Impunidad y crímenes políticos en Honduras

Rodrigo Hernández
Diagonal/Rebelión
24/01/10

Mientras el congreso debate una ley de amnistía por los delitos relacionados con el golpe de Estado, afloran los detalles de los activistas asesinados por el Gobierno de Micheletti. Esta es la historia del primero y del último de ellos.

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La escena parece sacada de una película de los hermanos Cohen. Una sala tétrica, repleta de gente en la que nadie habla, con un calor insoportable y una máquina de aire acondicionado que únicamente desprende aire caliente. Un hombre apunta a mano, en una pequeña libreta, decenas de nombres de personas que no ha conocido en vida, y tampoco lo hará. Es una morgue de Tegucigalpa.

En concreto, a la que llegó el cuerpo sin vida de Walter Tróchez, un joven de 23 años, activista por los derechos a la libertad sexual. Sólo unos días antes de su asesinato, sus fotografías aparecían en diversos medios de comunicación, donde denunciaba haber sido detenido y torturado por miembros de la Policía hondureña.

Según Donis Reyes, coordinador de la asociación LGTB de Honduras, “lo que buscaban era información, tanto de lo que estaban haciendo los defensores de derechos humanos como de lo que estaba haciendo la resistencia”. La céntrica calle donde recibió varios balazos al inicio de la noche del 13 de diciembre de 2009 y donde dos de sus acompañantes también resultaron heridos apareció completamente limpia la mañana siguiente.

La coordinación entre distintos cuerpos estatales no suele ser un símbolo de la política hondureña, pero, en este caso, cualquier tipo de pista no tardó en desaparecer. Según diversos organismos por los derechos humanos en Honduras, es el último asesinato llevado a cabo por sicarios relacionados con el Gobierno de facto hacia un miembro de la resistencia.

El primero, Isis Obed Murrillo

Apenas cinco meses antes, varios policías posaban orgullosamente, agarrando los brazos de uno de los “fugitivos más peligrosos del país”. Le achacan el asesinato de tres personas, algo que, siendo un pastor de la Iglesia Cristo Misionera, lo convierte en una bomba informativa que supera fronteras. Un detalle de su detención no trascendió tanto: es el padre del primer asesinado por el Ejército hondureño desde el golpe de Estado.

En la mirada de David Murillo resaltan unos ojos bañados en lágrimas, unas pupilas inyectadas en sangre. Le arrebataron a su hijo, le privaron de su libertad y le arrancaron su dignidad. En apenas tres meses su vida dio un vuelco, aplastando su presente y amenazando su futuro.

En la noche del 28 de junio, José David Murillo Sánchez, pastor, agricultor y fotógrafo de eventos escolares, no podía ni imaginar que un grupo de élite del Ejército de su país entraría en la casa presidencial y sacaría a Manuel Zelaya de su casa y de su cargo. La reacción del pueblo hondureño no se hizo esperar, como tampoco la de este padre de familia, con doce hijos, que ya estaba acostumbrado a exigir en las calles lo que sus mandatarios olvidaban en sus cargos.

El día 5 de julio caminaba por la carretera que lleva de su humilde comunidad a Tegucigalpa acompañado de miles de personas que conformaban una de las marchas más grandes que se habían registrado desde el inicio del golpe. A la altura del aeropuerto, donde el contingente esperaba la llegada de Zelaya, chocaron con la policía. “Se van a tragar unos de éstos”, gritaba, según varios testigos, un militar mientras levantaba en una mano una bomba lacrimógena y se tocaba los testículos con la otra. Pronto comenzaron los disparos, pero lo que no esperaban los manifestantes era que los gases se mezclaran con balas expulsadas por fusiles del Ejército.

David se intentó proteger como el resto de sus compañeros para esquivar el retén policial. A los pocos minutos se empezaron a escuchar comentarios sobre un muerto, en ese momento no sabía que se trataba de su hijo. Isis Obed Murrillo, de 19 años, cayó al suelo con una bala que se había introducido por su nuca. En las imágenes se ve cómo varios hombres portan su cuerpo ensangrentado en busca de una ambulancia. Cuando consiguen depositarlo en un coche que lo llevase a un hospital, uno de ellos dice a las cámaras que tiene alrededor: “La gente venía hacia atrás, porque ya estaban disparando. Y un militar, un antipatriota, un gorila maldito se cuadró y le disparó al amigo. Le pegó en la cabeza el balazo. Aún va respirando. Tenemos esperanza”.

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