La guerra contra las mujeres no termina nunca

Ann Jones
TomDispatch.com
Traducido para Rebelión por Sinfo Fernández
28/02/08

Durante los últimos meses, los escritores de Tomdispatch se han echado al mundo. David Morse regresó del aguerrido Sur de Sudán, acompañando a tres “chicos perdidos” de una amarga y olvidada guerra civil; Rebecca Solnit encaminó sus pasos hacia el empobrecido estado de Chipas, en Mexico, para reunirse con las mujeres del movimiento rebelde zapatista (“Revolution of the Snails”); y Nick Turse viajó al Delta del Mekong en Vietnam para encontrarse con dos de las víctimas de una lejana guerra estadounidense (“Two Men, Two Legs and Too Much Suffering”), quienes, gracias en parte a la respuesta de los veteranos estadounidenses de Vietnam, recibirán piernas artificiales nuevas.

Ahora, Ann Jones, que tras los ataques del 11-S pasó varios años como trabajadora de ayuda humanitaria en Afganistán concentrada en la vida de las mujeres y escribiendo un conmovedor libro sobre su experiencia, “Kabul in Winter”, nos lleva hasta África Occidental y nos introduce en la escalofriante pesadilla de las vidas de las mujeres en las tierras asoladas por la guerra. Este es el primero de una serie de informes que en los próximos meses va a escribir para Tomdispatch. Tom Engelhardt

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La Guerra Contra las Mujeres

Un informe desde el Frente de África Occidental


Kailahun, Sierra Leona: Saludos desde una zona de guerra que no es Iraq. Tampoco es Afganistán.

Envío estas notas desde el África Occidental, donde he estado trabajando con mujeres de tres países vecinos, todos recién destrozados por guerras civiles: Liberia, Sierra Leona y Costa de Marfil. La debacle de Iraq ha monopolizado la atención y oscurecido estas guerras “menores” –ahora oficialmente “mayores”- pero millones de mujeres de África Occidental luchan por sobreponerse a las mismas. Para ellas, la guerra no es algo que esté ya superado, ni siquiera remotamente. Esta es la historia de una guerra de la que nunca se ha hablado de verdad. Déjenme explicarles.

Seguro que recuerdan estos conflictos. La guerra de Liberia se fue desencadenando en tres oleadas sucesivas que duraron en total catorce años, desde 1989 a 2003. La guerra de Sierra Leona empezó en 1991, cuando las guerrillas del Frente Revolucionario Unido (RUF, en sus siglas en inglés) de Sierra Leona, entrenado en Liberia, invadieron su propio país. La guerra atrajo a muchos contendientes y duró hasta enero de 2002, una década en total. En 2002, en Costa de Marfil empezó una guerra civil cuando los rebeldes del norte intentaron dar un golpe para expulsar al Presidente Laurent Gbagbo, pero en aquella época la comunidad internacional se había decidido ya a actuar para impedir cualquier desestabilización más en la región. Franceses, africanos y cascos azules de la ONU intervinieron y se firmó un tratado en 2003.

Por eso, oficialmente, esos países ya no son “zonas de guerra”. Se han firmado acuerdos. Los cascos azules están allí de servicio o cerca, a mano. Las agencias internacionales de socorro y de las Naciones Unidas están ayudando en la “recuperación”. Se han entregado las armas; algunos refugiados volvieron del exilio. Algunos hombres están haciendo ladrillos de barro y construyendo cabañas para reemplazar las espaciosas casas de hormigón y azulejos con relieves que en otro tiempo llenaban de gracia los pueblos y ciudades de toda la región. Oficialmente, Liberia, Sierra Leona y Costa de Marfil son ahora designadas como “zonas post-conflicto”, pero están tan fracturadas, tan traumatizadas y, especialmente en los casos de Liberia y Sierra Leona, tan devastadas y empobrecidas que no se puede decir con mucha seguridad que disfruten de la paz. Sierra Leona ha reemplazado a Afganistán como el país más pobre del planeta y, al igual que Afganistán, es una nación de viudas.

