Notas sobre judaísmo y «judaísmo» en el marco sionista de Israel. Soldado y talit con merkava al fondo.

Rebelión
Sergio Pérez Pariente
28/11/09

De las tres religiones del Libro, el judaísmo es sin duda la que menos cadáveres ajenos y más propios ha dejado a lo largo de la historia. Es una cuestión numérica, y por tanto irrebatible. Quizá haya diversos factores que lo explican, pero al menos uno de ellos parece arrojar más luz que el resto, y es el casi permanente distanciamiento de la religión judía de los centros de poder temporal, lo que la impidió convertirse en perseguidora, al tiempo que resultaba perseguida. En términos históricos, el judaísmo casi siempre supo articularse en torno a un proyecto exclusivamente religioso, manteniéndose mientras alejado de los núcleos decisorios de la economía y de la política. Una fe sin dictados imperiales ni expolios de ultramar, sin bárbaros adoctrinables, sin montañas que mover, sin turbas con antorchas (o sin ellas), sin campo de batalla. Como quizá diría Marc H. Ellis, el judaísmo no llegó a dar el salto «constantiniano» hacia el trono del poder político, como sí hicieron, y desde fases tempranas en su desarrollo, tanto el cristianismo como el islam para sumirse en respectivas apoteosis de mundanidad, supremas cogorzas aúlicas cuya resaca dura hasta nuestros días y, de hecho, los moldea desde Teherán a California. Quien con reyes se acuesta, mendigo (y meado) se levanta.

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Los motivos que históricamente han alejado al judaísmo del «constantinianismo» no interesan aquí. Poco importa si fue el judaísmo el que se alejó del poder o fue el poder el que se alejó del judaísmo. Dejemos que otros más sabios lo discutan, y eludamos así el bizantinismo al que inevitablemente aboca la disputa argumental del ignorante. Algún autor, empero, ha podido escribir: «El rechazo de la violencia física es un sólido componente de la ética judía (…) El judaísmo tradicional imprime una cultura de no violencia, o más bien de violencia meramente simbólica, que se presenta en formas tan diversas como las anécdotas irónicas y ejemplares, los chistes, las fábulas filosóficas desenmascaradoras o, en caso de graves incumplimientos de la ley religiosa, la excomunión de los culpables». [1]

No obstante, sabemos que en el Talmud y en la Torá, al igual que en la Biblia y el Corán, al igual que en cada corazón humano, menudean las palabras de paz y las de guerra, los cantos amicales y la hinchazón patibularia. Entendemos que de ahí, por tanto, no sacaremos nada en claro.

Ciñámonos entonces a los hechos, que muestran dos cosas de forma meridiana: primero, que el judaísmo jamás llevó la corona de la hegemonía política sobre su cabeza (con la notable excepción del período jázaro, e incluso en este caso parece que fueron los jázaros los que abrazaron el judaísmo, más que el judaísmo a los jázaros); segundo, que el judaísmo no perpetró crímenes en su nombre contra otras comunidades, o al menos no de forma recurrente ni masiva. En contraste con los umbrosos historiales del islam y, en especial, del cristianismo, el judaísmo parece una suerte de jainismo abrahámico con flores en el pelo (obviando a las vaquillas rojas, que no suscribirían el comentario).

Para nosotros, la casi total ausencia de criminalidad en la trayectoria histórica de la religión judía es condición necesaria y suficiente para considerarla una religión de paz. De esto no se infiere que hayamos de considerar al islam y al cristianismo como religiones de guerra, sino que, simplemente, en el caso de estos dos cultos los atributos de la paz no pueden hallarse en su devenir histórico (se pueden buscar, pero no se encontrarán); aunque quizá sí en otras instancias, acaso en el espíritu que anima buena parte de sus textos sagrados o las vivencias personales de sus fieles, muchos de los cuales –y a diferencia, por lo común, de sus jerarcas– interpretan las verdades de su credo en sentido humanista, amoroso e inclusivo.

Al declarar que, según ha sancionado la historia, el judaísmo es una religión de paz, nos gustaría que el término ‘historia’ se subrayara lo suficiente, ya que es un elemento clave en el discurso que tratamos de pergeñar. De este modo, las acusaciones contra los antiguos israelitas que se fundamentan en la crueldad del relato bíblico (conquista, expulsiones y exterminio anticananeos, tal como recoge, entre otros, el historiador marxista G. E. M. de Ste. Croix) carecen de relevancia en el asunto que nos ocupa, ya que estamos ante fragmentos mitológicos, de nula historicidad, escritos mucho después del asentamiento israelita en la tierra de Canaán y al calor de motivos «teopolíticos» concretos. [2]

Si el judaísmo ha sido una religión de paz, tal como evidencian los registros históricos fiables de los que disponemos, ¿cómo es posible que soldados judíos vistiendo el talit reciten sus plegarias frente a sus tanques poco antes de dirigirlos contra la zona más densamente poblada de la Tierra? Uno de estos centauros ilustra la portada del último libro de Bósforo, del profesor Durán Velasco. El hombre y la máquina, el fiel y su merkava a la luz infinita de Dios que simboliza su manto de oración. Los hemos visto otras veces, en prensa y por pantalla. Apariciones fugaces y en extremo perturbadoras. A la luz de la antedicha opinión que nos merece el judaísmo, la visión de un judío rezando ante su carro de combate se antoja una antinomia, un oxímoron desasosegante, algo así como ver a un jaina degollando a un animal.

