El precio de la hybris y la venganza: el futuro de Israel y el declive del Imperio americano

Arno J. Mayer
Sin Permiso
Traducción por Xavier Layret
12/06/09

Israel es presa de una suerte de esquizofrenia colectiva. Sus gobernantes, pero también la mayoría de la población judía, padecen delirios de grandeza y de persecución, lo cual genera graves distorsiones en la percepción de la realidad y activa comportamientos inconsistentes. Los judíos de Israel se ven y se representan a sí mismos como el pueblo elegido, como parte de una civilización superior, la occidental. Se consideran más cerebrales y razonables, con más sentido moral y más dinámicos que los árabes y musulmanes en general, y que los palestinos en particular. Al mismo tiempo, se perciben como la encarnación suprema del sufrimiento inconmensurable del pueblo judío a través del tiempo; como las víctimas, todavía hoy, de una inseguridad y una indefensión constantes producidas por la amenaza de un castigo brutal e inmerecido.

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Una percepción psicológica de este tipo predispone a la hybris, a la desmesura y a la venganza, como si hiciera falta dar una respuesta contundente al tormento eterno del pueblo judío que habría alcanzado su punto culminante con el Holocausto. La evocación de la Shoah se convierte así para Israel en una suerte de undécimo mandamiento; en un elemento central de la Weltanschauung civil y religiosa de la nación. La familia, la escuela, la sinagoga y la cultura oficial propagan esta narrativa prescriptiva, pero descontextualizada y atravesada de etnocentrismo. La rememoración de la victimización se ritualiza a través del Yom Ha Shoah y se institucionaliza mediante el Yad Vashem.

De este modo, Israel utiliza el Holocausto para conjurar el espectro de un inmemorial peligro existencial, que a su vez es utilizado como coartada para imponer un Estado de guerra y una diplomacia férrea. Al adoptar invariablemente el papel del vulnerable David bíblico que se enfrenta con coraje al Goliat islamista, Israel pretende presentar sus guerras y sus incursiones militares transfronterizas como estrictamente defensivas, preventivas o como operaciones que sólo procuran neutralizar al enemigo. Sus líderes, empero, muchos de ellos oficiales del ejército y de los servicios de inteligencia retirados, no dejan de atribuir esta exhibición militar al avanzado armamento, a los ejemplares estrategas y al singular virtuosismo de los ciudadanos soldados de las “Fuerzas de Defensa” del país, una de las máquinas guerreras más poderosas del mundo.

Esta auto-celebración pasa por alto la ostensible falta de poder del enemigo construido como “el otro”, al tiempo que exagera la fuerza innata de Israel y confunde el juicio con los hechos. Sin el enorme y prácticamente incondicional apoyo financiero, militar y diplomático de los Estados Unidos y de la Unión Europea, Israel sería un pequeño Estado nación más de Oriente Medio y no una anómala superpotencia regional. Incluso con este inusual apoyo externo (por no hablar del de la diáspora mundial) el Estado israelí no ha alcanzado más que victorias pírricas. Éstas, en efecto, no le han permitido mejorar su posición política y estratégica en Oriente Medio. A excepción, claro está, del tiempo ganado en la expansión y consolidación de su política de hechos consumados en Cisjordania, Jerusalén y Golán; una política, por otra parte, fieramente resistida.

Aunque sus líderes evitan afirmarlo en público, Israel no quiere la paz o un acuerdo amplio y permanente, a menos que se realice bajo sus condiciones. No se atreven a decirlo públicamente, entre otras razones, porque en el fondo cuentan con la rendición incondicional, e incluso con la sumisión permanente, del enemigo. Por eso, continúan culpando a los palestinos por el actual estado crónico de guerra. Esto le permite a Israel seguir proyectándose en una situación de peligro constante y, por consiguiente, justificar su militarización. La premisa estratégica que subyace a esta política es la necesidad de impedir cualquier cambio significativo en el equilibrio de poderes de Oriente Medio.

