Agentes antiterroristas británicos visitan guarderías para detectar signos tempranos de radicalización
Begoña Arce
17/12/09
La semilla del terrorismo puede esconderse entre pañales. En la mente de una niña o un niño de corta edad quizás germine el extremismo y la violencia. La policía británica no se deja engañar por la talla de ciertos sospechosos, a los que tiene bien vigilados. Una de las misiones más surrealistas de los 21 agentes de las fuerzas antiterroristas de las West Midlands, en el centro de Inglaterra, es visitar las guarderías.
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A los miembros de esa fuerza de élite les interesa saber si a algún mocoso se le ha ocurrido pintar alguna vez una bomba o contar cuánto quieren en casa a Bin Laden. «Las pruebas sugieren que el radicalismo puede empezar a los 4 años», alerta un agente en un correo interno publicado por el diario The Times.
El remitente, convencido de que las raíces del mal crecen muy pronto, solicita a los cuidadores y trabajadores sociales que «informen sobre las personas de cualquier edad que hayan podido ser radicalizadas o corren peligro de serlo».
Adoctrinamiento paterno
Cuando Arun Kundnani, portavoz del Instituto para las Relaciones Raciales, quiso comprobar la veracidad de la historia, llamó a la policía y esta, a su vez, se sorprendió de su asombro. Al agente con el que habló le parecía de lo más normal que las fuerzas antiterroristas supervisen a los críos. «Me dijo que no era solo él o su unidad la que lo estaba haciendo. Parece que se pide a los maestros que observen signos de radicalización», ha comentado Kundnani.
Los que justifican esa estrategia de vigilancia precoz recuerdan cómo un terrorista de la zona de Birmingham, Parviz Khan, fue filmado cuando adoctrinaba a su hijo utilizando antiguos métodos de las escuelas británicas, como el cachete o el regletazo. «¿A quién amas?», preguntaba Khan. «Amo al jeque Osama bin Laden», respondía el chico prudentemente.
Andy Hayman, uno de los antiguos jefes del Departamento de Operaciones Especiales de Scotland Yard, ha puesto el ejemplo de una niña de 20 meses, que en una manifestación en Londres llevaba un gorro de lana blanco con la leyenda: «Amo a al-Qaeda». Cuando su padre fue juzgado más tarde por varios delitos de terrorismo, el convicto proclamó ante el tribunal que su hija era «el miembro más joven» de la organización islamista. Los padres, ya se sabe, siempre quieren ser un ejemplo para sus vástagos.
La operación de vigilancia está dando frutos. Un chico de 7 años, sin ir más lejos, ha sido incluido en la lista de 228 personas identificadas como vulnerables al extremismo. ¿Está realmente justificada la vigilancia de guarderías por el peligro potencial de un lavado de los cerebros infantiles? «Es una pérdida absurda de tiempo», opina el diputado liberal Chris Huhne.
Y el absurdo no solo afecta a los niños. Todo el que lleve una cámara en la mano corre el riesgo de que le caiga encima la legislación antiterrorista y su famosa sección 44, que permite detener y registrar a cualquiera, en plena calle, sin necesidad de explicaciones.
Borrar fotos
Recientemente algunos turistas han pasado un mal rato cuando un policía les prohibió sacar fotos de lugares de Londres tan populares como Trafalgar Square, el palacio de Buckingham o Westminster. El austriaco Klaus Matzka vivió uno de estos incidentes en carne propia. En nombre de la prevención del terrorismo, un agente le obligó a borrar las fotos que había tomado de uno de los famosos autobuses rojos de dos pisos, mientras le pedía el pasaporte y la dirección del hotel.
También tuvo que enseñar la documentación un periodista de la BBC que estaba fotografiando la Catedral de St. Paul. Y Grant Smith, con 20 años de profesión a las espaldas y trabajos de documentación para Norman Foster y Richard Rogers, acabó rodeado por siete agentes y conducido al furgón policial cuando tomaba imágenes de una iglesia.
Los reporteros gráficos están tan hartos del acoso que han lanzado una campaña, con más de 4.000 seguidores, bajo el eslogan: «Soy un fotógrafo, no un terrorista». Los mandos policiales achacan parte del problema al desconocimiento de la actual legislación por parte de sus propios agentes. Una ignorancia que no hace más que agravar las cosas.
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