Visiten uno de estos países y verán por Vds. mismos que en el mejor de los casos la paz auténtica va a necesitar aún de un largo y pausado tiempo para acabar de instaurarse. La destrucción en el Distrito de Kailahun en Sierra Leona, por ejemplo, es tan impresionante como la que vi en la devastada capital afgana, Kabul. A los funcionarios de Naciones Unidas y a toda una colección de organizaciones de ayuda internacional les gusta utilizar el término “post-conflicto” para este tipo de lugares en estos momentos. Suena vagamente esperanzador, aunque designe un lugar desesperado embarcado en un difícil período de “recuperación”, en el que quizá pueda reconocerse la paz, o no, después de una o dos décadas, o después de una o dos generaciones.

Eso es lo que nuestros dirigentes no se molestan en mencionar (posiblemente ni siquiera comprenden) cuando hablan alegremente sobre guerra y paz como si fueran sencillamente los dos lados de la misma moneda, alcanzadas con igual facilidad con un cara o cruz. Cualquier loco puede empezar una guerra rápidamente con un asalto de conmoción y pavor –como hizo George Bush en Iraq desde el aire o el RUF en Sierra Leona por tierra- pero la paz no es algo que se adquiere de repente.

Precisamente, el pasado mes, el Tribunal Especial para Sierra Leona en La Haya reanudó los procesos iniciados en junio de 2007 contra Charles Taylor, el encantador sociópata educado en EEUU y anterior presidente de Liberia (1). Taylor se enfrenta a once acusaciones por crímenes de guerra relacionados con situaciones que incluyen aterrorizar a civiles, asesinato, violación, esclavitud sexual o de otro tipo y amputaciones. Estas atrocidades no se cometieron contra su propio país sino contra su vecino. Fue Taylor quién apoyó a los rebeldes RUF mientras aterrorizaban a la población y aumentaban sus filas secuestrando civiles.

Al parecer, tanto Taylor como el líder del RUF, Foday Sankoh, recibieron entrenamiento táctico en la Libia de Muammar Gaddafi, con el propósito de trastornar la región de África Occidental. En efecto, en gran medida, esas guerras no eran por problemas ideológicos ni siquiera políticos. Eran por codicia, por conseguir el poder para controlar y explotar los recursos naturales de la región: los bosques de la lluvia de Liberia y, especialmente los “diamantes de sangre” de Sierra Leona. Quizá los científicos políticos y los historiadores militares puedan avanzar otras teorías que expliquen esas guerras -aunque les costaría mucho encontrar algún punto a su favor, alguna “causa justa”- pero los africanos occidentales les dirán que se produjeron sencillamente porque unos “hombres malos, muy malos” ansiaban el poder y la riqueza. Cuando las fuerzas RUF de Foday Sankoh invadieron Sierra Leona, no eran más de 150 hombres, pero se bastaron para empezar a arrasar lo que era un país prometedor.

Aunque aquí quiero recordarles algo: Cuando piensen en esos hombres que empiezan guerras, recuerden lo que han hecho, no con los soldados de cada bando, sino con las poblaciones civiles, especialmente con las mujeres. Actualmente, son los civiles quienes constituyen, con mucho, las víctimas más numerosas de la guerra. En tiempos recientes, cada conflicto que se ha ido sucediendo ha ido registrando mayor proporción de civiles desplazados, exiliados, atacados, torturados, heridos, asesinados o desaparecidos. En todas las guerras modernas, la mayor parte de los civiles que las sufren son mujeres y niños.

En muchas de las guerras, los civiles muertos y heridos se cuentan (si es que se realiza el cómputo) meramente como “daños colaterales”: como ocurrió con los alrededor de 3.000 ciudadanos inocentes que murieron durante los primeros bombardeos estadounidenses de Afganistán en 2001. En las guerras del África Occidental, los civiles se convierten en los blancos establecidos. Foday Sankoh intentó conquistar Sierra Leona, pero como sólo contaba con 150 combatientes, decidió llevar a cabo un reclutamiento forzoso. Al igual que las fuerzas de Charles Taylor en Liberia, Sankoh destruyó pueblos enteros, asesinando a la mayoría de sus habitantes y llevándose sólo aquellos que podían servirle como soldados, porteadores, cocineros, o “esposas”. De nuevo, muchos de los muertos y la mayoría de los secuestrados eran mujeres y niños.