Existe, en todo caso, otra razón más tangible que puede explicar esta rígida posición y el abierto desdén por la negociación. Debido a su historia de exilio y a su aspiración de autogobierno, los judíos y sus pensadores no son tienen conciencia suficiente de las implicaciones teóricas y prácticas que supone la construcción de un estado soberano. Es verdad que después de 1945, tampoco la mayoría de líderes de los nuevos estados pos-coloniales la tenían. A diferencia de ellos, sin embargo, los intelectuales y la clase política israelíes se precian de sus profundos ligámenes con Occidente, incluida su herencia filosófica e intelectual. Tan es así que anteponen su incorporación a la Unión Europea a cualquier aproximación al mundo árabe/musulmán. Con todo, no parecen familiarizados con nociones básicas de pensadores como Maquiavelo o Clausewitz. En efecto, uno y otro propugnaron de manera enfática, como teóricos de la política y de la guerra respectivamente, la moderación sobre el descontrol y el exceso.

Maquiavelo coloca la virtud en el centro de su fórmula de uso del poder y de la fuerza. Sin embargo, no la concibe como un principio moral –esto es, como simple virtuosismo- sino como prescripción de prudencia, flexibilidad y sentido de la sobriedad y la limitación en el ejercicio del poder político. Clausewitz, por su parte, teoriza la guerra limitada y en función de objetivos bien definidos y negociables. La disposición para el compromiso, desde esta perspectiva, tiene su papel más allá de los objetivos y exigencias inmediatos del vencedor. Ante todo, Clausewitz advierte contra la guerra "absoluta", en la que se dejan de lado la inteligencia, la razón y el juicio. Aunque él y Maquiavelo tienen en cuenta la interpenetración entre política interna e internacional, ambos las conciben como dos esferas diferenciadas. En Israel, en cambio, lo que prevalece es la política interna, con escasa preocupación por las racionalidad de la política internacional.

Estas consideraciones deberían ser especialmente tenidas en cuenta por los Estados pequeños. Sin embargo, los líderes de Israel, cegados por su exitoso desafío a la legalidad y a los límites en general, entienden que sus 7 millones de habitantes (de lo cuales más de un 20% no son judíos, sino mayoritariamente árabes) constituyen una gran potencia en razón de sus sobredimensionadas fuerzas armadas y de su industria armamentística. En realidad, empero, se engañan a sí mismos al pretender que el apoyo del mundo occidental a su hipertrofia militar es irreversible. En contra de las exigencias de la virtù, realizan operaciones militares de gran escala contra la resistencia radical palestina. También pretenden atacar a un revitalizado Irán con aviones último modelo construidos y financiados por Estados Unidos y conducidos por pilotos israelíes autorizados por Estados Unidos. Tel Aviv tampoco duda en autorizar misiones militares, técnicas y de "inteligencia", así como armamento, en decenas de países de Oriente Medio, de la ex- esfera soviética, de África, Asia y América Latina, no pocas veces con la complicidad de Washington.

El terror de Estado aparece como un elemento constitutivo de las armas y tácticas utilizadas por Israel contra la resistencia palestina. También éstos, desde luego, recurren al terror, que es el sello distintivo de una guerra asimétrica como la que hoy tiene lugar. Sin embargo, quien siembra vientos y cosecha tempestades es Israel. Un círculo vicioso y eterno de venganza, que gira al son de una suerte de combinación entre fuerzas armadas regulares, sofisticadas y muy seguras de sí, y fuerzas paramilitares puras y duras, intensifica la desconfianza entre israelíes y palestinos. Esta desconfianza incluye a los israelíes árabes, muchos de los cuales son musulmanes. Aunque su objetivo es quebrar la voluntad de las milicias armadas infligiendo al conjunto de la sociedad un sufrimiento insoportable, como ha ocurrido en el Líbano o en Gaza, los daños colaterales generados por las campañas israelitas de "shock" y "pánico" sólo sirven para alimentar la furia vindicativa de los menos poderosos.

