ni a los constructores del imperio basado en el mercado de Europa Occidental y Japón, ni a los emergentes de China y Rusia. Washington tuvo que crear las condiciones para una provocación de gran envergadura, que superase o debilitase la resistencia y oposición de los constructores del imperio rivales. Más concretamente, Washington necesitaba un acontecimiento catastrófico capaz de dar la vuelta a la opinión pública, que se había opuesto a la primera guerra del Golfo y que luego apoyó una rápida retirada de las tropas estadounidenses de Iraq en 1990.

Los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 sirvieron a los fines de los constructores militaristas del imperio de Estados Unidos e Israel. La destrucción del World Trade Center y la muerte de casi 3.000 civiles sirvió de pretexto para una serie de guerras coloniales, ocupaciones coloniales y actividades terroristas en todo el mundo, y consiguió el apoyo unánime del Congreso estadounidense a la vez que desencadenaba una campaña de propaganda masiva en todos los medios, a favor de la guerra.


La política de provocaciones militares

Los diez años durante los cuales se mató de hambre a 23 millones de árabes iraquíes con el boicot económico de Clinton, acompañado de intensos bombardeos, fueron una constante provocación a las comunidades y los ciudadanos árabes en todo el mundo. El apoyo al despojo sistemático de las tierras de los palestinos, acompañado de la violación de los lugares sagrados islámicos de Jerusalén fue una grave provocación que desencadenó docenas de ataques suicidas en represalia. La construcción y el funcionamiento de las bases militares estadounidenses en Arabia Saudí, país en el que se halla la ciudad santa de La Meca, fue una provocación para millones de musulmanes creyentes y practicantes. El ataque y la ocupación estadounidense e israelí del sur del Líbano y la matanza de 17.000 libaneses y palestinos fue una provocación para los árabes.

Gobernados por pusilánimes gobiernos sometidos a los intereses estadounidenses e incapaces de dar respuesta a la brutalidad israelí contra los palestinos, los ciudadanos árabes y los creyentes musulmanes se han visto impulsados sin cesar por los gobiernos de Bush y, especialmente, Clinton a responder a sus continuas provocaciones. Frente a la decisiva desproporción de su potencia de fuego respecto al avanzado armamento de las fuerzas de ocupación estadounidenses e israelíes (helicópteros artillados Apache, bombas de 2.500 kilos, aviones asesinos no tripulados, transportes acorazados, bombas de racimo, napalm y misiles) la resistencia árabe e islámica dispone solo de armas ligeras: fusiles automáticos, lanzagranadas, misiles katiusha de corto alcance y poca precisión, y ametralladoras. La única arma que poseen en abundancia como represalia son las suicidas bombas humanas.

Hasta el 11 de septiembre, las guerras imperiales contra las poblaciones árabes e islámicas tuvieron por escenario los objetivos y las tierras ocupadas en las que vivía, trabajaba y compartía sus vidas la gran masa de población. En otras palabras, todos (la mayor parte, en el caso de Israel) los efectos destructivos de sus guerras (asesinatos, destrucción de viviendas y poblaciones enteras y pérdidas humanas) fueron producto de las acciones bélicas de EE UU e Israel, países inmunes a una acción de represalia en su propio territorio.

El 11 de septiembre de 2001 se produjo el primer ataque a gran escala árabe-islámico coronado por el éxito sobre territorio estadounidense en esta prolongada y unilateral guerra. La precisa sincronización del 11-S coincide con la llegada a los puestos decisorios en la política bélica estadounidense para Oriente Próximo de una serie de sionistas extremistas, colocados en los más altos puestos del Pentágono, la Casa Blanca y el Consejo Nacional de Seguridad (NSC), y que dominaban las políticas del Congreso hacia Oriente Próximo. Los antiimperialistas árabes e islámicos estaban convencidos de que los constructores militaristas del imperio estaban poniendo a punto un asalto frontal de todos los centros restantes de oposición al sionismo en Oriente Próximo, entre otros Iraq, Irán, Siria, Líbano meridional, Cisjordania, Gaza, así como Afganistán en Asia meridional y Sudán y Somalia en África del Noreste.