Hace pocos días, aparecía en el diario Maariv (escrito en hebreo y segundo periódico de mayor difusión en Israel) un artículo referente a la reciente publicación de una guía que explica cuándo es permisible para un judío matar gentiles. El libro, titulado Torat ha-Melekh [La enseñanza del rey], está escrito por los rabinos Yitzhak Shapira, cabeza de la yeshiva Od Yosef Hai, situada en los Territorios Ocupados (en Yitzhar, cerca de Nablus), y Yossi Elitzur, de la misma yeshiva. El texto ha sido elogiado por otros rabinos, como Yitzhak Ginsburg (autor de «Baruch, el hombre», un artículo que ensalza la figura de Baruch Goldstein, fundamentalista «judío» que en 1994, y en un supremo acto de antijudaísmo, mató a 29 fieles musulmanes que rezaban en la Tumba de Abraham), Dov Lior y Yaakov Yosef, cuyos encomios aparecen al comienzo de la obra, según cuenta el periodista de Maariv . Por tan sólo treinta shekels –menos de seis euros– cualquier lector de hebreo puede adquirir un ejemplar a través de internet. En él podrá leer cosas como esta:

«Está justificado matar bebés si resulta claro que nos harán daño cuando crezcan, y en tal circunstancia [los bebés] pueden ser lastimados de forma deliberada, y no sólo durante un combate con adultos». [3]

Según Lior Yavne, un activista israelí por los derechos humanos de la organización Yesh Din, la yeshiva Od Yosef Hai ha recibido en los últimos tres años más de un millón de shekels del Ministerio de Educación y del Ministerio de Asuntos Sociales de Israel.

Durante la pasada Operación Cast Lead en Gaza, y tal como señala el corresponsal de Haaretz Amos Harel y todos pudimos ver por televisión, los soldados y oficiales religiosos del ejército israelí recibieron apoyo espiritual en la misma «línea de frente» (esta la expresión que usa Harel; nosotros hablaríamos de la «línea de tiro al pichón» o de la «línea de pesca en barril») con la visita de un significativo número de rabinos. Sobre el terreno, el rabino jefe del Tsahal (y brigadier general) Avichai Rontzki explicó a los otros rabinos del ejército que no se encontraban allí para «repartir vino y challah [pan hebreo tradicional] a las tropas durante el shabbat », sino «para llenar a los muchachos de yiddishkeit [‘judaidad’, ‘esencia judía’] y espíritu de lucha». [4] Al mismo tiempo, el rabinato del ejército distribuyó entre los soldados una serie de publicaciones que enseñaban las correspondencias entre la literatura sagrada y la conducta en el campo de batalla. El siguiente fragmento, cuyo autor es el rabino Shlomo Aviner, que dirige la yeshiva Ateret Cohanim en la Ciudad Vieja de Jerusalén, pertenece a un folleto distribuido entre las tropas y titulado «Estudios diarios de Torá para soldados y comandantes en la Operación Cast Lead»:

«La Biblia prohíbe rendir un sólo milímetro [de tierra en Israel] a los gentiles, pese a todas esas impuras distorsiones e idioteces de autonomía, enclaves y otras debilidades nacionales. No abandonaremos en manos de otra nación ni un solo dedo, ni una uña [de la tierra de Israel]». [5]

Esto sucedía en enero de este año, y hace pocos días sabíamos de nuevo del rabino Rontzki, que afirmaba esta vez que aquellos soldados que «muestren piedad» hacia el enemigo en tiempos de guerra «serán maldecidos». Refiriéndose a la masacre en Gaza, Rontzki señaló: «Todos recordamos el comienzo de la guerra, con un gran ataque de 80 aviones bombardeando diversos puntos, y después artillería, fuego de tanque y de mortero y demás, igual que en la guerra (…) Todos pusieron en la lucha su alma y su corazón». [6]

El comentario de un ciudadano anónimo en el foro abierto de Haaretz resume nuestra visión:

« Este hombre [Rontzki] junto con el rabino de Cisjordania que disculpaba el asesinato de bebés gentiles [Shapira] son al judaísmo lo que Ben Laden al islam: la personificación de la más retorcida, amoral y egocéntrica podredumbre de una, por otro lado, hermosa religión.»