Desde la fundación misma de Israel, el "gran pecado por omisión" del sionismo (Judah Magnes), ha sido el fracaso a la hora de conseguir el entendimiento y la cooperación entre árabes y judíos. En virtud de su ascendencia a la vez militar, diplomática y económica, en cada momento decisivo desde 1947-1948, Israel ha adoptado una actitud de superioridad respecto de los palestinos. Esta prepotencia se volvió especialmente pronunciada tras la Guerra de los Seis Días, de 1967. Basta pensar en las anexiones y asentamientos; en las ocupaciones y en la instauración de la ley marcial; en los pogromos y expropiaciones; en los cruces y controles de frontera; en los muros y en las calles segregadas. A lo cual habría que sumar, para mayor mortificación de los palestinos, el desmesurado número de civiles asesinados y heridos, así como los casi 10.000 que languidecen en prisión.

A pesar de los infaustos resultados de la Operación Plomo Fundido emprendida recientemente en Gaza, las clases dominantes y gubernamentales de Israel no han abandonado su actitud imperial. Resulta evidente, en todo caso, que su actuación militar se adecua muy mal a las exigencias de un tipo de guerra cada vez más irregular y descentralizada, al tiempo que su política exterior se vuelve más incoherente, atenazada por una concepción partisana y tercamente intransigencia. En términos geopolíticos, la relación de Israel con Washington también se presenta inestable y agitada por los mismos vientos que sacuden el centro y la periferia del imperio norteamericano.

Envalentonados, no obstante, por el avanzado armamento convencional y no convencional del que disponen, y desdeñosos de la minúscula y agonizante oposición de izquierdas en la Knéset (el parlamento israelí) los gobernantes de Israel siguen apostando por consolidar la mayoría de asentamientos del archipiélago y de Jerusalén. De boquilla apoyan la solución de los dos estados; pero en realidad sólo están dispuestos a conceder a los palestinos un mísero seudo-estado con soberanía restringida y con una Gaza y una Cisjordania divididas. Si les presionaran, tal vez accederían a la construcción de un corredor de unos 48 kilómetros por debajo de Israel con el objeto de establecer una continuidad artificial entre una Cisjordania fragmentada y una Franja de Gaza cercada. En todo caso, su intención es controlar la tierra, las fronteras marítimas, el espacio aéreo y las frecuencias electromagnéticas.

Para acometer sus objetivos, Israel continúa sacando partido de las divisiones intestinas de la nación palestina y de los desacuerdos que atraviesan al mundo árabe musulmán. No hay nada que sus líderes teman más que una reconciliación entre las dos principales facciones palestinas, Hamás y Al Fatá; un gobierno palestino unitario y una entente cordial entre los estados árabes que respaldan el plan de paz impulsado por Arabia Saudita en 2002 y que consideran condenado al fracaso. La última encarnación del mal es el Irán chiíta y no árabe. La expansión del poder político e ideológico de Teherán infunde miedo entre los estados árabes supuestamente moderados, comenzando por Egipto, Arabia Saudita y Siria. Esto los alentaría a unirse en torno a una propuesta de paz árabe poco fiable. Con toda probabilidad, un movimiento de este tipo llevaría a Irán a reforzar su apoyo al islamismo político radical a lo largo de todo el Oriente Medio, incluidos Hezbolá en Líbano, Hamás en Palestina, y los talibanes y Al-Qaeda en Afganistán y Pakistán. Si Israel, por su parte, se limita a responder con su habitual truculencia, continuará navegando peligrosamente entre los cada vez más inseguros y desorientados anciens régimes del mundo árabe-musulmán, y un clima creciente de rebelión alimentado por impulsos tanto seculares como religiosos.

Mientras su obsesión por la seguridad nacional no hace más que crecer –y aquí Irán aparece como la última y más inminente amenaza existencial- el singular capital moral y el prestigio internacional de Israel no dejan de erosionarse. Los llamados al boicot, al embargo, a la no inversión, a las sanciones y a la persecución penal son cada vez más numerosos. Lo mismo ocurre con las voces y análisis críticos admitidos en los medios de comunicación. Desacreditar o denunciar esta creciente censura de las políticas de Israel como un rebrote del viejo anti-semitismo –supuestamente alentado y legitimado por el irracional auto-odio de algunos judíos- no es más que señalar el árbol y negarse a ver el bosque. Algo similar puede decirse de la tendencia de los líderes israelíes a estigmatizar a ciertos líderes extranjeros –sea Nasser, Arafat, Saddam Hussein o Ahmadinejad- como simples reviviscencias de Hitler.