Y aquí tiene lugar una realidad poco conocida: cuando cualquier conflicto de esta clase termina oficialmente, la violencia contra las mujeres prosigue y, a menudo, se agudiza. No es sorprendente que no se pueda poner fin a las agresiones asesinas durante la noche. Cuando los hombres acaban de atacarse uno a otro, las mujeres siguen representando un blanco a mano. Aquí en África Occidental, al igual que en muchos otros lugares donde la violación se utiliza como arma de guerra, se ha convertido en un hábito continuamente ejecutado durante la era “post-conflicto”. Donde las estructuras normales de refuerzo de la ley y la justicia han quedado inutilizadas por la guerra, los soldados y civiles masculinos, por igual, pueden acosar a mujeres y niños con impunidad. Y no se cortan de hacerlo.

Por eso les escribo, aquí en el África Occidental “post-conflicto”, desde una zona de guerra activa. Estoy escribiendo desde el corazón de la guerra contra las mujeres y los niños.

Contando las víctimas

Escuchen este informe de Amnistía Internacional. Describe la menor de las guerras de África Occidental, la relativamente corta guerra civil en Costa de Marfil:

“Se ha subestimado mucho la proporción de violaciones y violencia sexual en Costa de Marfil en el curso del conflicto armado. Muchas mujeres han sido violadas por bandas o secuestradas y reducidas a esclavas sexuales por los combatientes. La violación ha ido a menudo acompañada de golpes o tortura (incluida la tortura de naturaleza sexual) de la víctima… Todas las facciones armadas han perpetrado y continúan perpetrando violencia sexual con impunidad.”

Human Rights Watch señala que “es posible que se haya facilitado muy poca información acerca de los casos de abusos sexuales” porque las mujeres temen “la posibilidad de represalias por los autores de los mismos… el ostracismo por parte de sus familias y comunidades y, también, debido a los tabúes culturales”.

El informe de Amnistía documenta caso tras caso de niñas y mujeres, de edades comprendidas entre “menos de 12 y hasta 63 años” que fueron asaltadas por hombres armados. El informe más reciente y exhaustivo de Human Rights Watch recoge la violación de niñas de hasta de tres años. Durante la guerra civil, las mujeres y niñas eran asaltadas en sus hogares en los pueblos o en los bloqueos de carretera del ejército o al ser descubiertas escondidas entre la maleza. Algunas eran violadas en público. Algunas eran violadas frente a sus maridos e hijos. Algunas fueron forzadas a presenciar el asesinato de maridos o familiares. Y después eran conducidas a los campamentos de los soldados para tenerlas allí retenidas junto a muchas otras mujeres. Durante el día eran obligadas a cocinar para los soldados y todas las noches eran violadas en grupo, en algunos casos por 30 o 40 hombres. Eran también golpeadas y torturadas. Las mujeres que se resistían eran golpeadas o asesinadas rebanándoles la garganta.

Muchas mujeres fueron violadas tan incesante y brutalmente –con palos, cuchillos, cañones de pistola, carbones ardientes- que murieron. Muchas otras fueron abandonadas con heridas y dolores que persistían más allá de las guerras. Muchas niñas que estaban marcadas con cicatrices a causa de la “ablación” o FMG (mutilación genital femenina, en sus siglas en inglés) eran literalmente desgarradas.

El informe de Amnistía dice fríamente: “La brutalidad de la violación causa con frecuencia graves heridas físicas que requieren tratamientos complejos a largo plazo incluyendo el prolapso uterino (el descenso del útero hasta la vagina o más allá)” –una debería preguntarse que es lo que hay “más allá” de la vagina-, “fístulas vesico-vaginales o recto-vaginales y otras heridas en el sistema reproductivo o en el recto, a menudo acompañadas de hemorragias internas y externas o pus”. El informe señala que estas mujeres no pueden, normalmente, “acceder a los cuidados sanitarios que necesitan”. Algunas siguen casi sin poder sentarse, ni estar de pie ni caminar. Algunas siguen escupiendo sangre. Algunas han perdido la vista o la memoria. Algunas abortan. Muchas han contraído enfermedades de transmisión sexual y SIDA. Nadie sabe cuántas han muerto, o siguen muriendo, como consecuencia de todo lo vivido anteriormente.