Los ejemplos anteriores son tan sólo algunos de los que han sucedido este año. Para tener una buena perspectiva de este asunto en años precedentes, es de gran utilidad consultar la obra de referencia de Israel Shahak, Jewish Fundamentalism in Israel [El fundamentalismo judío en Israel] (Pluto Press, 2004), aún sin traducir al castellano. Aunque en sí mismo relevante y digno de estudio, el fundamentalismo «judío» que parecen desnudar extractos como los arriba citados no constituyen el núcleo duro del problema. El caso de las llamadas «yeshivas Hesder» sintetiza la verdadera radix putrefactionis de la cuestión.

Las yeshivas Hesder son escuelas religiosas que combinan el estudio del Talmud y la Torá con la preparación militar y el servicio en el ejército israelí. En consecuencia sus alumnos, que en número muy elevado llegan a servir en unidades de combate, son una suerte de templarios pseudojudaicos cuya existencia está marcada por la casi inviolable unicidad entre Dios y el Estado, que es el que financia sus estudios y su carrera militar. El hecho en verdad aciago para el judaísmo no es que estos guerreros de Dios salgan extremistas o con cierto sentido de la moderación y la justicia; lo funesto es que salgan, simplemente; lo obsceno es que resulte posible conciliar, en términos que no son causa de escándalo para casi nadie en Israel, el entrenamiento y servicio militares con una educación en valores religiosos que se estiman como judíos. Aunque no lo circunscriben, las yeshivas Hesder sirven como triste epítome de todo este enorme disparate.

Rontzki, Shapira, Aviner y las yeshivas forjadoras de neocruzados talmúdicos son tan sólo epifenómenos de la escalada «constantiniana» del «judaísmo» en Israel, de su implicación con el núcleo de poder político más importante de Oriente Próximo, potencia nuclear y armamentística tanto a escala regional como mundial, un Estado que se define a sí mismo como «judío» desde su declaración fundacional, y cuya legislación y práctica políticas sirven exclusivamente al mantenimiento y promoción de una (presunta) judaidad cuya mayoría demográfica ha de preservarse a cualquier precio. Como indican numerosos estudios (el mejor de los cuales, de próxima publicación en Bósforo, pertenece sin duda al profesor Oren Yiftachel, de la Universidad de Beersheva), Israel no es una democracia en sentido convencional, sino una «etnocracia» o «democracia étnica», un aparato administrativo de apariencia institucional democrática que, en la práctica, funciona como una colosal maquinaria que se encarga de privilegiar a un determinado grupo, los judíos, sobre otro, los no-judíos (de hecho, los árabes palestinos que viven en Israel), en base a criterios y disposiciones primera y presuntamente étnicos.

La presunción de etnicidad es, al mismo tiempo, uno de los mayores dogmas y dislates que se encuentran en los fundamentos ideológicos del sionismo. La diagnosis de «etnocracia» que ofrece Yiftachel, y que nosotros suscribimos, es tan sólo la exposición de la falacia difundida por los ideólogos sionistas, que como es notorio aunque no tan público, siempre han considerado a los judíos como una entidad racial más que religiosa, creencia que compartieron primero con el antisemitismo circundante y posteriormente con el movimiento nazi. Desde sus orígenes, el sionismo había abrazado las teorías antisemitas que giraban en torno a los conceptos de Blut y Boden, la ‘sangre’ y la ‘tierra’, una ideología que les llevó a considerar a los judíos galúticos (o diaspóricos) como débiles, parasitarios y nocivos para los intereses de aquellas naciones en las que vivían y habían nacido. La organización de juventudes sionistas Hashomer Hatzair compuso, sin pretenderlo, una buena síntesis de los delirios raciales y racistas que se habían apoderado del establishment sionista de la época. Negro sobre blanco, dejaron lo siguiente a la posteridad:

«El judío es una caricatura de un ser humano normal, natural, tanto física como espiritualmente. Como individuo en sociedad se rebela contra todos los arneses de las obligaciones sociales, no conoce el orden ni la disciplina.» [7]

El judío diaspórico producía en el judío sionista (que también era diaspórico, aunque prefería no recordarlo) una repulsión similar a la que hoy experimenta el judío sionista sabra (no-diaspórico, nacido ya en Israel) por los palestinos que se pudren al otro lado del muro. En palabras de Lenni Brenner:

«El racismo sionista fue una curiosa derivación del antisemitismo racial. Para estos sionistas los judíos eran una raza pura, ciertamente más pura que, por ejemplo, los alemanes, que tenían una gran mezcla de sangre eslava, como concedían incluso los pangermanistas. No obstante, los racistas sionistas pensaban que esa pureza racial no podía superar el gran defecto de la existencia judía, a saber, que carecían de su propia Boden judía. Mientras los racistas teutones se consideraban a sí mismos como Übermenschen ("superhombres"), estos racistas hebreos no veían a los judíos bajo esa luz, sino más bien a la inversa. Pensaban que, al no tener su propia Boden, los judíos eran Untermenschen ("infrahombres") y, en consecuencia y para sus "huéspedes", poco más que sanguijuelas: la peste del mundo.» [8]