Con todo, los viejos reflejos persisten, y la perspectiva de un Irán nuclear e islamista capaz de torcer la hegemonía en la región los dispara de inmediato. Con una población de 70 millones y alrededor de un 15 por ciento de las reservas mundiales de petróleo y gas natural, Irán es, sin duda, un Estado al que no se puede ignorar. Tiene una larga historia, una sólida conciencia nacional y una ascendente y educada clase media. Sus bien dotados misiles son capaces de impulsar ojivas convencionales y no convencionales a distancias de entre 1500 y 1900 kilómetros.

En lugar de sumarse a quienes buscan vías diplomáticas para reconfigurar el equilibrio de poderes en la región, Israel aboga por un embargo económico total sobre Irán, respaldado por la amenaza de ataques aéreos. El objetivo de la línea dura que apuesta por esta alternativa sería provocar un cambio de régimen a través de una "revolución de color" (N.d.T.:del tipo de las que tuvieron lugar tras la caída del Muro de Berlín en algunos países de la órbita de la antigua ex-URSS) fomentada por los Estados Unidos y por el propio Israel. En más de una ocasión, Tel Aviv ha advertido de que cumplirá con su amenaza de llevar a cabo ataques aéreos contra las fábricas nucleares de Irán para evitar o al menos frenar el desarrollo de armas de este tipo. Reputados políticos e intelectuales de proyección pública aseguran que Israel responderá incluso sin la aprobación de Washington, confiado como está de que los Estados Unidos no tendrán más remedio que proporcionarles apoyo militar y diplomático, al menos porque Israel puede utilizar, a modo de chantaje, las cinco bases militares norteamericanas que existen en los territorios sagrados.

En marzo de 2009, Barak Obama y Shimon Peres saludaron al pueblo y al gobierno iraníes en ocasión de la celebración del Noruz, el año nuevo persa. Obama señaló enfático que "estamos unidos por una misma humanidad" e insistió en que era por el bien de ambos países que "Irán debe tener el sitio que le corresponde en la comunidad de las naciones". Peres, en cambio, adoptó un punto de vista radicalmente diferente. Instó a los iraníes a que reclamaran su "valioso lugar entre las naciones del mundo ilustrado", al tiempo que enumeraba las condiciones en que, según él, se encontraba el país: "Tenéis un elevado desempleo, corrupción, grandes cantidades de droga y descontento general. No podéis alimentar a vuestros niños con uranio enriquecido; lo que necesitan es un desayuno de verdad. No es posible que mientras el dinero se invierte en uranio enriquecido el mensaje a los niños sea que permanezcan un poco hambrientos, un poco ignorantes". Los niños iraníes, según Peres, sufren sólo porque "un puñado de fanáticos religiosos han optado por el peor camino posible". En lugar de oír al presidente Ahmadinejad, que en 2006 puso en cuestión el Holocausto, la ciudadanía debería "deshacerse de estos líderes [...] que no sirven a su pueblo". En cualquier caso, aunque "destruyan a su [propia] gente, no nos destruirán a nosotros".

Las acusaciones tienen miga. Sobre todo cuando en Israel la independencia del poder judicial es dudosa, el secularismo no ha dejado de perder terreno, hay una xenofobia rampante y la minoría palestina es constantemente arrumbada a una ciudadanía de segunda clase. Al blandir la amenaza de Irán, la partisana pero unánime clase política israelí no busca sino perpetuar su dominio a través del miedo, lo cual, como dejó escrito Montesquieu, equivale a sembrar las semillas del despotismo.