Este programa de guerras ofensivas había sido esbozado por la élite sionista estadounidense, encabezada por Richard Pearl, para el Israeli Institute for Advanced Strategic and Political Studies en un documento de política titulado A Clean Break: A New Strategy for Securing the Realm (Una oportunidad clara. Nueva estrategia para proteger el Reino). El documento fue elaborado en 1996 para el primer ministro israelí de extrema derecha Benjamin Netanyahu antes de su toma de posesión.

El 28 de septiembre de 2000, a pesar de las advertencias de muchos observadores, el general Ariel Sharon, infame autor de la masacre de refugiados palestinos en los campos de Sabra y Chatila, profanó la mezquita de Al Aqsa, en Jerusalén, acompañado de todo su equipo de mando militar, lo que constituyó una deliberada provocación religiosa y le reportó la elección como primer ministro por el partido de extrema derecha Likud. Esta acción condujo a la segunda Intifada y a la salvaje respuesta de los israelíes. El total apoyo de Washington a Sharon simplemente reforzó la creencia generalizada entre los árabes de todo el mundo de que la solución sionista basada en purgas étnicas masivas formaba parte del programa de Washington.

El grupo coordinador entre los constructores de imperio estadounidenses y sus socios en Israel ha sido el influyente grupo sionista especializado en políticas públicas, autor del documento titulado Proyecto para un Nuevo Siglo Americano (PNAC), de 1998, en el que se establece una hoja de ruta detallada de la dominación de Estados Unidos sobre el mundo, que, como por casualidad, se centraba sólo en el Oriente Próximo y coincidía exactamente con la visión de Tel Aviv de una región dominada por Israel y Estados Unidos. En 2000, los ideólogos sionistas del PNAC publicaron un documento de estrategia titulado Rebuilding America’s Defenses (Reconstruyendo las defensas de Estados Unidos) que establecía las directrices que los nuevos responsables sionistas seguirían exactamente a su llegada a los más altos niveles del Pentágono y la Casa Blanca. Las directrices del PNAC establecían, entre otros, la creación de bases militares avanzadas en Oriente Próximo, el aumento del gasto militar del 3% al 4% del PIB, un ataque militar destinado a derrocar a Sadam Hussein, y una confrontación militar con Irán utilizando el pretexto de las amenazantes armas de destrucción masiva.

El programa del PNAC no podía llevarse a cabo sin un acontecimiento catastrófico del tipo Pearl Harbor, tal como percibieron enseguida los constructores militaristas del imperio, los israelíes y los responsables sionistas de las políticas estadounidenses. La negativa deliberada por parte de la Casa Blanca y sus 16 organismos de inteligencia, así como del Departamento de Justicia, de hacer un seguimiento de algunos informes precisos relativos a la entrada en el país de terroristas, su entrenamiento, financiación y planes de acción fue un caso de negligencia planificada. El propósito consistía en permitir que el ataque se produjese, e inmediatamente lanzar la mayor oleada de invasiones militares y actividades de terrorismo de Estado desde el final de la guerra de Vietnam.

Israel, que había identificado y mantenido bajo estrecha vigilancia a los terroristas, aseguró que la acción se realizaría sin interrupción. Durante los ataques del 11-S, sus agentes llegaron a registrar en vídeo y fotografía las torres del WTC en el momento de las explosiones, a la vez que bailaban de alegría en anticipación de la adopción por Washington de la estrategia militarista de Israel para Oriente Próximo.


La construcción militarista del imperio y la conexión sionista

La construcción militarista del imperio precedió a la llegada al poder en el gobierno de Bush de la Configuración del Poder Sionista (1) (Zionist Power Configuration, ZPC), y la persecución de sus fines, tras el 11-S, la realizaron al unísono la ZPC y los militaristas estadounidenses de siempre, como Donald Rumsfeld y Dick Cheney. Las provocaciones contra los árabes y los musulmanes que condujeron a los ataques fueron inducidas conjuntamente por Estados Unidos e Israel, y la actual ejecución de la estrategia militarista hacia Irán es otra empresa conjunta de los sionistas y los militaristas estadounidenses.

Lo que sí aportaron los sionistas, que no tenían los militaristas estadounidenses, fue un lobby organizado y masivo, dotado de financiación, propagandistas y respaldo político a la guerra. Los principales ideólogos gubernamentales, expertos de los medios de comunicación, académicos, redactores de discursos y asesores de guerra venían en gran parte de las filas del sionismo estadounidense. Los aspectos más perjudiciales del papel sionista en la ejecución de la política de guerra tienen que ver con la destrucción y el desmantelamiento del estado iraquí. Los responsables sionistas de las políticas promovieron la ocupación militar estadounidense y apoyaron la presencia militar masiva estadounidense en la región en vistas de sucesivas guerras contra Irán, Siria y otros adversarios de la expansión israelí.