Muchas están aún desaparecidas, quizá sacadas por las fronteras cuando las salvajes milicias de un país vecino regresan a casa. Quizá masacradas a lo largo del camino.

La guerra y sus secuelas

Históricamente, las mujeres siempre han formado parte del “botín de guerra”, algo que está ahí y se puede coger gratis; pero, en nuestra propia época, inmensas cantidades de mujeres se han visto también implicadas en deliberadas estrategias militares y políticas que persiguen humillar a los hombres “a los que pertenecen” y para exterminar también sus grupos étnicos. (Piénsese en Bosnia). El informe de Amnistía examina toda la violencia ejecutada contra las mujeres en Costa de Marfil en diciembre de 2000, cuando un número de mujeres fueron arrestadas, violadas y torturadas en la Escuela de Entrenamiento de la Policía en Dioula, debido a su presunta etnia y afiliación política con la oposición. Según Human Rights Watch, este no fue sino uno de los muchos casos provocados por la propaganda patrocinada por el gobierno incluso antes de que la guerra civil empezara.

Ningún hombre responsable de ninguno de esos crímenes ha sido llevado nunca ante la justicia.

En la puerta de al lado, en Liberia, en la época en que los combates terminaron, en 2002, 2,4 millones de liberianos fueron desplazados por el interior del país. Casi otro millón había huido. En un país de tres millones de personas, eso significa que uno de cada tres ciudadanos había escapado. Al menos 270.000 personas murieron. Eso es casi el 10% de la población. Y de nuevo, aquí también, los blancos más fáciles fueron las mujeres. Un estudio de la Organización Mundial de la Salud de 2005 estimaba que hasta un espantoso 90% de mujeres liberianas habían sufrido violencia física o sexual; tres de cada cuatro habían sido violadas.

Es muy típico que el fin de una guerra no vea el final de la violencia contra las mujeres. Un estudio en preparación del Comité Internacional de Rescate (IRC, en sus siglas en inglés) –la organización para la que trabajo en la actualidad como voluntaria- y la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Columbia concluyen: “Aunque la guerra terminó oficialmente en 2003, la guerra contra las mujeres siguió su curso”.

Alrededor de más de la mitad de las mujeres entrevistadas en dos condados liberianos, incluida la capital, Monrovia, habían sobrevivido al menos a un ataque físico violento durante un período de 18 meses entre 2006-2007, años después de que el conflicto hubiera oficialmente terminado. Más de la mitad de las mujeres informaron de al menos un asalto sexual violento durante el mismo período. El 72% dijeron que sus maridos las habían obligado a mantener relaciones sexuales contra su voluntad. Un estudio de IRC llevado a cabo en 2003 entre refugiadas liberianas en Sierra Leona encontró que el 75% de las mujeres habían sido violadas sexualmente antes de huir de su país; después de la huída, el 55% fueron asaltadas sexualmente de nuevo.

Para las mujeres, la guerra no termina cuando ésta acaba.

Mujeres como yo

Incontables mujeres no se recuperarán nunca de los asaltos sufridos durante la guerra. Me encontré con muchas de esas mujeres en Liberia.

