Annapolis. Conferencia de guerra

Michel Warschawski
Viento Sur
Traducción Alberto Nadal
10/12/07

Los pocos ingenuos que pensaban que la conferencia de Annapolis iba a ser una reunión de trabajo para hacer avanzar la paz entre israelíes y palestinos están evidentemente decepcionados. Les hubiera bastado sin embargo escuchar las declaraciones del primer ministro israelí, Ehud Olmert. Éste, a lo largo de todo el mes de noviembre, prometía a su coalición gubernamental que ningún tema que afectara al corazón del conflicto israelo-palestino estaría en el orden del día, y que la Administración norteamericana le había garantizado que no habría más que una vaga declaración de intenciones y un calendario… que sería inmediatamente puesto en cuestión.

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A guisa de calendario, el presidente Bush prometió, una vez más, que sería firmado un acuerdo definitivo (sic) entre israelíes y palestinos antes del fin de su mandato, y que las negociaciones iban a comenzar inmediatamente, bajo el control del antiguo jefe de estado mayor norteamericano, lo que, en sí mismo, es ya todo un programa. En cuanto a la declaración de intenciones, ha estado a punto de no ser firmada por el presidente palestino, Mahmoud Abbas, tan vacía de contenido estaba. No ha sido sino bajo presión, y tras enmiendas menores, como este último ha aceptado rubricar el documento.

La población palestina de los Territorios Ocupados no se ha equivocado: se manifestó en masa en Gaza, Naplus y Ramala contra el documento y contra su presidente, más desacreditado que nunca. La reacción de este último a las manifestaciones pacíficas no se ha hecho esperar. La represión ha hecho más de una centena de heridos y un muerto en Hebrón. Esta violencia y, más aún, la formación, con la ayuda americana e israelí, de unidades militares entrenadas no para combatir al ocupante, sino para reprimir a la oposición y aprender el hebreo (sic), demuestran el grado de degeneración de lo que queda de la Autoridad Palestina, convertida en una verdadera fuerza auxiliar de los israelíes.

Sería sin embargo erróneo reducir la cumbre de Annapolis a una simple operación de relaciones públicas del presidente de los Estados Unidos. Se trata, de hecho, de una verdadera conferencia de guerra, en contra de quienes no habían sido invitados: Hamás, Irán, el Líbano y Hezbolá. Pues –hay que recordarlo-, la guerra está al orden del día de la administración neoconservadora americana y de sus vasallos medio-orientales. Si la primera manga se ha saldado, en el Líbano, por un fracaso, no se trata más que de un retraso, y debe tener lugar antes de que Bush deje finalmente su lugar en la Casa Blanca. En Annapolis, los participantes se han comprometido mutuamente a jugar sus papeles respectivos en la gran cruzada contra el Islám: la ONU en Afganistán, Israel y los Estados Unidos contra Irán y, con la ayuda de Francia en el Líbano, Abbas e Israel contra Hamás, jugando Arabia Saudita el papel de financiador.

La servil visita de Nicolas Sarkozy a los Estados Unidos, el pasado verano, ha convencido a los neoconservadores de que Francia jugaría plenamente su papel en esta guerra, llegando incluso Bernard Kouchner a pasarse un poco en su servilismo cuando se deslizó por declaraciones abiertamente belicistas, que hacen palidecer de envidia a los más fanáticos partidarios del choque de civilizaciones. La Unión Europea parece ahora sólidamente pegada a la flota americana y a sus objetivos guerreros. La pelota está ahora en el campo del movimiento antiguerra europeo, y su capacidad de despertar a una opinión pública que parece aún no comprender los costes que estaría llamada a asumir si los Estados Unidos decidieran atacar a Irán.

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