En su empeño de una construcción militarista del imperio, con arreglo a la versión de Israel, los militaristas sionistas en el gobierno de Estados Unidos superaron las expectativas anteriores al 11-S, con un aumento del gasto militar que pasó del 3% del PIB en 2000 al 6% en 2008, con un crecimiento del 13% annual desde 2001 a 2008. Como resultado, el déficit presupuestario estadounidense alcanzará los diez billones de dólares (10.000.000.000.000) en 2010, lo que duplica el déficit de 1997 y conduce la economía de Estados Unidos y el imperio económico de este país a la bancarrota.

Los responsables de las políticas sionistas-estadounidenses han mostrado una total ceguera ante las desastrosas consecuencias económicas para los intereses estadounidenses en el extranjero, por cuanto su principal consideración estratégica son las políticas estadounidenses que potencien el dominio militar israelí en Oriente Próximo. El coste en sangre y dinero de la utilización del potencial militar estadounidense para destruir los adversarios de Israel les trae sin cuidado.

Para alcanzar el éxito del proyecto imperial militarista-sionista de un Nuevo Orden en Oriente Próximo, Washington tenía que movilizar toda la población en favor de una serie de guerras contra los países antiimperialistas y antiisraelíes de Oriente Próximo y otras zonas. Y a fin de proponer como objetivo los muchos adversarios de Israel, los sionistas estadounidenses inventaron el concepto de guerra global contra el terrorismo. El clima existente en la opinión pública estadounidense e internacional era decididamente hostil a la idea de desencadenar una serie de guerras, para no hablar de seguir ciegamente a los extremistas sionistas. El sacrificio de vidas estadounidenses por el poder de Israel y la fantasía sionista de una esfera de prosperidad compartida estadounidense-israelí que dominase todo Oriente Próximo no podía conseguir el respaldo público estadounidense, y mucho menos el del resto del mundo.

Los principales responsables de las políticas, en particular las élites sionistas, elaboraron la idea de un montaje que sirviese de pretexto, un acontecimiento que fuese un gran choque para el pueblo y el Congreso de Estados Unidos, y provocase un estado de ánimo temeroso, irracional y belicoso, que permitiese sacrificar vidas y libertades democráticas. Conseguir que la opinión pública estadounidense apoyase un proyecto imperial de invasión y ocupación de Oriente Próximo requería otro Pearl Harbor.


El bombardeo terrorista: la Casa Blanca y la complicidad sionista

A todos los niveles del gobierno estadounidense se sabía que extremistas árabes estaban planeando un espectacular ataque armado en Estados Unidos. El FBI y la CIA tenían sus nombres y direcciones; y la consejera nacional de seguridad, Condoleezza Rice, afirmó públicamente que el Ejecutivo sabía que se produciría un secuestro de aviones, pero que pensaban que se trataría de un secuestro tradicional, no de utilizar los aviones como misiles. El fiscal general, John Ashcroft, lo tuvo bien presente y se negó a utilizar vuelos comerciales. Una serie de espías israelíes vivían a unos bloques de viviendas de distancia de algunos de los secuestradores, en Florida, e informaban a su cuartel general de sus movimientos. Organismos de inteligencia de otros países, en particular de Alemania, Rusia, Israel y Egipto, aseguran que proporcionaron información a sus contrapartes estadounidenses sobre el plan terrorista. La oficina del Presidente, la CIA, la DIA y el FBI permitieron que los atacantes prepararan sus planes, consiguieran financiación, llegasen a los aeropuertos, subieran a los aviones y llevaran a cabo el ataque, todos ellos con visados estadounidenses en sus pasaportes, —visados emitidos en su mayor parte en Jeddah (Arabia Saudí), en su día uno de los centros principales de reclutamiento de voluntarios árabes para Afganistán— y algunos convertidos en pilotos formados en Estados Unidos. Tan pronto como los terroristas se hicieron con el control de los vuelos, la Fuerza Aérea recibió notificación del secuestro, pero algunos altos cargos inexplicablemente retrasaron cualquier acción destinada a interceptar los aviones, permitiendo así que los atacantes alcanzasen sus objetivos: el World Trade Center y el Pentágono.