La negligencia moral e intelectual, que tanto agradó a los nazis, de considerar que los judíos conforman una raza casi no admite comentario, y de hecho los líderes políticos del movimiento sionista, muchos de los cuales eran indiferentes o incluso hostiles a la religión (como el propio fundador del movimiento, el periodista Theodor Herzl), no tuvieron más remedio que invocar las tradiciones y textos sagrados del judaísmo en su afán por movilizar al mayor número posible de judíos en favor del innegociable objetivo de crear un Estado propio en la Palestina histórica. Los descreídos burgueses «judíos» que dirigían el movimiento –sin renunciar a sus postulados étnicos, que perviven hasta hoy con renovados bríos– soplarían el shofar cuantas veces fueran necesarias para dotarse de un discurso de continuidad histórica que necesitaban como el agua para convencer, a propios y a extraños, y especialmente a los ingleses, de la justicia y oportunidad de sus reivindicaciones como grupo «nacional». Una vez establecido el Estado, la búsqueda de legitimación histórica del sionismo continuó desarrollándose a través de la arqueología y la geografía, lo que en la práctica supuso el «silenciamiento» de la historia palestina –en términos de Keith Whitelam–, un intento en toda regla de memoricidio, en el que la «reescritura» del remoto pasado hebreo de la región significaba el enterramiento de las huellas aún frescas del inmemorial asentamiento palestino. [9]

La apropiación de las tradición religiosa judía por parte del sionismo, que en adelante trataría de utilizar las sagradas escrituras como un acta notarial de derecho sobre la tierra, se sintetiza en las palabras de David Ben Gurion, la gran figura del panteón sionista –junto con Herzl–, padre fundador del Estado y «sionista profundamente secular» (tal como lo define el historiador galileo Nur Masalha):

«La Biblia es nuestro Mandato (…) El mensaje del Pueblo Elegido tiene sentido en términos históricos, seculares y nacionalistas (…) Se puede considerar a los judíos como un pueblo autoelegido (…) Aunque rechazo la teología, el libro más importante de mi vida es la Biblia.» [10]

Como ilumina el trabajo del rabino canadiense Yakov Rabkin, [11] la inmensa mayoría de la comunidad religiosa judía abominó del sionismo desde la hora misma de su concepción, ya que la tradición literaria sagrada prohibía de manera explícita una reunificación masiva de judíos en Tierra Santa antes de la llegada del Mesías. Aún hoy, numerosos ultraortodoxos en Israel y en otras partes esgrimen el mismo argumento para condenar con dureza la fundación de un Estado que no sienten como suyo. Incluso después de 1948 y pese al esfuerzo infatigable del rabino Abraham Kook por conciliar el proyecto colonial sionista con las tradiciones religiosas, el sionismo continuó siendo un movimiento minoritario entre los sectores más piadosos del judaísmo, cuyo verdadero punto de inflexión llegaría más adelante, con el fulgurante triunfo de Israel en la Guerra de los Seis Días.

En efecto, a partir de 1967 muchos judíos que habían desconfiado del sionismo vieron en la victoria militar del Tsahal un signo de sanción divina, un hecho milagroso que acreditaba la conveniencia y las bondades del Estado constituido dos décadas atrás. La expansión israelí más allá de la Línea Verde trajo consigo las coloniales ilegales, de las que surgiría Gush Emunim, el movimiento de fanáticos ultranacionalistas religiosos que, armados de uzis y Deuteronomio, pretendían acelerar la llegada del Mesías a golpe de asentamiento, apoyados por su gobierno y por el auge paralelo de los sionistas cristianos en los Estados Unidos, que alentaban la posesión judía de toda la tierra entre el Éufrates y el Nilo (el Gran Israel), condición necesaria para que el Armagedón, la segunda venida de Cristo y su reino de mil años pudieran ocurrir. Desde 1967 hasta hoy, hemos asistido al fortalecimiento progresivo de ambos fenómenos de ultraderecha.

El poderoso sionismo cristiano estadounidense financia desde hace años las colonias ilegales de Cisjordania, al tiempo que organiza visitas turísticas a los Territorios Ocupados, promueve encuentros al más alto nivel, colabora en la aliyá y articula mecanismos de propaganda de enorme repercusión sobre la opinión pública estadounidense. [12] Por su parte, los «camisas pardas» con kipá a quienes el Estado «judío» subvenciona y ciertos rabinos bendicen, campan a sus anchas por su Judea y Samaria sembrando el terror entre los amalequitas, escupiéndolos, golpeándolos, apedreándolos, ocupando sus casas, cortando sus olivos, quemando sus huertos, corrompiendo y esquilmando sus acuíferos, y ocasionalmente asesinándolos.