En una visita que hice a Kolahun, en el Condado de Lofa, donde los combates habían sido muy duros, una mujer me mostró sus cicatrices: una serie de crestas horizontales paralelas que empezaban justo debajo de una oreja y continuaban hacia la garganta. Algunos guerrilleros del ejército de Charles Taylor habían intentado callar el rumor acerca de una mujer a la que, lentamente, centímetro a centímetro, habían ido abriendo la carne de su cuello en jirones de carne. Pero eso no fue todo. Los hombres de Taylor le habían roto todos los dedos de su mano izquierda de forma que ahora podían doblarse hacia atrás en cualquier ángulo posible. Golpearon su espalda con tanta fuerza con las culatas de los rifles que una pierna y un brazo (el que sostenía la mano inutilizada) están ahora paralizados. Todavía puede caminar, inclinada sobre una muleta de madera casera; pero eso la deja sin poder utilizar el brazo bueno y no puede llevar nada sobre la cabeza, habiendo perdido la capacidad para mantenerse en equilibrio. Tiene cinco niños, algunos de ellos como fruto de las violaciones. Los soldados la retuvieron mucho tiempo. No puede decir cuántos la violaron.

En el pueblecito de Gougoumani me encontré con una mujer a la que la gente se refería llamándola sólo como “la señora loca”. Yacía sobre una cama en una chabola hecha con ladrillos de barro con una sola habitación. Cuando entré allí, se las arregló para sentarse con gran dificultad, utilizando sus destrozadas manos para mover sus hinchadas e inútiles piernas. Su hermana me contó que fue capturada por una milicia que combatía contra Charles Taylor y violada repetidamente por una banda de diez hombres. Nadie puede decir cuánto tiempo la retuvieron. Le clavaron con fuerzas las culatas de los fusiles en la espalda –evidentemente una técnica común- paralizándole las piernas. No puede caminar. Le quebraron los huesos de las manos. No puede sujetar nada ni alimentarse o peinarse. Su madre y dos hermanas, que afortunadamente sobrevivieron a la guerra, la alimentan con sus manos, con sus vidas demasiado dominadas aún por las consecuencias de la violencia perpetrada contra esta mujer.

Recientemente, los Centros para la Prevención y Control de las Enfermedades (CDC, en sus siglas en inglés) y el Fondo de Naciones Unidas para las Actividades de la Población (UNFPA, en sus siglas en inglés) llevaron a cabo una investigación entre las mujeres supervivientes del Condado de Lofa, el centro de operaciones de Charles Taylor. Más del 98% dijeron que, durante esa guerra (1999-2003) habían perdido sus hogares; más del 90% sus medios de vida; más del 72% al menos habían perdido a un miembro de su familia. Casi el 90% sobrevivieron al menos a un ataque físico violento; más de la mitad, habían sufrido al menos un asalto sexual violento. Nadie preguntó por el número de mujeres que en estos momentos están permanentemente discapacitadas.

En Sierra Leona, donde aterrorizar a la población civil era la táctica principal de guerra, la violencia contra las mujeres y los niños fue, como Human Rights Watch ha informado, aún más brutal. Todas las partes en el conflicto cometieron atrocidades sin cuento. Los informes oficiales documentan crímenes atroces: los padres obligados a violar a sus propias hijas; los hermanos obligados a violar a sus hermanas; bandas de niños soldados violando a ancianas, para después cortarles los brazos; mujeres embarazadas evisceradas vivas y los fetos vivos arrancados de los úteros para que los soldados hicieran apuestas sobre su sexo. Un hermano cortado a hachazos hasta la muerte y eviscerado; poniendo su corazón e hígado sobre las manos de su hermana de 18 años a la que se le conminó a comérselos. Al negarse a hacerlo fue llevada a otro lugar donde había otras mujeres retenidas. Entre ellas está su hermana. Vió cómo su hermana y otra mujer eran asesinadas, para después colocar sus cabezas sobre su regazo. Esos crímenes, que violan tabúes fundamentales, buscan destruir no sólo a las víctimas individuales sino también a una cultura como un todo; pero las víctimas individuales son importantes en su propio derecho, y en la mayor parte de los casos, esas víctimas son mujeres y niños.

Quizá el peor de los crímenes de esos hombres malvados fue convertir a los niños –en su mayoría chicos- en guerrilleros armados tan malvados como ellos. En su autobiografía “A Long Way Gone” (2), Ismael Beah describe vívidamente su vida como niño soldado. Separado de su familia por la guerra, fue capturado por soldados en el ejército de Sierra Leona, entrenado para combatir, manteniéndole en estado de euforia a base de drogas (como todos los soldados allí) y obligándole a matar. Cuando los niños soldados empiezan a violar y a asesinar voluntariamente niñas y mujeres instigados por los hombres, la civilización ha colapsado.