Los constructores militaristas del imperio y sus aliados sionistas aprovecharon inmediatamente el pretexto que les ofrecía un ataque militar por parte de terroristas no vinculados a un Estado para lanzar una ofensiva militar de alcance mundial contra una serie de países soberanos. En 24 horas, el senador ultrasionista Joseph Lieberman, en un preparado discurso, instó a que Estados Unidos atacase Irán, Iraq y Siria, sin tener ninguna prueba de que cualquiera de estos países, todos ellos miembros de pleno derecho de las Naciones Unidas, estuviese detrás de los secuestros de aviones. El presidente Bush declaró la guerra global contra el terrorismo y lanzó la invasión de Afganistán, a la vez que aprobaba un programa de asesinatos y secuestros extraterritoriales y extrajudiciales, y de torturas en todo el mundo. Era evidente que el Gobierno estaba poniendo en funcionamiento una estrategia defendida públicamente y elaborada por los ideólogos sionistas mucho antes del 11-S. El presidente consiguió un apoyo casi unánime del Congreso a su primera Patriot Act (Ley Patriótica), por la que se suspendían en el país libertades democráticas fundamentales. Pidió también que determinados Estados satélites y aliados de Estados Unidos implementasen su propia versión de esta ley autoritaria antiterrorista, con el fin de perseguir, enjuiciar y encarcelar a todos y cada uno de los oponentes de la construcción imperial de EE UU e Israel en Oriente Próximo y en cualquier otro lugar. En otras palabras, el 11 de septiembre de 2001 se convirtió en el pretexto de un virulento y sostenido esfuerzo para crear un nuevo orden mundial centrado en un imperio gobernado por Estados Unidos y un Oriente Próximo organizado en torno a la supremacía israelí.


Provocaciones y pretextos: la guerra de Israel y EE UU contra Irán

Las largas, interminables, costosas y fracasadas guerras de Iraq y Afganistán han socavado el apoyo internacional e interno al proyecto sionista del Nuevo Siglo Americano. Los militaristas estadounidenses y sus asesores e ideólogos tenían que crear un nuevo pretexto para sus planes de sometimiento de Oriente Próximo y especialmente de ataque a Irán. Así, han recurrido a una campaña de propaganda sobre el programa de energía nuclear para uso civil de Irán, y han preparado pruebas falsas de la participación directa de Irán en apoyo de la resistencia iraquí a la ocupación estadounidense. Sin ningún tipo de prueba, han asegurado que Irán han suministrado las armas con las que se ha bombardeado la Zona Verde estadounidense en Bagdad. El lobby israelí ha afirmado que el entrenamiento y las armas iraníes han contribuido a la derrota de los mercenarios iraquíes que Estados Unidos desplegó en la ciudad meridional de Basra. Los principales sionistas del Departamento del Tesoro han organizado un boicot económico mundial contra Irán, e Israel ha conseguido el apoyo de los principales líderes demócratas y republicanos del Congreso para un ataque sobre ese país. La pregunta que cabe hacerse ahora es si la mera existencia de Irán es ya un pretexto suficiente, o bien será necesario un incidente catastrófico.


Conclusión. Provocaciones y guerras imperiales: Detrás de cada guerra imperial hay una gran mentira

Una de las implicaciones políticas más importantes en nuestro debate sobre el uso por parte del gobierno de EE UU de provocaciones y engaños para lanzar guerras imperiales es que la gran mayoría del pueblo estadounidense se opone a las guerras de ultramar. Las mentiras gubernamentales al servicio de las intervenciones militares son necesarias para socavar la preferencia del pueblo estadounidense por una política exterior basada en el respeto a la autodeterminación de las naciones. La segunda implicación, sin embargo, es que los sentimientos pacíficos de la mayoría pueden ser superados rápidamente por la élite política por medio de engaños y provocaciones, debidamente amplificados y dramatizados en una constante repetición a través de la voz unificada de los medios de comunicación de masas. En otras palabras, los pacíficos ciudadanos estadounidenses pueden transformarse en militaristas chovinistas mediante la propaganda por los hechos, en virtud de la cual la autoridad ejecutiva enmascara sus acciones militares de agresión como acciones defensivas, y la respuesta del enemigo como una agresión gratuita contra un país tan amante de la paz como Estados Unidos.