En este punto es preciso plantearse lo siguiente: si el judaísmo no ha hecho la guerra a lo largo de su historia, y de repente vemos a un soldado con talit que reza frente a su tanque antes de una masacre, ¿no será posible concluir que el judaísmo del soldado contradice de tal modo el devenir histórico de su religión que su propia condición judía queda bajo sospecha? ¿Será un disparate afirmar que tal soldado no es judío? En nuestra opinión no sólo no es disparatado, sino que es una obligada conclusión. Volviendo al ejemplo del jainismo, otra religión igualmente milenaria cuyo precepto básico, confirmado de continuo en el devenir histórico, impide cualquier forma de violencia sobre todo ser viviente, ¿qué pensaríamos de un jaina que va pisando hormigas mientras engulle un sándwich de ternera? ¿Pensaríamos que es un mal jaina o que no es un jaina en absoluto, dada la magnitud de su traición a los principios y a la historia de su culto?

(Al hilo de esto, una pequeña consideración intempestiva: ¿pudiera seguir pasando George W. Bush por modelo de mal cristiano, a la luz de la historia del cristianismo?)

Nuestro silogismo es claro como el cristal:

El judaísmo es una religión de paz (al menos para los raseros abrahámicos), tal como la historia deja en claro.
Un soldado practica un ritual del judaísmo enfrente de su tanque, a punto de entrar en acción para matar terroristas palestinos de 0 a 99 años.
Tal soldado no es judío, por mucho que lo pretenda; es solamente un sionista. En nuestra humilde opinión, el judío termina donde comienza el sionista.
Los soldados del Tsahal son el brazo armado de Israel o, lo que es lo mismo, el brazo armado del sionismo, puesto que el sionismo es ideología de Estado en el Estado de Israel; lo confirma la propia genealogía del ejército israelí, que surge de las milicias sionistas que operaban en época del Mandato, en especial de la Haganah, la mayor y más organizada.

Si el judaísmo en términos históricos ha sido una religión de paz, el sionismo en términos históricos ha invocado la razón de la fuerza y de la guerra; en consecuencia, el sionismo es una suerte de antijudaísmo, quizá el peor de todos, ya que personas que dicen ser judías actúan como regidores en su pornográfica coreografía. El sionismo es la perversión a gritos del espíritu de no beligerancia que históricamente ha guiado la tradición judía. En nombre del judaísmo, de la «judaidad», de «los judíos», el sionismo ha operado una especie de alquimia inversa, ha transmutado el oro en plomo de munición, la materia noble en la más innoble ganga mineral, arrastrando a sectores del judaísmo hacia un espacio «constantiniano» de poder del que tradicionalmente habían sabido mantenerse alejados. Reiteramos aquí que el debate sobre las esencias no es el nuestro. Ignoramos qué cosa puede ser la «esencia» del judaísmo, del cristianismo o del islam, que algunos presumen de inferir a pesar de las frecuentes y ciertamente estrepitosas contradicciones que se dan en sus textos de referencia. En consecuencia, confiamos nuestro juicio al mero devenir histórico, que ofrece evidencias difíciles de refutar en cuanto a las conductas más comunes adoptadas por unos y por otros a lo largo de los siglos: los cristianos sin duda han perseguido, los judíos han sido sin duda perseguidos. Consideramos que esta evidencia es notablemente superior –en su verdad y en su poder argumental– a cualquier fruto que pudiera obtenerse en un debate esencialista.

El debate esencialista es un gastado recurso de cierto sector del sionismo que aún pretende pasar por virtuoso. Huyendo del debate histórico como el cosaco del agua, el sionista (al menos el sionista «paloma») siempre querrá persuadirnos de que la esencia del sionismo consiste en la búsqueda de un refugio definitivo para los judíos perseguidos y la consumación del «regreso» a la tierra de sus antepasados; observando su historia, en cambio, resaltan las bubas de su alianza con el nazismo y el fascismo, la limpieza étnica de Palestina y la práctica elevada a rango de ley de una discriminación sistemática contra los no-judíos. Cuando se habla de historia, al sionismo se le afloja la tripa y se ausenta unos minutos; a su vuelta, ya con mejor cara, retoma el discurso sobre la bondad de sus esencias y la integridad de sus principios.



Visto lo cual, nos preguntamos, ¿qué habría ocurrido de no existir un Estado que se proclama «judío»?

La respuesta aquí no es menos obvia: no habría soldados ni rabinos trabajando para él, abrazados a un aparente judaísmo que no es sino su cáscara vacía y defecación en su memoria y tradiciones. Los soldados de Israel son célebres por una singular parafilia que consiste en cagarse indiscriminadamente en los escenarios arruinados por la devastación que acostumbrar a dejar a su paso. Aunque tienen predilección por los enseres árabes, por las casas árabes, por los archivos árabes, los soldados coprófilos del Tsahal también se ciscan, sin saberlo, sobre la venerable tradición que pretenden honrar cuando elevan sus plegarias delante de sus tanques.