Crímenes contra las mujeres

En años recientes, se ha infligido a las niñas y mujeres de Liberia, de Sierra Leona y Costa de Marfil todo tipo de horrores, por la única y sola razón de que son hembras. Si las hembras fueron un grupo étnico particular –digamos, como los albanos o los tutsis- o tuvieran una religión particular, como los musulmanes bosnios, reconoceríamos lo que sucede como una especia de “limpieza de género” o feminicidio masivo. Pero no hablamos de los crímenes contra las mujeres de esa manera. ¿Cuándo oyeron a alguien hablar por última vez de los “crímenes contra las mujeres”?

Entrevistado para un documental de TV sobre las violaciones masivas perpetradas en la República Democrática del Congo, un sonriente guerrillero dice que “ha hecho el amor” a muchas mujeres. El entrevistador le pregunta si todas las mujeres lo hicieron voluntariamente y él se ríe. Admite que muchas lucharon con él, y dice –todavía sonriendo de oreja a oreja-: “Si son fuertes, llamo a mis amigos para que me ayuden”. A pesar del uso de eufemismos, sabe perfectamente lo que está haciendo. Cuando el entrevistador denomina su forma de hacer el amor de “violación”, insiste típicamente en que la violación sucede en tiempo de guerra y que cuando la guerra termina, no se hace más. El estado de guerra excusa los crímenes de los hombres contra las mujeres porque la violación –así se proclama- es algo que se da con naturalidad durante las guerras.

La guerra contra las mujeres en África Occidental y en más lugares es diferente de las otras guerras –ya sean provocadas por ideología, política, avaricia y ambición personal-; en todas las facciones, en todos los bandos, se hace la guerra contra las mujeres. Todos secuestran y violan y obligan a las mujeres a trabajar. Todos asesinan mujeres. En África Occidental, sólo las Fuerzas de Defensa Civil (CDG, en sus siglas en inglés) en Sierra Leona se contuvieron de violar durante un tiempo considerable. Eran cazadores tradicionales, reclutados por el gobierno para defender de los rebeldes sus propias zonas. Sus costumbres les mantenían alejados del coito, por que creían que le quitaba al guerrero la potencia, y actuaban cerca de sus hogares, donde eran conocidos; pero en cuanto la guerra prosiguió, también ellos empezaron a comportarse como el resto de los combatientes. Sin embargo, su inicial contención fue importante, al ofrecer pruebas de que la violación no tiene por qué ser algo que “sólo sucede” en la guerra, sino que es una opción optativa, una opción totalmente popular.

Tras la guerra, en la era “post-conflicto”, incluso algunos soldados en misión de paz se han unido a la guerra contra las mujeres. Human Rights Watch y otros han documentado casos de violaciones por cascos azules en África Occidental, pero ninguno fue perseguido. Los autores han sido sencillamente repatriados o trasladados a un nuevo puesto. Human Rights Watch informa también de una práctica extendida entre los cascos azules de utilizar niñas que han tenido que entrar en la prostitución para sobrevivir. (Hay pocas opciones para las niñas que se han quedado huérfanas o han sido rechazadas por sus familias, y muchas de esas niñas prostitutas han sido ya utilizadas como esclavas sexuales durante el tiempo de guerra.) Pero, al parecer, son los mismos cascos azules quienes reclutan a muchas de esas niñas.

Aquí en el distrito de Kailahun, el lugar donde la guerra de Sierra Leona empezó y terminó, las mujeres se muestran indignadas por la explotación sexual de sus hijas adolescentes. Los padres de esta parte del país –muchos de ellos mujeres viudas de guerra- toman muy en serio el consejo de enviar a sus hijas al colegio, lo que les supone un esfuerzo muy superior al del resto. Si una niña estudiante se queda embarazada, se requiere por ley que deje la escuela. (Consideren el impacto que supone en un pueblo pequeño que lucha por recuperarse de la guerra la pérdida de futuras profesoras, enfermeras o trabajadoras sociales). Si el padre del niño esperado es un compañero estudiante, él puede proseguir sus estudios rechazando cualquier responsabilidad. Sin embargo, a menudo no son los chicos los que han de sentir vergüenza. Muchas niñas aún vírgenes dejan pronto la escuela para escapar de profesores depredadores, y las mujeres informan de descensos en las cifras de embarazos de adolescentes cuando las fuerzas de las misiones de paz dejan las ciudades.