Todas las provocaciones y los engaños del Gobierno están formulados por una élite cercana al Presidente, pero son ejecutados por una cadena de mando compuesta por un grupo que va de varias docenas a algunos centenares de operadores, la mayor parte de los cuales toman parte conscientemente en el engaño del público y raras veces llegan a desenmascarar el ilegal proyecto, sea por miedo, lealtad u obediencia ciega.

Ha resultado ser falsa la idea de los partidarios de la integridad de esta política de guerra de que dado el número tan alto de participantes, alguien puede filtrar el engaño, las provocaciones sistemáticas y la manipulación del público. En el momento de la provocación y la declaración de guerra, cuando el Congreso aprobó por unanimidad la Autoridad Presidencial para usar la fuerza, pocos o ningún escritor o periodista planteó preguntas básicas. Los ejecutivos, operando bajo el manto de la defensa de un país pacífico ante traicioneros enemigos a los que no se ha provocado, consiguieron siempre la complicidad o el silencio de los críticos en tiempo de paz que prefieren enterrar sus reservas e investigaciones en tiempos de amenazas a la seguridad nacional. Pocos académicos, escritores o periodistas están dispuestos a arriesgar su situación profesional, cuando todos los jefes de redacción y propietarios de los medios de comunicación, los líderes políticos y sus propios colegas profesionales babean afirmando que “hay que estar unidos junto a nuestro Presidente en tiempos de amenaza mortal sin precedentes a la nación…” como sucedió en 1941, 1950, 1964 y 2001.

Con excepción de la Segunda Guerra Mundial, cada una de las subsiguientes guerras produjo una profunda desilusión política en la población, llegando incluso al rechazo de los montajes que en un primer momento justificaron la guerra. El desencanto popular con la guerra condujo en cada caso a un rechazo temporal del militarismo… hasta el siguiente ataque no provocado y la subsiguiente llamada a las armas. Incluso durante la Segunda Guerra Mundial se dio la indignación civil masiva contra el mantenimiento del gran ejército y hubo manifestaciones a gran escala al final de las hostilidades exigiendo el regreso de los soldados a la vida civil. La desmovilización tuvo lugar a pesar de los esfuerzos del Gobierno por consolidar un nuevo imperio basado en la ocupación de países de Europa y Asia, tras las derrotas de Alemania y Japón.

La realidad estructural subyacente, que ha conducido a los presidentes a inventarse pretextos para la guerra, está basada en una concepción imperial militarista. ¿Por qué no respondió Roosevelt al desafío económico-imperial japonés potenciando la capacidad estadounidense de competir y producir de una manera más eficiente, en lugar de apoyar un boicot provocador sugerido por el declive de las potencias coloniales en Asia? ¿No será que, bajo el capitalismo, una economía deprimida y estancada y una fuerza de trabajo desempleada sólo pueden ser movilizadas por el Estado para una confrontación militar?

En el caso de la Guerra de Corea, ¿no era más viable que una potencia todopoderosa, como los EE UU de postguerra, ejerciese su influencia mediante inversiones en un país pobre, semiagrario y devastado –pero unificado— tal como hizo en Alemania, Japón y otros lugares tras la guerra?

Veinte años después de haber gastado centenares de miles de millones de dólares y de haber sufrido 500.000 muertos y heridos en la conquista de Indochina, el capital europeo, asiático y estadounidense entra en Vietnam pacíficamente a petición del propio gobierno, acelerando su integración en el mercado capitalista mundial mediante las inversiones y el comercio.

Es evidente que la no tan noble mentira de Platón, al modo como la practican los presidentes imperiales estadounidenses para engañar a sus ciudadanos con altos fines ha conducido al uso de medios sangrientos y crueles para alcanzar fines grotescos e innobles.