En el fondo, Israel debería preguntarse si hay un punto más allá del cual la apuesta sionista acaba por ser auto-destructiva y por provocar la propia corrupción y degradación. Aunque el judicidio comporta un hito en la historia del pueblo judío, no es su experiencia ni su momento decisivo. El mitologizado exilio milenario del pueblo judío fue todo menos una ininterrumpida edad oscura: antes de la Shoah, y después de ella, existió una animada experiencia vital del pueblo judío, tanto en Israel como en la diáspora. Cuando se afirma que las entre 5 y 6 millones de víctimas judías de la segunda guerra mundial son parte de los 70 millones asesinados durante ese enfrentamiento, unos 45 millones de los cuales eran civiles, no se profana el Holocausto ni se desacredita su memoria. Simplemente se recuerda que la catástrofe judía está inextricablemente ligada a la más cruel y asesina conflagración en la historia de la humanidad, una guerra única en ferocidad debido a los odios cruzados que desató y no a una narrativa divina acerca de los judíos.

El Nuevo Oriente Medio es un hervidero de conflictos internos e internacionales. Todas las naciones de este perennemente problemático espacio geopolítico deberán ajustarse a la emergencia de un sistema mundial multipolar y al lento declive del imperio americano. Este imponente y acelerado cambio en la política internacional coincide con la vertiginosa globalización de la economía, las finanzas y la ciencia. Todo ello subvierte el funcionamiento de las economías nacionales al tiempo que alienta un nuevo mercantilismo cuyos términos son establecidos por un nuevo concierto de grandes potencias.

En esta encrucijada, a los líderes de Israel no les queda alternativa: o se aferran a sus armas y se ven arrastrados a una realidad geopolítica reconfigurada que no pueden controlar y de la que no pueden beneficiarse; o deciden, por propia voluntad, moderar su hybris y controlar su propensión a la venganza ¿Cuál debería ser la decisión en un momento en que son ostensibles el declive de la inmigración judía a Israel, el aumento de la emigración y una caída inédita en los niveles de reclutamiento militar (por no hablar de los efectos que el desencanto reinante pueda tener en los índices de asimilación y de matrimonios no exclusivamente judíos en la diáspora)?

Para comenzar, los gobernantes de Israel y los intelectuales con proyección pública deberían repensar las premisas y objetivos fundamentales, así como las estrategias políticas, adoptadas desde 1948. Harían bien, por ejemplo, en recuperar una de las ideas primigenias de Theodor Herzl: la de una mancomunidad judía en Palestina que actuara como "trinchera de la civilización contra la barbarie", esto es, como una suerte de "fortaleza contra Asia" vinculada a Europa, a cambio de que las grandes potencias garantizaran su existencia como un "Estado neutral". Ciertamente, el craso orientalismo de esta concepción resultaría desactualizado incluso para la mayoría de judíos israelíes. Sin embargo, la noción central de un Estado neutral no debería descartarse de manera ligera. Sobre todo porque el actual Estado guerrero no tiene visos de convertirse, como Herlz ambicionó, en una "luz para las naciones", incluida la diáspora.

En segundo lugar, deberían admitir que las pequeñas naciones no pueden hablar con arrogancia mientras blanden un garrote, y que obcecarse en la carrera nuclear es una manera de tentar el destino. Esta actitud, en realidad, sólo servirá para incrementar los riesgos de una proliferación nuclear en Oriente Medio y Asia Central; un peligro frente al que Israel no podrá reclamar inmunidad. Apostar por la seguridad y la supervivencia de un pequeño país a partir de la ventaja temporal que otorgan los aviones a control remoto, los misiles, las bombas de racimo o el ciber-armamento, es otro delirio. Inevitablemente, Irán y otros estados acabarán desafiando este despliegue imperial. La región entera, por tanto, quedará expuesta a la absurda doctrina de la mutua disuasión, basada en la idea de que los oponentes evitarán su respectiva destrucción en la medida en que puedan exhibir mayor capacidad de ataque nuclear, químico y biológico. Por otro lado, aunque Teherán carezca todavía de un efectivo sistema de misiles de aire para su defensa, ya ha experimentado con misiles rápidos cuyo alcance sería un peligro real para Israel. Ello sin contar que Irán tiene dos cartas más a su favor: una firme posición de acceso por el norte al estrecho de Ormuz, un punto clave para el control del petróleo mundial; y una crítica proximidad geopolítica a Irak, Afganistán y Pakistán.