Sin embargo, incluso entonces, las violaciones a mujeres y niñas continúan produciéndose durante mucho tiempo. Es difícil hablar con certeza de hasta dónde llegan, porque las mujeres y niñas violadas se sienten normalmente demasiado avergonzadas por el crimen para atreverse a denunciarlo. En tiempo de guerra, era algo más fácil porque habían sido claramente forzadas por hombres armados; cuando la guerra “acabó”, ser de nuevo violada se convierte en la propia falta de una mujer. Sin embargo, los indignados padres de esta región de Sierra Leona informan cada vez más a las autoridades de las violaciones a las niñas. Aquí, en el Distrito de Kailahun, las mujeres se movilizaron para obligar al magistrado local a proseguir con el caso de una víctima de violación de siete años de edad. El magistrado, al parecer relacionado con el autor declarado, había tratado de impedir su enjuiciamiento posponiendo el juicio una y otra vez.

La violencia doméstica –pegar a la esposa, violación marital, abusos emocionales, torturas, privaciones económicas y similares- es habitual. Las empobrecidas mujeres con muchos niños que alimentar no tienen otra opción sino aguantar los niveles “normales” de violencia. Pero al igual que en tiempos de guerra, la violencia habitual invita a una serie de excesos. Justo el otro día, en el Distrito de Moyamba, un hombre mató a su mujer y le cortó la cabeza.

Los hombres malos se justifican

Para los hombres muy malos, aterrorizar a los civiles tiene sus ventajas, además de la gratificación inmediata por el poder ejercido. Esos actos pueden llevarles a conseguir puestos importantes en el gobierno. Cuando las atrocidades son los suficientemente conspicuas y horrorosas –como las tristemente célebres amputaciones de brazos y piernas en Sierra Leona-, la comunidad internacional inicia un proceso de paz. Normalmente llevan a la mesa de negociación a todos los malvados que han estado causando tanto dolor y les compran con puestos de poder en un nuevo gobierno “interino” o de “transición”. Vean si no, como ejemplo en otra parte del mundo donde las mujeres son muy maltratadas, a todos esos conocidos señores de la guerra a los que el pueblo afgano quería juzgar por sus crímenes de guerra y que, por una razón u otra, acabaron en el gabinete del Presidente Hamid Karzai o –tras elecciones publicitadas como democráticas- en el parlamento.

Foday Sankoh estaba condenado a muerte por traición cuando se convocaron ese tipo de negociaciones de paz. De ellas salió como jefe de la comisión gubernamental encargada de controlar los recursos naturales de Sierra Leona, incluyendo los diamantes que financiaron su guerra. Charles Taylor, mientras mutilaba y violaba en los campos de refugiados para personas desplazadas, fue elegido presidente de Liberia. Los votantes debieron pensar, tan maltratados como las mujeres, que la mejor forma para parar la violencia de ese hombre era dejarle seguir su camino, aunque fuera un camino hacia el desastre.

Los hombres malvados son rápidos a la hora de aprender del rápido avance de sus hermanos en cualquier parte. Sobre Laurent Kunda, en la República Democrática del Congo (RDC), reconocido ampliamente como el principal candidato para un juicio ante un tribunal por crímenes de guerra, se dice ahora que aspira a un alto puesto en el gobierno de la RDC a cambio de deponer sus armas. El rápido deslizamiento actual de Kenia hacia la “guerra tribal” se debe mucho también a esa misma teoría. Raila Odingo, al perder claramente una supuesta elección presidencial, se dedica a explotar la violencia genocida con buenas razones para confiar en que la intervención internacional le acomodará en el poder por la puerta trasera.