La repetición de pretextos inventados para entrar en guerras imperiales está incrustada en la estructura dual del sistema político de Estados Unidos: un imperio militarista y un amplio electorado. Para conseguir el primero es preciso engañar al segundo. El engaño es posible mediante el control de los medios de comunicación de masas cuya propaganda de guerra llega a cada hogar, oficina y aula con un mismo mensaje, determinado centralizadamente. Los medios de comunicación socavan lo que queda de información alternativa facilitada por líderes de opinión primarios y secundarios en las comunidades, y corroe los valores y la ética personales. Mientras que la construcción militarista del imperio ha producido la muerte de millones de personas y el desplazamiento de decenas de millones, la construcción económica del imperio impone sus propias exacciones en términos de explotación masiva del trabajo, la tierra y los medios de vida.

Tal como ha sucedido en el pasado, cuando las mentiras del imperio se descubren el desencanto público se instala y las invocaciones de nuevas amenazas ya no movilizan la opinión pública. A medida que la continua pérdida de vidas y los costes socioeconómicos erosionan las condiciones de vida, la propaganda de los medios de comunicación pierde su efectividad y aparecen las oportunidades políticas. Del mismo modo que después de la Segunda Guerra Mundial, Corea, Indochina y, hoy, las de Iraq y Afganistán, se abre una ventana de oportunidad política. Las mayorías exigen cambios en las políticas, quizás en las estructuras y, ciertamente, un final a la guerra. Se abren posibilidades para el debate público del sistema imperial, que constantemente recurre a las guerras, junto a las mentiras y provocaciones que las justifican.


Epílogo

Esta visión telegráfica de la elaboración de la política imperial refuta la idea vulgar y convencional de que el proceso de toma de decisiones que conduce a la guerra es abierto, público y se desarrolla de acuerdo con las normas constitucionales de una democracia. Al contrario, tal y como es habitual en muchos ámbitos de la vida política, económica, social y cultura, pero especialmente en los asuntos de guerra y paz, las principales decisiones las adoptan una pequeña élite presidencial, y lo hace a puerta cerrada, a salvo de miradas y sin consultar, en abierta violación de las disposiciones constitucionales. El proceso que conduce a provocar el conflicto en busca de objetivos militares nunca se plantea abiertamente ante el electorado, y no hay ningún tipo de investigación, en ningún caso, por medio de comités independientes de investigación.

La naturaleza cerrada del proceso de toma de decisiones no empaña el hecho de que estas decisiones son públicas en la medida en que son adoptadas por cargos públicos, electos o no, en instituciones públicas, y en que afectan directamente al público. El problema es que al público se le mantiene en la oscuridad en lo tocante a los intereses imperiales que están en juego, y al engaño que lo induce a someterse ciegamente a las decisiones para la guerra. Los defensores del sistema político no están dispuestos a enfrentarse a los procedimientos autoritarios, las mentidas de las élites y los objetivos imperiales no explícitos. Los apologistas de los constructores militaristas del imperio etiquetan, de un modo irracional y peyorativo, a los críticos y escépticos como teóricos de la conspiración. En su mayor parte, los académicos de prestigio se conforman estrechamente a la retórica y las afirmaciones inventadas por los ejecutores de la política imperial.

En todo momento y lugar, grupos, organizaciones y líderes se reúnen a puerta cerrada antes de mostrarse públicamente. Una minoría de responsables o defensores de las políticas se reúnen, debaten y esbozan procedimientos y tácticas para conseguir una decisión favorable en las reuniones oficiales. Esta práctica común tiene lugar cuando se han de adoptar decisiones vitales, sea en los consejos escolares locales o en las reuniones de la Casa Blanca. Etiquetar el relato de pequeños grupos de funcionarios públicos que se reúnen y toman sus decisiones en reuniones públicas cerradas (en las que los programas, los procedimientos y las decisiones se toman antes de las reuniones públicas abiertas) como teorización conspiratoria equivale a negar la manera como funciona habitualmente la política. En otras palabras, los etiquetadores de conspiraciones son o bien ignorantes de los procedimientos más elementales en política o son conscientes de su papel en la cobertura de los abusos de poder de los mercaderes estatales del terror.


Profesor Zelikow, ¿y ahora qué?