El centauro hebreo que reza ante su carro de combate sin duda trabaja para el Estado. Lo sabemos por el tanque. Trabajar con tanque es uno de los atributos exclusivos de los funcionarios bélicos que aplican la guerra a lo largo y ancho del planeta. Si en una caminata matutina topamos de repente con un tanque y su tanquista, sabremos que cumplen escrupulosas órdenes de su gobierno. Si buscábamos a la guerrilla habremos de seguir buscando, quizá un poco más abajo, en la quebrada. Los soldados con talit trabajan para el Estado y rezan por él, al igual que los rabinos que les llevan presentes a los boxes de batalla o que les incitan, remedando al arzobispo de Narbona, a que no hagan superfluas distinciones entre culpables e inocentes, entre niños y comandos, que ya sabrá Dios distinguir a los suyos y compensarles por su martirio.

La torsión, la perversión y la traición de los valores del judaísmo histórico –condensados en un pacifismo casi proverbial– son posibles debido a la existencia misma del Estado de Israel, un Estado que, recordémoslo de nuevo, se define a sí mismo como «judío», afirmación que algunos, de hecho la inmensa mayoría de ciudadanos israelíes «judíos», están dispuestos no sólo a creer, sino a defender a sangre y fuego al margen de las circunstancias, de manera incondicional y, en muchos casos, en nombre de una tradición religiosa a la que dicen representar y honrar en primera línea de combate.

El judaísmo y el sionismo son fenómenos tan distintos como contrapuesta es su huella sobre la historia y sobre las gentes que la configuran. Y es precisamente en virtud de esa distinción que debemos denunciar el giro constantiniano que ha dado el judaísmo con la fundación del Estado que dice actuar en su nombre. Israel es un punto de inflexión histórico del judaísmo, cuyas máximas autoridades tendrán que decidir entre seguir siendo una religión o pasar a ser, definitivamente, una «religión de Estado». La segunda alternativa no es mero posibilismo más o menos metafísico, sino una realidad que se plasma día a día en los soldados con talit y en los colonos con kipá y bidón de gasolina.

La progresiva sionización del judaísmo en Israel, es decir, su creciente acercamiento al corazón del poder político, no sólo «desdibuja las fronteras entre religión y Estado», como apuntaba un editorial de Haaretz hace algunos meses. [13] El análisis que hacía el diario mostraba su inquietud denunciando la influencia cada vez mayor en el Tsahal de los oficiales religiosos y rabinos, que «en sus arengas antes del combate animan a los soldados a matar y destruir en nombre de un Dios airado y celoso». [14] Un estudio de la Universidad Bar Ilan estima que, durante la segunda Intifada, el número de sionistas religiosos era el doble entre los soldados de infantería que entre el resto de la población judía masculina de Israel. Otros datos apuntan a que, en la actualidad, un 50% de las tropas de élite del ejército israelí provienen del nacionalismo religioso. [15]

Como vemos, a Haaretz y a otros comentaristas parece preocuparles más la «judaización» del Tsahal (que, en realidad, no es sino una antijudaización en toda regla, por seguir con nuestra línea de razonamiento) que la sionización del judaísmo en Israel; es obvio que ambos fenómenos van de la mano, pero el segundo es con mucho más inquietante que el primero. El Tsahal no tiene apenas historia, es tan sólo una feroz maquinaria represiva que defiende los intereses de una determinada ideología de Estado, como ya hicieran en otros contextos la Wehrmacht o el Ejército Rojo, y al igual que estos caerá por su propio peso cuando la historia así lo decida, seguramente mucho más temprano que tarde. El Tsahal es un mero instrumento del sionismo, que fue el que lo pulió con metralletas checas para que pudiera empezar a labrarse su historial, hoy casi ilegible dada la gran cantidad de sangre que lo empaña. La suerte que el futuro le depare al Tsahal sólo debe acongojar a los sionistas, nunca a los judíos (quizá sí a los «judíos», pero en ningún caso a los judíos).

En contraste y tal como venimos sosteniendo, el judaísmo no sólo tiene una larga y venerable historia, sino que será el asidero moral al que habrán de agarrarse los judíos israelíes tras la derrota del sionismo, si es que este no se lleva todo por delante en su caída. La fuerza moral del judaísmo, insistimos, emana de su trayectoria histórica alejada de los centros de poder temporal, de su desprecio por lo invasivo, lo impositivo y lo mundano. No son malas credenciales para una religión, y deberán ser las que guíen a aquellos que se definan como judíos cuando, una vez dejada atrás la pesadilla del sionismo, la convivencia en pie de igualdad entre todos los grupos étnicos y religiosos tome posesión de Palestina. Por tanto, la sionización del judaísmo, que ha sido el referente genuino del mundo judío a lo largo de su historia, es el punto que mayores cuitas ha de generar en quienes están interesados no sólo en la liberación del pueblo palestino, sino en el despertar de los judíos del mal sueño del superhombre hebreo con que esa castigada región del mundo amanece cada día.