Aunque la Resolución nº 1325 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas pide que se incluya a las mujeres en todos los procesos de paz, raramente se las invita a las negociaciones. Con los hombres encargados de gobernar casi en todas partes, continúa la espantosa fascinación hacia los hombres malvados y la perversa preferencia por que los depredadores sigan goteando por muchos lugares. En Sierra Leona, se recompensó a los ex combatientes con motocicletas. La teoría era que los jóvenes violentos serían menos peligrosos si pudieran servir a un propósito útil y hacer algo de dinero llevando pasajeros en las nuevas motocicletas todas cromadas de marca en un país donde la mayoría de los coches han acabado incendiados. ¿El resultado? Cada plaza pública de los distritos más duros de Sierra Leona está ahora dominada por una banda motorizada compuesta sobre todo de jóvenes que ya tienen seguramente experiencia en la explotación sexual de chicas. Quizá al final pueda funcionar el esquema del transporte; pero en Sierra Leona la mayoría de las mujeres y las niñas siguen caminando.

Aquí, en el Distrito de Kailahun, las mujeres cuentan una historia –posiblemente apócrifa- acerca de una anciana que se acurrucaba sobre su fogón cuando los rebeldes del RUF entraron en su pueblo. Se encontraba friendo unas sabrosas ranas. Los rebeldes la rodearon, inclinándose sobre el puchero para ver lo que estaba cocinando y uno de ellos dijo: “Somos combatientes de la libertad del Frente Unido Revolucionario. Hemos venido a salvarte del gobierno”. La anciana –sin temor- contestó: “Entonces donde debéis ir es a la capital. El gobierno no está en mi puchero.” Las mujeres del Distrito de Kailahun cuentan la historia una y otra vez, y se ríen siempre. Se sienten muy orgullosas de que esa anciana solitaria y valiente regañara a esos hombres rebeldes. Ese es el espíritu de la supervivencia, todavía vivo en todas ellas, aunque deben saber que, probablemente, los rebeldes le dispararon a la anciana y se comieron sus ranas.

Nota sobre las fuentes: Parte de los informes referidos en este artículo pueden leerse online:

(1) http://www.trial-ch.org/en/trial-watch/profile/db/legal-procedures/charles_taylor_98.html

(2) http://www.amazon.com/dp/0374105235/ref=nosim/?tag=nationbooks08-20

- Amnesty International: “Targeting Women”:

http://www.amnesty.org/en/alfresco_asset/77175099-a2b1-11dc-8d74-6f45f39984e5/afr310012007en.pdf

- Human Rights Watch: “My Heart is Cut’: Sexual Violence by Rebels and Pro-Government Forces in Côte d’Ivoire:

http://www.who.int/hac/crises/lbr/Liberia_RESULTS_AND_DISCUSSION13.pdf

- The World Health Organization:

http://www.who.int/hac/crises/lbr/Liberia_RESULTS_AND_DISCUSSION13.pdf

- The Centers for Disease Control and Prevention and the UN Fund for Population Activities: “Women’s Reproductive Health in Liberia, The Lofa County Reproductive Health Survey”: http://www.rhrc.org/pdf/LIBERIA%20RH%20SURVEY%20REPORT%20Oct07.pdf

- Human Rights Watch: “’We’ll Kill You If You Cry’: Sexual Violence in the Sierra Leona Conflict: http://www.hrw.org/reports/2003/sierraleone/sierleon0103.pdf

Resolución 1325 de Naciones Unidas: http://www.peacewomen.org/un/sc/res1325.pdf

Ann Jones, fotógrafa y escritora, trabaja como voluntaria con el International Rescue Committee (IRC) en un proyecto especial en la unidad sobre Violencia de Género denominado: “A Global Crescendo: Women’s Voices from Conflict Zones”. Su obra más recientes es: “Kabul in Winter: Life Without Peace in Afganistán” (http://www.amazon.com/dp/0312426593/ref=nosim/?tag=nationbooks08-20 )
(Metropolitan Books), un informe sobre una guerra que no ha terminado.

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