En lugar de intentar liderar la carrera de rearme nuclear y biológico en la región, Israel debería abogar por un Oriente Medio libre de armas nucleares y anunciar una reducción significativa tanto de su propio y desmesurado arsenal atómico, como, en general, de su industria armamentística, ambos provocativos y poco productivos. Este recorte militar, tangible y simbólico a la vez, podría operar como una señal de que Israel está dispuesto a discutir seriamente la cuestión de los refugiados palestinos. Esta disposición podría exteriorizarse de diversas formas: mediante algún tipo de arrepentimiento público y de asunción parcial de la responsabilidad moral por el éxodo de más de 700.00 millones de árabes palestinos entre 1947-1949, o mediante el impulso de una reparación internacional en los términos de la Resolución General de Naciones Unidas nº 194 (artículo 11).

Al día siguiente de la sangrienta y destructiva invasión de Gaza, una reunión de donantes recaudó unos 4.500 millones de dólares para su reconstrucción. La mayor parte de la ayuda provino de los estados árabes, liderados por Arabia Saudita. Los Estados Unidos destinaron 900 millones de dólares a la Autoridad Palestina y 300 millones de ayuda a Gaza ¿Qué hubiera pasado si este dinero se hubiera recaudado antes? De haberse dedicado a reparaciones que con frecuencia son desacreditadas como medidas generadoras de confianza, es probable que la región se hubiera ahorrado las políticamente tóxicas y humanamente letales incursiones en el Líbano y Gaza.

Este clase de medidas, secundadas por otras naciones, podrían oficiar de pasos previos a la elaboración de unas líneas básicas y estables que permitan negociar un acuerdo en cuestiones como seguridad, fronteras, asentamientos, el estatuto de Jerusalén o de los territorios sagrados, o los recursos hídricos. Un cambio así en la agenda política haría explícita la pretensión de abandonar la inveterada obcecación secular y religiosa por el Río Jordán así como la estrategia del Muro de Hierro. Buscar la reconciliación y un acomodo razonable con la imprevisible clase política palestina, con los excitables regímenes árabes o con el turbulento mundo islámico exige abandonar el sionismo cerrado y marcial inspirado en el libro de Josué y caro a gente como Weizmann, Jabotinsky, Ben-Gurion, Begin, Netanyahu y Barak. Y supone, por el contrario, recuperar el reprimido sionismo humanista y abierto que tiene su origen en el profeta Isaías y que han defendido personas como Ahad Hamm, Martin Buber, Judah Magnes, Ernst Simon y Yeshyahu Leibowitz. Este sionismo humanista, precisamente, es el que propugna bien la existencia de dos estados desmilitarizados, bien un único estado bi-nacional para dos pueblos, con fronteras abiertas, separación entre religión y estado, derechos civiles y sociales universales y una reciprocidad cultural ecuménicamente conformada.

Tratándose de políticos y de filósofos, se sabe, el búho de Minerva siempre emprende el vuelo al atardecer. En cualquier caso, los líderes israelíes deberían reflexionar de manera crítica sobre las creencias de Herzl a la hora de apostar por un patrón imperial y deberían, asimismo, extraer las implicaciones que el declive del imperio norteamericano tiene para el futuro de Israel. Paradójicamente, el ocaso de la hegemonía de Washington en el Nuevo Oriente Medio podría contribuir a corregir la prepotencia israelí y dar al sionismo cosmopolita e ilustrado una nueva aunque difícil oportunidad en este mundo. Lo cierto, sin embargo, es que mientras tanto Estados Unidos sigue aferrado con uñas y dientes a su vieja posición, y la elite dirigente de Israel parece reafirmarse en su actitud implacable, con todos los riesgos y peligros que ello supone para su propio país y para la diáspora.

Arno J. Mayer es profesor emérito de historia en la Universidad de Princeton. Autodefinido como "marxista disidente de izquierda", es autor, entre otras obras, de The Furies: Violence and Terror in the French and Russian Revolutions, 2001.

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