La paulatina y palatina hibridación entre Estado y religión en Israel, es decir, la (des)judaización del sionismo y la sionización del (falso) judaísmo, ha tenido otros dos efectos de elevada toxicidad: por un lado, la confesionalización del conflicto en la región, de tal modo que mucha gente del común y no pocos pseudoespecialistas torticeros vocean que nos hallamos frente a un choque civilizatorio entre musulmanes y judíos, entre las tinieblas y la luz, entre ellos y los nuestros. En esta visión pirética y alucinada, el fundamentalismo islámico, el «islamofascismo», sería la primera y principal razón explicativa de lo que ocurre entre Gaza y el Jordán. El segundo efecto pernicioso consiste en que, paradójicamente, esa confesionalización del conflicto ha traído consigo un altísimo grado de etnización del mismo. Así, menudean los mantras mediáticos que átonamente aseguran asistir a una disputa entre árabes y «judíos» por el mismo territorio, de lo que se desprende que el término ‘judío’ ha adquirido un estatuto peligrosamente étnico que permite contraponerlo al término ‘árabe’ dentro de una misma y casi antropológica categoría. Allá donde debiera ver sionistas, incluso israelíes, la opinión pública tiende progresivamente a ver judíos, y la sionización del «judaísmo» se interpreta más como una judaización de la barbarie, lo cual es terrible además de inexacto. Esta confusión es alimentada a diario tanto por los sionistas, muy interesados en unificar los términos ‘judío’, ‘sionista’ e ‘israelí’, como por los «judíos» constantinianos que se han arrojado en brazos de la triunfante ideología de Estado.

Muchos expertos en religiones hablan del judaísmo como una «religión étnica». En nuestra humilde consideración, tal afirmación solamente es cierta en la realidad de los orígenes del judaísmo y en las fantasías contemporáneas del sionismo, para el que todos los judíos actuales son descendientes directos de los antiguos israelitas de Canaán. Recordemos que este eslabón argumental es imprescindible para el esfuerzo de legitimación histórica del proyecto colonial sionista en Palestina.

Si bien la definición de «religión étnica» tenía sentido en los albores del judaísmo, cuando los judíos eran exclusivamente los miembros de la tribu de Judá y de su progenie, el paso de los siglos y sus circunstancias históricas deslucen cualquier abundamiento en esta obsoleta clasificación. Siglos de diáspora, proselitismo y conversiones de gentiles allende las fronteras de Judea hacen inviable que hoy en día se pueda seguir considerando al judaísmo como una «religión étnica». Por mucho que la Halajá reconozca como judío a quien es hijo de madre judía (o de madre o padre judíos, según el judaísmo reformista), el hecho de que un lapón o un japonés puedan asimismo ser judíos a través de conversión –tal como contempla también la Halajá– dinamita el componente de exclusividad tribalística de esta religión. Que los rabinos custodios y exégetas de la ley judía sigan apoyándose en criterios sanguíneos y de etnicidad no implica que los demás debamos aceptarlo desde una perspectiva histórica y racionalista, igual que no aceptamos que los rabinos que arengan a las tropas puedan seguir llamándose judíos.

Resulta una colosal paradoja (y una colosal chutzpah) que sean además las élites ashkenazis que gobiernan Israel y que llevaron desde un principio las riendas de la aventura sionista en Palestina las que más empeño ponen en el discurso étnico de continuidad histórica, cuando sabemos que los hodiernos ashkenazis provienen directa y mayoritariamente de los jázaros del Volga, convertidos oficialmente al judaísmo en el siglo VIII y carentes de toda conexión con los antiguos israelitas palestinos. Los propios historiadores sionistas no discuten en lo básico este hecho, e incluso David Ben Gurion llegó a escribir un opúsculo en yiddish (junto con Yitzhak Ben Zvi, futuro presidente de Israel) en el que admitía que los verdaderos descendientes de los antiguos judíos que habitaron la región no eran otros que los actuales palestinos, que con el curso de los siglos se habían arabizado y adoptado los cultos cristiano y musulmán.