La principal figura del círculo gubernamental de Bush que promovió activamente un nuevo Pearl Harbor y fue, al menos en parte, responsable de la política de complicidad con los terroristas del 11-S fue Philip Zelikow. Éste, un destacado defensor de Israel, es un académico gubernamental cuya área de conocimiento entra en el nebuloso ámbito del terrorismo catastrófico, que ha permitido a los líderes políticos estadounidenses concentrar sus poderes ejecutivos y violar las libertades constitucionales par conseguir sus guerras ofensivas imperiales y desarrollar el mito público. El libro de Philip Shenon The Commission: The Uncensored History of the 9/11 Investigation (La Comisión: historia no censurada de la investigación del 11-S) explicita con claridad el estratégico papel de Zelikow en el gobierno de Bush antes del 11-S, el periodo de negligencia cómplice, después de los hechos, durante el periodo de guerra global y en los intentos gubernamentales por enterrar su complicidad en el ataque terrorista.

Antes del 11-S, Zelikow presentó un proyecto del proceso de toma del poder por el ejecutivo hasta límites extremos con vistas a una guerra de ámbito mundial. Establecía una secuencia en la que el acontecimiento terrorista catastrófico facilitaría la total concentración del poder, seguida del lanzamiento por Israel de guerras ofensivas (todo ello admitido públicamente por él mismo). En el periodo anterior al 11-S y las múltiples guerras, Zelikow formó parte del Consejo de Seguridad Nacional, como consejero en materia de seguridad nacional de Condoleezza Rice (2000-2001), quien tenía conocimiento riguroso de los planes terroristas de apoderarse de vuelos comerciales, como la misma Rice admitió en público (secuestros convencionales, en sus propias palabras). Zelikow fue una pieza clave en la salida del experto en contraterrorismo Richard Clark del NSC, único organismo que seguía la operación terrorista. Entre 2001 y 2003, fue miembro de la Junta asesora del Presidente en materia de inteligencia internacional. Este fue el organismo que no había dado seguimiento ni continuidad a los informes clave de inteligencia que identificaban los planes terroristas. Zelikow, tras tener un papel importante en el sabotaje de los esfuerzos de los servicios secretos se convirtió en el principal autor de la Estrategia Nacional de Seguridad de los EE UU, en 2002, que recomendaba la política de Bush de invasión militar de Iraq, y que ponía en el punto de mira a Siria, Irán, Hezbolá, Hamas y otros países y entidades independientes árabes y musulmanes. El citado documento de Estrategia Nacional de Seguridad de Zelikow fue la directiva más influyente en la formulación de las políticas terroristas estatales del gobierno de Bush. También ajustó estrechamente las políticas de guerra de EE UU a las aspiraciones militares regionales del Estado de Israel desde su fundación. Esto demuestra la razón de las palabras del ex primer ministro israelí Benjamin Netanyahu en la Universidad Bar Ilan, en el sentido de que los ataques del 11-S y la invasión estadounidense de Iraq habían sido acciones beneficiosas para Israel (Haaretz, 16.4.2008.)

Por último, Zelikow, en tanto que persona designada personalmente por Bush como director ejecutivo de la Comisión del 11-S, fue el encargado de coordinar con la oficina del vicepresidente el camuflaje de la política del gobierno de complicidad con los atentados. Si bien Zelikow no está considerado como un peso pesado académico, su papel central en el diseño, la ejecución y la cobertura de los acontecimientos que estremecieron al mundo el 11-S y el periodo inmediatamente posterior lo señalan como uno de los más peligrosos y destructivos influyentes políticos en la formulación y lanzamiento de las catastróficas guerras de Washington, pasadas, presentes y futuras.


  1. “ La Configuración del Poder Sionista (ZPC) cuenta con más de 2.000 funcionarios a tiempo completo, más de 250.000 activistas, más de 1.000 multimillonarios donantes políticos que contribuyen con sus recursos a los dos partidos estadounidenses en el Congreso. La ZPC proporciona el 20% del presupuesto de ayuda militar exterior estadounidense destinado a Israel, más del 95% del apoyo del Congreso al boicot israelí y las incursiones de su ejército en Gaza, Líbano y la opción militar preventiva contra Irán. La invasión estadounidense y la política de ocupación en Irak, incluyendo la falsificación de las pruebas que justificaban la invasión, estuvo fuertemente influenciada por altos funcionarios devotamente leales y vinculados a Israel.” Cf. J.Petras in http://xymphora.blogspot.com/2007/07/zionist-power-configuration.html


James Petras publicará en breve un nuevo libro: Zionism and US Militarism, Clarity Press, Atlanta.

S. Seguí pertenece a los colectivos de Rebelión y Cubadebate.

Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar el nombre del autor y el del traductor, y la fuente.


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