De la imposibilidad de esta concepción étnica da asimismo buena fe la enorme variedad fenotípica que existe en Israel (cualquiera que viaje a este país podrá comprobarlo por sí mismo). En términos de fenotipo y también de genotipo, un francotirador del Tsahal cuyos padres emigraron a Israel desde Irak en los años cincuenta (como tantos otros que siguieron el mismo camino), es decir, un soldado árabe judío israelí, tiene mucho menos en común con el capitán ashkenazi de ojos claros que le ordena disparar que con el joven terrorista amalequita que, bandera blanca en mano o quizá mochila a la espalda tras la jornada escolar, se encuentra ahora en el centro de la mira telescópica. Ambos son árabes, inminente víctima y próximo verdugo, pero la dominante (y conveniente) etnización del conflicto prefiere entonar la recurrente canturía según la cual los ‘árabes’ están a un lado y los ‘judíos’ a otro.

Concluimos. En pocos años y si Israel no lo remedia con otra limpieza étnica, lo cual no es impensable, el balance demográfico de la región arrojará unas cifras que harán inviable la preservación por la fuerza de un Estado «judío». Como observa Durán Velasco en su reciente y magnífico estudio –y si Israel no mesmeriza masivamente a los palestinos para que sientan bienestar mientras sobrellevan su apartheid–, la sociedad israelí deberá elegir en un futuro inminente entre «des-sionización o barbarie», entre la apertura al humanismo y la razón o el complejo de Masada en el que vive instalada desde el día de su «independencia nacional». La segunda alternativa augura un escenario distópico e irrespirable, en el que un desenlace en forma de hongo nuclear jamás es descartable, si recordamos las recientes declaraciones sobre Gaza del homúnculo y ministro porcófago Lieberman o las advertencias que en su día hiciera Golda Meir en una entrevista para la BBC con Alan Hart. [16]



La primera alternativa, en cambio, debería conducir a israelíes y palestinos a una fase inicial de binacionalismo democrático marcada por una convivencia en pie de igualdad entre todos los ciudadanos del Estado oficialmente laico de ¿Palisrael? (y marcada quizá también por los conatos golpistas de reacción); casi de modo inercial, sería factible que el paso de los años y la consolidación de la justicia y la normalidad desembocaran en un mero nacionalismo ¿palisraelí? –no binacional, sino simplemente nacional–, puede que igual de estúpido y estrecho de miras que cualquier otro nacionalismo, pero sin duda menos vil y criminal que la peste que hoy en día azota la región. Parafraseando a Bialik –el poeta nacional israelí–, un nuevo Bialik antisionista e inclusivo esperaría con alborozo «el día en el que, en un Estado laico, una prostituta cristiana, detenida por un policía judío, sea condenada por un juez musulmán».



En el ínterin, y mientras sea posible que soldados con talit busquen a Dios entre sus carros de combate, la cúpula del rabinato israelí tendrá que optar por seguir legitimando la violencia y la limpieza étnica contra los amalequitas palestinos que se resisten a abandonar sus huertos y olivares, u optar por una condena pública y rotunda de las prácticas inhumanas del Estado que paga sus yeshivas; los rabinos de Israel, los creyentes de Israel por extensión, tendrán que optar, en definitiva, entre volver a ser judíos o sólo vestirse como tales.
[1] Victor Karady, Los judíos en la modernidad europea. Experiencia de la violencia y utopía (Siglo XXI, 2000), p. 120, citado en José F. Durán Velasco, Orígenes de los judíos. Diáspora y proselitismo (sin publicar).

[2] Véase José F. Durán Velasco, El conflicto árabe-israelí. Una visión no estatolátrica (Bósforo, 2009), pp. 117-118.

[3] Citado por Roi Sharon en Maariv, 9 de noviembre de 2009 (en hebreo).

[4] Haaretz, 26 de enero de 2009 (en inglés).

[5] Ibid.

[6] Haaretz, 15 de noviembre de 2009 (en inglés).

[7] Citado en Lenni Brenner, Sionismo y fascismo: el sionismo en la época de los dictadores (de próxima aparición en Bósforo).

[8] En ibid.

[9] Véase al respecto Meron Benvenisti, Sacred Landscape: The Buried History of the Holy Land since 1948 (University of California Press, 2002).

[10] Nur Masalha, The Bible and Zionism: Invented Traditions, Archaeology and Post-Colonialism in Israel-Palestine (Zed Books, 2007), pp. 16-17. [Hay una versión en castellano: Nur Masalha, La Biblia y el sionismo. Invención de una tradición y discurso poscolonial, Bellaterra, 2008.]

[11] La amenaza interior: historia de la oposición judía al sionismo (Hiru, 2006).

[12] Véase Stephen Sizer, Sionismo cristiano: ¿Hoja de Ruta a Armagedón? (Bósforo, 2009)

[13] Haaretz, 29 de marzo de 2009 (en inglés).

[14] Ibid.

[15] Lara Friedman, «The Growing (and Worrying) Influence of Religious-Nationalist Ideology in the IDF»,

[16] Véase Alan Hart, Zionism: The Real Enemy of the Jews. Vol. I: The False Messiah (Clarity Press: 2009), p. 24.

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